miércoles, 22 de marzo de 2017

Isidro Gomá y la construcción de la España nacional

Aprovechando la presentación mañana, jueves 23 de marzo, de mi libro "Por Dios y la patria. El cardenal Gomá y la construcción de la España nacional", en la librería Marcial Pons de Madrid, por el profesor Julio de la Cueva Merino, traigo a colación la importancia que tuvo el cardenal arzobispo de Toledo, Isidro Gomá, durante la guerra civil y los primeros momentos del franquismo. Para ello, me sirvo de las conclusiones que comparto en dicho libro



 "Es innegable el papel esencial que desempeño el cardenal Gomá en los principales acontecimientos de la vida eclesial y política de los años treinta en España. Su actuación durante la guerra y los primeros momentos del franquismo fueron el culmen de una brillante carrera iniciada en Tarragona, donde había destacado como escritor de prestigio, con proyección no sólo nacional, sino incluso internacional. Esta fama, a pesar de los diversos problemas derivados de su antagonismo con el cardenal Vidal y Barraquer, le permitió alcanzar el episcopado, en una pequeña diócesis como Tarazona en la que, sin embargo, supo desplegar sus dotes, convirtiéndose, en palabras del nuncio Tedeschini, en uno de los obispos más activos de España. Su magisterio, desarrollado en las circunstancias difíciles del fin del reinado de Alfonso XIII y los inicios de la República, se caracterizó por una coherencia de pensamiento que se mantuvo firme hasta el final de su vida. Optó por la línea de resistencia ante el anticlericalismo republicano, si bien defendió que catolicismo y república no eran incompatibles, mostrando una mayor flexibilidad doctrinal que el primado Segura. Su traslado a Toledo le supuso alcanzar un protagonismo nacional que el estallido de la guerra no hizo sino acrecentar. Su fulgurante promoción fue una apuesta personal de Pío XI por él, convirtiéndose en el auténtico “hombre del Papa” en España. Su fidelidad a la Sede Apostólica, conjugada con su amor a España, amor que por otro lado consideraba sustancial al hecho de ser católico, le llevó a ser el elemento clave en circunstancias muy difíciles. Enfrentado más o menos abiertamente a Vidal en múltiples aspectos, debido, por un lado a la evidente antipatía que sentían el uno por el otro, así como a su diferente visión de la postura de la Iglesia ante la República, fue logrando desplazar a su rival, hasta alcanzar, como quizá no alcanzó prelado toledano alguno en la época contemporánea, un puesto central en la Iglesia española. Consiguió el reconocimiento de la Santa Sede como cabeza de la Iglesia en España justo a tiempo para que, tras el estallido de la guerra, una Iglesia desorientada buscara en él la dirección necesaria para afrontar los graves problemas derivados del conflicto y de la revolución. Además, el exilio de Vidal y las prevenciones que contra él pronto manifestaron los militares sublevados, hicieron que éste quedara marginado de la vida nacional.
Gomá apostó claramente por Franco, pues veía en él la única vía de salvación de la España tradicional, pero al mismo tiempo supo mantener una independencia, derivada de su concepción de la Iglesia, que en muchos momentos constituyó una firme barrera frente a los aires totalitarios del régimen. Enemigo del nazismo y del fascismo, trató de frenar su influjo y penetración en España, tanto como antes se había opuesto al laicismo de la República, pues los veía como una amenaza mortal para el ser de España, debido a la unión esencial entre ésta y el catolicismo. Deseaba que esta unión secular, en la que centraba la grandeza de la nación, no se debilitara y defendió una presencia militante, activa, de la religión, en todos los ámbitos de la sociedad, cuyos principios rectores quería ver informados por el cristianismo. Pensaba que la decadencia española era consecuencia lógica de la pérdida del sentido religioso, amenazado desde el siglo XVIII por influjos extranjeros, y que, por tanto, si España quería volver a recuperar su papel dentro del concierto de las grandes naciones, era preciso recuperar la vitalidad religiosa de la época de esplendor, que no era ni más ni menos que el siglo XVI, cuando España se había destacado por las grandes hazañas de la conquista y evangelización de América y la defensa de la unidad católica y la cultura cristiana frente al protestantismo y el Islam. Todo ello era fruto de una mentalidad muy arraigada en la Iglesia española desde el fin del Antiguo Régimen, de la que Gomá participaba plenamente. Por formación y por las posteriores lecturas que moldearon su pensamiento, no podía plantearse otra cosa. En él influyeron de una manera muy profunda Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu. El cardenal, por su parte, reforzó estas concepciones, revistiéndolas de un lenguaje teológico producto de las grandes controversias decimonónicas entre la Iglesia y el mundo liberal, que se habían saldado con el triunfo de las posiciones más conservadoras.
Su concepto de España se basaba en la convicción de la compatibilidad entre la unión esencial de la nación española y la existencia de diversidades regionales, que podían y debían ser conservadas. Para él, profundamente catalán y profundamente español, era posible armonizar esas realidades. De ahí su oposición a las posturas más catalanistas del cardenal Vidal y Barraquer, que consideraba peligrosas para la unidad de la patria común. Esto le llevó a defender la primacía eclesiástica toledana, pues creía que el reconocimiento de los supuestos derechos primaciales de Tarragona haría derivar hacia una Iglesia catalana independiente, que sería la mejor base, dada la inseparable unión que existía para él entre religión y patria, para una Cataluña desgajada del tronco común español.
El cardenal Gomá lideró, frente a las posturas más dialogantes de Vidal, una actitud de resistencia ante la legislación anticlerical de la República. Defendió una y otra vez lo que consideraba no sólo derechos inalienables de la Iglesia, sino además, parte substancial e inseparable de la entraña profunda de la nación. Estaba convencido de que descristianizar España era privarle de su alma, de su verdadero ser. El laicismo, para él, era intrínsecamente antiespañol. Pero también vio en la actitud combativa de la República una oportunidad para despertar el dormido catolicismo español. De ahí sus numerosas iniciativas en el campo de la promoción de la Acción Católica, como una avanzadilla de la Iglesia que la permitiera recuperar, a través de los mismos seglares, los diversos ámbitos de la sociedad. Consciente de la profunda descristianización que sufría el país, promovió las vocaciones sacerdotales y la renovación de la formación del clero, ya que consideraba al sacerdote como el principal agente de esa misión reevangelizadora. Para formar a los fieles cristianos, promovió la catequesis, pues descubría en los católicos españoles una profunda ignorancia respecto a las cuestiones esenciales de la fe. No dudó en conocer de primera mano la realidad religiosa española, recorriendo su vasta diócesis toledana. A la vez mantuvo una intensa agenda, tanto a nivel nacional como internacional, que fue constituyéndole en el punto de referencia de la Iglesia española. De ese modo, al estallar la guerra, estaba preparado para asumir el papel de rector y cabeza de esta Iglesia, marcando el ritmo de actuación. Esto se vio reforzado al ser nombrado representante oficioso de la Santa Sede ante el Gobierno de Franco. Sus esfuerzos se dirigieron entonces a lograr el reconocimiento de éste por parte de la Santa Sede, con la consiguiente normalización de relaciones. Al mismo tiempo desarrolló una importante labor literaria, con numerosos escritos que trataron de iluminar la conciencia católica, tanto española como extranjera, sobre la realidad de la guerra, tarea que culminó con la Carta Colectiva de los obispos españoles de 1937. El conflicto bélico era visto como una lucha entre la religión y el ateísmo, entre la civilización y la barbarie, entre el Bien y el Mal, entre Cristo y el Demonio. Para él la prueba más palpable de esto era la persecución desatada en el bando republicano. A pesar de ello, y frente a lo que va a ser la práctica habitual de los vencedores, apostaba por el perdón y por la acogida de los descarriados, que como el hijo pródigo volverían arrepentidos y debían ser recuperados para la Iglesia.
Debido a esta forma de plantear la lucha civil, como enfrentamiento entre las dos ciudades agustinianas, la de Dios y la del Diablo, el cardenal no podía concebir mayor monstruosidad que la del nacionalismo vasco, el cual, siendo profundamente católico, se había mantenido fiel a la República, lo cual le parecía una terrible contradicción. Intervino de una manera muy activa en esta cuestión, tanto a nivel doctrinal, mediante pastorales, como a nivel polémico, con la Carta abierta a Aguirre, e incluso diplomático, con las gestiones realizadas para la rendición de Bilbao. Su papel en relación al País Vasco no quedó reducido a esto, sino que tuvo que intervenir en otros graves problemas, como los fusilamientos de sacerdotes nacionalistas vascos o la situación del obispo de Vitoria, Mateo Múgica. La ausencia de éste hizo que el primado tuviera, de hecho, que afrontar la difícil situación interna de la diócesis de Vitoria, con un clero sospechoso en gran medida para los militares, que querían solucionar el problema por la vía de la fuerza. Gomá, en su línea de defensa de la libertad de la Iglesia, tuvo que intervenir una y otra vez, hasta que el nombramiento de un administrador apostólico, junto a la venida de Antoniutti, le liberó de esta preocupación.
A lo largo de la guerra, el primado tuvo un papel de protagonista en todos los conflictos que se iban planteando. Su doble condición de primado y representante oficioso de la Santa Sede, en una conjunción única en la historia contemporánea de España, hizo que todas las cuestiones importantes pasaran por él. No sólo los militares le consideraban el único interlocutor válido, sino que el episcopado español volvía los ojos a él ante cualquier dificultad. Por eso le vemos afrontando el problema suscitado por algunos clérigos como Gallegos Rocafull o Lobo, que apostaron por la República, respondiéndoles con una dureza inusitada. O nos encontramos a Gomá reconstruyendo el extinguido cuerpo de capellanes castrenses, entre las intrigas de los viejos capellanes, las intromisiones de los militares y los criterios más pastorales de los obispos españoles. Lo mismo tenía que afrontar cuestiones canónicas o disciplinares cómo hacer de mediador ante el Gobierno para lograr la suspensión de penas de muerte. Asimismo encontramos al primado enfrentándose a Serrano Suñer al tratar de defender la prensa católica, o en frecuente contacto con el conde de Rodezno en la elaboración de una legislación fiel a la doctrina católica. Por tanto, de la mano de Gomá hemos podido seguir los primeros pasos, dubitantes, inseguros, llenos de contradicciones e interrogantes, de las nuevas relaciones entre la Iglesia y el nuevo Estado que se irá configurando como resultado del golpe del 18 de julio.
Para Gomá la guerra no fue fruto de las contradicciones sociales que afectaban a España, sino consecuencia lógica de la descristianización de la nación, uno de cuyos frutos sería el crecimiento de las desigualdades sociales, por el egoísmo de los ricos, cuyo correlato fue la captación de las masas por las doctrinas revolucionarias. Leyó los acontecimientos desde una clave teológica, lo cual puede dificultar nuestra comprensión acerca de algunas de sus afirmaciones. Consideró el conflicto como una etapa de purificación y renovación de la nación, como una oportunidad dada por Dios para la regeneración de España, pues no había sido posible por otros medios. De ahí que centrara su preocupación en que la nueva España fuera fiel a su pasado católico y mirara con verdadera aprehensión las tendencias filonazis de la Falange. El modelo, para él, estaba en la España de los Reyes Católicos y de los grandes reyes de la Casa de Austria, no en el III Reich. Su último año estuvo marcado por esta preocupación y sus postreros esfuerzos se encaminaron a asegurar que lo conseguido a tan alto precio no se perdiera, pues pensaba que si no se aprovechaba la ocasión, el desastre que sobrevendría al país sería terrible.
Un aspecto fundamental para esta regeneración era la recristianización de España. Ésta fue una preocupación presente a lo largo de todo su magisterio episcopal. Siendo obispo de Tarazona expresó una y otra vez su convicción de que el cristianismo en España carecía de fuerza y andaba sobrado de rutina e inercia histórica. Esta constatación la repetirá posteriormente ya como arzobispo de Toledo, durante el desarrollo de la guerra y una vez finalizada ésta. Por ello, uno de sus objetivos claros fue la revitalización de la Iglesia, mediante una profunda renovación de la misma. Pensaba que las masas católicas, a pesar de la retórica del nuevo régimen y de la explosión de actos religiosos que inundaron el país, carecían de auténtica convicción cristiana, con una formación muy deficiente, que alcanzaba también a quienes desde puestos de responsabilidad debían dirigir la nación. Por eso abogaba una reforma personal y colectiva en clave cristiana, que supiera aprovechar las lecciones de la guerra, y trajera una auténtica transformación del país, una de cuyas consecuencias sería el florecimiento de la justicia y la caridad. Este sería un deber de fraternidad cristiana que permitiría la superación de las desigualdades sociales.
No se puede entender la posterior evolución de las relaciones entre la Iglesia española y el franquismo sin el estudio de este periodo, crucial e inicial, en el que vivó el cardenal Isidro Gomá. Todas las aspiraciones y todas las contradicciones de lo que después se denominaría Nacionalcatolicismo están aquí. Los riesgos y peligros de una unión estrecha entre la Iglesia y el Estado se hicieron patentes. El cardenal fue consciente de la amenaza que suponía para la libertad de la Iglesia un poder totalitario e hizo lo que pudo para frenarlo, pero no supo ver, tal vez por su concepción tradicionalista, que este riesgo subsistiría siempre que las dos instituciones estuvieran íntimamente compenetradas. Él apostaba por una estrecha colaboración, amistosa y cordial, en la que el Estado se dejara inspirar por los principios de la Iglesia y apoyara estrechamente su labor, al mismo tiempo que ella se constituía en factor de cohesión social. Una separación armónica entre ambos parecía inconcebible, no sólo a la Iglesia, sino a gran parte de los vencedores de 1939. El catolicismo español, que durante la República había dado muestras de una capacidad de reacción inesperada, perdió, al uncirse de nuevo al Estado, la posibilidad de ponerse al día de las grandes corrientes que renovaban la Iglesia en Europa.
Para Gomá, el Estado seguía siendo el brazo secular que aplicaba en la sociedad las normas derivadas de la doctrina católica. Todos sus esfuerzos se encaminaron a lograr esta armonía, que el consideraba lo más beneficioso para España. Pero esta armonía no significaba, en ningún caso, supeditación al Gobierno. Durante la guerra se opuso a todos los intentos de ingerencia indebidos en asuntos eclesiásticos, y ésta siguió siendo su línea de actuación en la posguerra, aunque también procuró que los diferentes conflictos se superaran amistosamente y sin llegar a una ruptura que siempre consideró perjudicial para los intereses tanto de la Iglesia como del país. Frente a los intentos uniformizadotes, incluido el ámbito lingüístico, de los vencedores, apostó siempre por una España una y plural. Por ello, cuando se trató de restringir el empleo del vasco y catalán en la predicación defendió su uso, porque lo primero, para él, era que el pueblo comprendiera la Palabra de Dios y porque la regulación de la predicación pertenecía al ámbito propio de la disciplina eclesiástica, siguiendo en esto la postura mantenida ya durante la dictadura de Primo de Rivera. No dudó en oponerse al Gobierno cuando este quiso acabar con las organizaciones católicas, de forma especial con la absorción de los Estudiantes Católicos por parte del SEU, así como cuando, al prohibirse la difusión de su pastoral Lecciones de la guerra y deberes de la paz, entendió que se conculcaban derechos sagrados de la Iglesia, como era el de la libertad de los obispos para exponer la doctrina católica. A pesar de ello trató de evitar la ruptura, por medio de la entrevista personal con el Jefe del Estado, tal y cómo había hecho, ante otros conflictos, a lo largo de la guerra, lo cual tampoco era una novedad en él, pues ya ante la violencia anticlerical desatada en la primavera de 1936 no dudó en entrevistarse con Manuel Azaña para llegar a una solución. La entrevista de diciembre de 1939 con Franco logró desatascar momentáneamente algunos problemas, pero las raíces más profundas del conflicto subsistían, de modo que pronto reaparecieron los problemas, llegando a una situación muy difícil, en la que el cardenal, derrotado ya por el curso de la enfermedad, se sentía impotente. Aún así realizó un postrero esfuerzo para evitar la ruptura total. Los primeros frutos llegarían ya fallecido el primado, con la firma de los acuerdos de junio de 1941, que permitieron solucionar un problema urgente y gravísimo para la Iglesia española, como el de la provisión de las numerosas sedes episcopales vacantes. Pero las reticencias y dificultades no desaparecerían, de modo que habría que esperar todavía doce años, hasta el 27 de agosto de 1953, para llegar a la firma de un Concordato entre España y la Santa Sede.
El cardenal Gomá tuvo, además, una proyección internacional muy notable, tanto por su papel de representante oficioso de la Santa Sede, como por la acción, como primado de la Iglesia española, que realizó a favor de Franco, por quien apostó claramente, pues pensaba que era el único que podía restaurar la tradicional España católica. Gomá fue, aprovechando sus dotes literarias, el gran propagandista de la causa nacional, ya sea con sus escritos, como con su palabra, tal y como hizo en el Congreso Eucarístico de Budapest.
Es mucho lo que aún queda por decir del cardenal Isidro Gomá y Tomás. Durante bastante tiempo, y por diferentes motivos, se ha olvidado su figura, limitándose muchas veces a meras alusiones a su papel como redactor de la Carta colectiva. Este trabajo ha pretendido reabrir el camino para un conocimiento más pormenorizado del mismo, ofreciendo pistas para futuras investigaciones. Asimismo la progresiva apertura de los diferentes archivos, tanto civiles como eclesiásticos, destacando entre estos sobre todo el propio y riquísimo del cardenal, conservado en el Archivo Diocesano de Toledo, y el Archivo Secreto Vaticano, nos permiten acceder a una abundante fuente de información que va aclarando poco a poco puntos hasta ahora sumidos en la oscuridad. Los diferentes, aunque aún escasos estudios monográficos, están despejando algunas incógnitas y permitiendo comprender mejor esta convulsa etapa en su dimensión eclesiástica, a su vez imbricada profundamente con los acontecimientos sociales y políticos. Recuperar en su debido lugar la figura del cardenal Gomá, con sus luces y sus innegables sombras, es necesario para comprender mejor la difícil y trágica historia de la España de los años treinta del siglo XX y su evolución posterior."

DIONISIO VIVAS, Miguel Ángel, Por Dios y la patria. El cardenal Gomá y la construcción de la España nacional, Toledo, Instituto Teológico San Ildefonso, 2015, pp. 440, ISBN: 978-84-15669-37-1

domingo, 5 de marzo de 2017

V Centenario de la Reforma Luterana

En este año 2017 se cumplirán quinientos años del inicio de la Reforma Luterana, recordando el momento en el que Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg. Un acontecimiento que supondría la ruptura de la cristiandad occidental. Por ello, quiero presentar, a grandes rasgos, los orígenes de dicho movimiento, así como los contenidos esenciales de la doctrina de Lutero

Una Iglesia necesitada de renovación

Al final de la Edad Media, la Iglesia sentía la necesidad de una profunda renovación. La situación, tras la etapa de residencia del Papado en Aviñón, sometido a la influencia de los reyes de Francia, y del Cisma de Occidente, con la existencia, en un momento determinado, de tres papas simultáneos, era de desprestigio de la autoridad pontificia, con el auge de las doctrinas conciliaristas. A finales del siglo XV los hombres y mujeres de Europa se veían atenazados por una profunda ansiedad. La preocupación por la salvación angustiaba a los cristianos, acorralados entre una concepción de un Dios todopoderoso con decisiones arbitrarias y el miedo a un Satanás omnipresente. A la vez que se desarrollaba el Renacimiento y el Humanismo, nos encontramos, a nivel popular, con un incremento de la hechicería y de la caza de brujas. El clero secular se encontraba, en gran medida, en una situación de decadencia moral, espiritual e intelectual, con obispos de origen noble que solo se preocupaban de sus diócesis para obtener rentas y vivían como grandes señores, dedicados a la caza y a la guerra, y un bajo clero, dominado por la ignorancia. Las órdenes religiosas también estaban, en gran medida, alejadas de su espíritu evangélico original. Todo esto hacía clamar por una reforma que condujera a una vivencia más auténtica y profunda del Evangelio. A esto vendría a dar respuesta el fenómeno que conocemos como Reforma.

Tradicionalmente se ha venido denominando Reforma a la ruptura religiosa que tuvo lugar en el centro y norte de Europa y que daría lugar al protestantismo, mientras que a la renovación dentro del catolicismo se le ha dado el nombre de Contrarreforma, como si tan sólo fuera una respuesta, a partir del Concilio de Trento, a las desviaciones protestantes. Sin embargo, cada vez aparece más claro que ambas corrientes pertenecen a un proceso más amplio y anterior, que desde el final de la Edad Media buscaba dar respuesta a los anhelos de renovación, y que antes y a la vez que el proceso de ruptura de Lutero, dio frutos de cambio y mejora dentro del mundo católico. Por tanto, es preferible hablar de Reforma católica y Reforma protestante, siendo lo que llamamos Contrarreforma tan sólo un aspecto, el de la respuesta tridentina a los errores dogmáticos y disciplinares de los protestantes.
En el presente texto vamos a centrarnos en los orígenes de la Reforma y en la figura del gran protagonista de su rama protestante, Martín Lutero.

Antecedentes de la Reforma

La Europa de fines de la Edad Media vivió el surgimiento de diversos movimientos de renovación espiritual. Se desarrolló una piedad centrada en la humanidad de Jesús y de María. En el siglo XIV nació una corriente mística, representada por algunos dominicos, como Eckhart (1260-1327), Taulero (1300-1361) y Suso (1295-1366), junto al sacerdote flamenco Ruysbroek, que buscaba la unión con Dios, superando toda representación. Entre el siglo XIV y XV, el deseo de una vida espiritual intensa conquista a hombres y mujeres fuera de los conventos, surgiendo las beguinas y begardos, o las terceras órdenes, como la de santa Catalina de Siena. La devotio moderna, en la que destaca el libro la Imitación de Cristo, atribuida a Tomás de Kempis (1380-1471), propone una espiritualidad más profunda. Será en esta atmósfera de devoción moderna en donde se desarrollarán los hombres del Renacimiento y la Reforma, como Erasmo y Lutero.

La renovación religiosa en España

La España del siglo XV no quedó al margen de estas corrientes renovadoras, produciéndose un fuerte movimiento que llevó, bajo el reinado de los Reyes Católicos, y con el impulso del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, a una profunda renovación de la Iglesia en España, que daría sus mejores frutos en el desarrollo de la ascética y mística del siglo XVI, a la gran escuela teológica española que brillaría en Trento, y a toda una pléyade de santas y santos, que hacen del siglo XVI un auténtico Siglo de Oro del catolicismo en nuestro país, coincidiendo, además, con el fin de la Reconquista en 1492, y, ese mismo año, con el descubrimiento de las nuevas tierras americanas, que llevaría a desarrollar todo un espíritu misionero y evangelizador de amplitud mundial.
La reforma eclesiástica y espiritual española, hundía también sus raíces en el nacimiento, en el siglo XIV, de nuevas órdenes religiosas, como los jerónimos, la renovación de otras, como los benedictinos de Valladolid. A finales del XV, la figura del cardenal Cisneros, alentado por la reina Isabel, llevó a cabo la reforma dentro de los franciscanos y las clarisas, mientras procuraba renovar al clero secular de su archidiócesis de Toledo. Para ello fundó la Universidad de Alcalá, fomentando los estudios bíblicos y humanísticos, cuyo mejor fruto fue la Biblia Políglota Complutense. Los Reyes Católicos buscaron para el episcopado a clérigos preparados y de vida honesta y ejemplar, destacando la figura del primer arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, que procuraron la mejora de las costumbres del clero y de los fieles. Se creó, para evitar los brotes de judaísmo entre los judíos conversos, el tribunal de la Inquisición, que desarrolló un férreo control de la moral y las costumbres. A principios del siglo XVI, la figura de san Juan de Ávila destacó como promotor de la renovación del clero secular, y más tarde, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, junto a su dimensión de autores místicos, alentaron la renovación de la orden del Carmen. Junto a ellos encontramos todo un conjunto de santos renovadores, como san Pedro de Alcántara, santo Tomás de Villanueva, san Ignacio de Loyola (fundador de la Compañía de Jesús), san Francisco de Borja o san Francisco Javier.

La Reforma protestante: Martín Lutero

Se considera como fecha del nacimiento de la Reforma el 31 de octubre de 1517. Pero el gesto que realizó Lutero ese día, clavando sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg no es sino el final de todo un proceso, vital y espiritual, de su protagonista. Martín Lutero, nacido en 1483 en la localidad de Eisleben, en Sajonia, había vivido una dura infancia, en la que escuchó con terror las historias de demonios y brujas. En 1505, tras haber sufrido una fuerte conmoción, por el miedo a morir y condenarse, entró en la orden de los agustinos, en Erfurt. Llevó una vida austera y se ordenó de sacerdote, confiándole un curso de Sagrada Escritura en la Universidad de Wittenberg. A pesar de ser un exacto cumplidor de la regla de su orden, Lutero no encontraba la paz interior. Por fin, leyendo la carta a los Romanos, en el pasaje que afirma "El hombre queda justificado por la fe, sin las obras de la ley" (Rm 1,17; 3,28) logró hallar solución: el hombre no se salva por sus esfuerzos, sino que Dios le hace justo mediante su gracia; el hombre sigue siendo pecador, pero, en su desesperación, Dios viene a salvarlo. De este modo encontró la alegría y la paz.

Martín Lutero
Por tanto, el luteranismo va a partir de la fuerte vivencia personal de su iniciador, que le hacía ver la salvación en la sola fe en Cristo, la única que justifica al hombre, sin contar con la colaboración humana, ni siquiera en las obras buenas. Personalizada esta convicción, ve superfluas y engañosas las obras buenas y sugiere al creyente actitudes pasivas que no impidan la obra de Dios en él. Como consecuencia, descarta no sólo la libertad humana y las obras buenas del hombre regenerado por la gracia de Cristo, sino también los sacramentos y todas las mediaciones de la Iglesia.

- Las indulgencias: el asunto de las indulgencias permitió a Lutero dar a conocer su concepción. Los dominicos predicaron una indulgencia (remisión de las penas debidas al pecado para los vivos y para los muertos) cuyo producto iría a cubrir los gastos del arzobispo Alberto de Brandeburgo. Lutero, indignado, formuló sus 95 tesis sobre las indulgencias y sus presupuestos, rechazando la falsa seguridad que proporcionaban las indulgencias. Sus tesis tuvieron un gran éxito en Alemania y Europa. Pronto fue acusado ante Roma.
- La ruptura: a lo largo de tres años, miembros de su orden y algunos enviados de Roma trataron de que se retractara. Pero la disputa se enredó con el nacionalismo alemán, de modo que Lutero aparecía como el defensor de un pueblo oprimido por la fiscalidad romana. Lutero escribió tres obras, en 1520, en los que expone su pensamiento: Llamada a la nobleza cristiana de la nación alemana, La cautividad babilónica de la Iglesia y La libertad del cristiano. Apeló a la reunión del concilio. Su postura poco a poco se endureció. En junio de 1520, el papa León X, con la bula Exurge Domine condenó cuarenta y un proposiciones. Lutero quemó la bula. En 1521 fue excomulgado. Convocado ante el emperador Carlos V en la dieta (asamblea de los príncipes del Imperio) de Worms, señaló que estaba obligado por su conciencia, manteniendo su postura. Fue desterrado del Imperio, pero, escondido, realizó una de sus grandes obras, la traducción de la Biblia al alemán.
Alemania quedó dividida entre partidarios y contrarios al reformador. Los nobles se lanzaron al asalto de las tierras de la Iglesia; en nombre de la igualdad de los hombres ante Dios, los campesinos pobres se sublevaron contra los señores, estallando una guerra, en la que Lutero, viendo peligrar su obra, se puso de parte de los nobles. Al mismo tiempo, rompió con Erasmo, pues este no aceptaba su concepción pesimista del hombre y de la libertad. En 1525 Lutero se casó con una antigua religiosa, Catalina Bora.
- Doctrina e Iglesia luteranas: Lutero no tenía la intención de fundar una nueva Iglesia. Creía que al volver al Evangelio, se reformaría a sí misma. Pero los diferentes conflictos y controversias le llevaron a realizar una serie de precisiones doctrinales y buscar un mínimo de organización. En 1529 publicó un Catecismo menor y un Catecismo mayor, ejemplos de un género literario que tendría gran éxito.
Los escritos de Lutero se difundieron muy rápidamente por la utilización de la imprenta. Influyeron en otros reformadores, como el francés Juan Calvino (1509-1564), fundador de otra rama protestante, que se denominará calvinismo; Ulrich Zwinglio (1484-1531), que realizará la Reforma en Suiza, aunque se opondrá a Lutero en su concepción de los sacramentos (rechaza la presencia real de Cristo en la Eucaristía; el bautismo no tiene eficacia en sí mismo); Tomás Müntzer (1490-1525), quien promovió una revuelta social radical y el movimiento anabaptista. Otros reformadores fueron Bucero, Ecolampadio y Osiander. Entre los discípulos de Lutero destacó Felipe Melanchton (1497-1560)
El punto central de la doctrina luterana es la salvación por la fe, sola fides: Dios hace todo, el hombre no hace nada. Las buenas obras no hacen al hombre bueno, sino que el hombre justificado por Dios hace obras buenas.
Lutero rechaza lo que en la tradición va contra el primado de la Escritura y de la fe, rechazando todo lo que aparezca como un medio: el culto a los santos; las indulgencias; los votos religiosos; los sacramentos que considera que no están atestiguados en el Nuevo Testamento. Frente al sacerdocio sacramental, afirma el sacerdocio universal de los fieles.
Sólo admite dos sacramentos: el bautismo y la eucaristía1. Ésta, la Cena, se celebrará en alemán, y rechazará que se hable de sacrificio, aunque defiende la presencia real de Cristo (empanación--> frente a la concepción católica que habla de transustanciación). Dio mucha importancia al canto.
Como el anuncio de la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos requerían un mínimo de organización, los príncipes, cuya autoridad viene de Dios, se encargaría de ello,de modo que Lutero refuerza el poder de los príncipes sobre la Iglesia, con lo que las Iglesias luteranas se convertirán en Iglesias nacionales.

Podemos resumir, de manera esquemática, la propuesta de la Reforma en cuatro ejes:
  1. Sola Escritura
  2. Sola fe para lograr la justificación
  3. Sola gracia
  4. Solo Cristo
Se privilegia la Palabra sobre los sacramentos, el sacerdocio universal de los fieles sobre el sacerdocio jerárquico, la dimensión invisible e interior de la Iglesia sobre su carácter visible e institucional y las iglesias locales sobre la Iglesia universal de Roma2.

Muchos príncipes y nobles de Alemania apoyaron la Reforma por motivos políticos, para alcanzar mayor poder y autonomía. Después de años de conflicto, en 1555, el emperador Carlos V y la liga de príncipes que desarrollaron la reforma en sus territorios, firmaron la Paz de Augsburgo, por el que cada región tendría la religión que eligiera el príncipe territorial, siguiendo el principio cuius regio, eius religio. De este modo, quedaba sellada la ruptura religiosa del cristianismo en Europa. Para entonces su principal protagonista, Martín Lutero, ya había fallecido, el año 1546.

Bibliografía:

- COMBY, Jean, Para leer la Historia de la Iglesia. Desde los orígenes hasta el siglo XXI, Estella, Verbo Divino, 2010, pp. 194-195.201-233
- GARCÍA ORO, José, Historia de la Iglesia III: Edad Moderna, Madrid, BAC, 2005, pp. 66-103

1RICO PAVÉS, José, Los sacramentos de la Iniciación cristiana, Toledo, Instituto Teológico San Ildefonso, 2006, pp. 309-317.
2CORDOVILLA, Ángel, (coord.) Cristianismo y hecho religioso, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2013, p. 275

miércoles, 1 de marzo de 2017

Miércoles de Ceniza

Con el miércoles de Ceniza comenzamos una nueva Cuaresma, tiempo de gracia y salvación que nos prepara a la celebración del misterio pascual de Cristo en Semana Santa. Si la celebración de dicho misterio, con su punto culminante, que es la Vigilia Pascual, constituye el momento más importante del año para un cristiano, es preciso prepararse bien, viviendo intensa y profundamente este tiempo litúrgico.


La Cuaresma no es un periodo triste, sino una etapa de purificación y renovación, personal y eclesial, desde la confianza en la infinita misericordia de Dios. Queremos, evocando el camino de penitencia de las primeras comunidades cristianas y la etapa final de preparación al bautismo de los catecúmenos, actualizar nuestra vida cristiana, conformar nuestra existencia de un modo más pleno a Cristo, que con su muerte en la cruz y su resurrección, nos ha redimido del pecado y elevado a la dignidad de hijos de Dios por el Bautismo. Si queremos que la renovación de nuestras promesas bautismales en la noche de Pascua sea auténtica, no quede reducida a un rito más dentro de la celebración, hemos de empeñarnos en transformar en profundidad nuestra existencia, conformándola más plenamente a la de Cristo.
Para ello, en este tiempo favorable, la Iglesia nos ofrece una serie de ayudas y medios. Con la recepción de la ceniza, que nos evoca nuestro origen humilde, nuestra procedencia del polvo, pero a la vez nos invita a creer en la buena noticia de Jesucristo, expresamos nuestro deseo de entrar en este camino de conversión. La Cuaresma es un tiempo para retirarnos, como Jesús, a nuestro particular desierto, buscando el silencio y el encuentro con Dios, y afrontando las tentaciones del demonio con la fuerza de la Palabra de Dios. Durante la Cuaresma hemos de leer, meditar, saborear más asiduamente la Escritura. Como el pueblo de Israel, cuarenta años peregrino en el desierto, experimentamos en nuestra debilidad y pecado la acción salvadora y misericordiosa de Dios, que no nos deja de su mano.
Junto al encuentro con Dios en la oración, otros dos son los medios privilegiados para recorrer el camino cuaresmal: el ayuno y la limosna, dos prácticas que se hayan mutuamente relacionadas, pues el ayuno no ha de ser sólo de alimento, sino de todo aquello superfluo, innecesario, que nos ata, de un modo particular en esta sociedad consumista, y esto, el fruto de mi privación voluntaria, según la mejor tradición espiritual de este tiempo, lo transformo en la limosna, con la que comparto con el hermano necesitado.
Las lecturas que se nos ofrecen en este día nos marcan la pauta que hemos de seguir: en la primera lectura, el profeta Joel nos invita a una conversión que parta de lo más profundo de nuestro ser, que no se quede en práctica externa, sino que transforme el corazón. Una conversión que atañe no sólo a cada uno, de modo individual, sino a todo el pueblo, en sus distintas clases y grupos.
El salmo 50 es una bellísima y profunda petición de perdón al Dios rico en misericordia, reconociendo que somos pecadores, pero sabiendo que Él está dispuesto a devolvernos la alegría que proviene de su acción salvadora.
San Pablo, en el fragmento que leemos de la segunda carta a los Corintios, nos apremia a reconciliarnos con Dios, aprovechando el momento favorable "ahora es el día de la salvación".
Por último, el evangelio de san Mateo nos insta a practicar la limosna, la oración y el ayuno buscando, no el aplauso ni el reconocimiento externo, sino sólo agradar a Dios, sabiendo que Él, que es generoso, nos recompensará.
Cuaresma, tiempo para subir con Cristo a Jerusalén a celebrar su misterio pascual; y tras Cristo, para estar al pie de la cruz en el momento preciso, subió María. Ella, cuya presencia discreta en la Cuaresma no es por ello menos real ni eficaz, nos ayudará a recorrer, con la fortaleza de la fe, este camino que culminará en el gozo sin límites de la mañana de Pascua.