jueves, 24 de marzo de 2016

Viernes Santo

Celebramos en este día la Pasión del Señor. Día de contemplación, de adoración, de oración agradecida. Ya a fines del siglo IV encontramos en Jerusalén el primer testimonio de su celebración, una jornada de oración itinerante, que llevaba a los fieles del Cenáculo, donde se veneraba la columna de la flagelación, hasta el Gólgota, donde el obispo presentaba el madero de la cruz a la veneración del pueblo. Hoy es un día en el que, según una antiquísima tradición, la Iglesia no celebra la eucaristía. Todo gira en torno al misterio de la cruz gloriosa, de la que pende la salvación del mundo; las miradas se vuelven hacia el árbol donde comienza la vida, a Cristo, que dio el paso hacia la muerte porque Él quiso, abriendo así, de par en par, el paraíso. Proclamamos la Pasión del Señor en la liturgia de la palabra; la invocamos en las oraciones solemnes; la veneramos mediante la adoración de la cruz y entramos en comunicación con ella a través de la comunión eucarística. El cuarto cántico del Siervo de Yahveh, profecía del Mesías en su Misterio Pascual, se realiza en la pasión de Jesús, el cordero llevado al matadero, como eran llevados, para ser sacrificados en el templo, en aquella misma tarde, los corderos de la Pascua; entrega de la vida hecha en libertad y en abandono confiado a la voluntad del Padre, como canta el salmo 30. El autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una lectura de la pasión en clave sacerdotal y de experiencia obediencial del Hijo, proclamando cómo toda la vida de Jesús tuvo un sentido sacerdotal. La proclamación solemne, en las catedrales cantada, de la pasión del Señor según san Juan, nos muestra la progresiva exaltación de Cristo, Cordero sacrificado en la Pascua, pero a la vez Rey de las naciones que atrae a todos hacia sí. Es el nuevo Adán de cuyo costado abierto por la lanza brota el agua y la sangre, el bautismo y la eucaristía, que engendran a la nueva Eva, la Iglesia, madre de todos lo vivientes. Día de contemplar también, junto a la cruz del Hijo, a la Madre, a María; ella participa también en la Pasión del Señor y nos es dada por Él como madre en la persona de Juan.
La salvación que brota del árbol de la vida se extiende a toda la humanidad; por ello la Iglesia, en la solemne oración universal, abre los brazos, como Cristo en la cruz, para elevar preces por la salvación del mundo, mediante las diez solemnes oraciones, cuyas raíces están arraigadas en la antigua liturgia romana.

Cristo de la Buena Muerte (Toledo, San Juan de los Reyes)


En este día veneramos el madero santo por el que nos ha venido la salud y la gracia. Se nos presenta la cruz como árbol de la vida y su adoración como un profundo signo de amor y de agradecimiento. Nos ambienta el canto de antiguos textos de la liturgia romana y del Oriente cristiano, como los improperios y la antífona “Tu cruz adoramos, Señor”. Es todo nuestro ser, nuestra mente, nuestros labios, nuestro corazón, los que se elevan, meditan, besan y aman el leño que porta la redención. La comunión del Cuerpo del Señor nos permite entrar en lo más profundo del misterio, uniéndonos sacramentalmente con Aquel que se ha entregado por nosotros. El ayuno que guardamos en este día, sólo roto por la recepción del pan eucarístico, origen de la penitencia de la Cuaresma, nos recuerda que el Esposo está ausente y nos invita a velar esperando su regreso, triunfante de entre los muertos.

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