viernes, 23 de marzo de 2018

Viernes de Dolores

Aunque la Semana Santa comienza con la celebración del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, a nivel popular el viernes inmediatamente anterior, viernes de la V semana de Cuaresma, es vivido como el verdadero pórtico de estos días santos, de la mano de María, la Virgen de los Dolores, de la Soledad, de las Angustias. Viernes de Dolores, viernes en el que la mirada se vuelve a María, la Madre del Redentor, a contemplar su dolor, a mirar su sufrimiento ante la Pasión de su Hijo, a descubrir su papel junto al Salvador, desde su fe y esperanza.
La denominación proviene de la memoria mariana que se celebraba en este día y que debido a que existe otra fiesta con el mismo contenido, la del 15 de septiembre, fue suprimida en la reforma litúrgica del Vaticano II. Sin embargo, la fe popular sigue contemplando en este día a María junto a su Hijo crucificado y muerto para redimir a la Humanidad, y la propia liturgia del día prevé una oración colecta optativa que nos invita a imitar a María en su actitud contemplativa ante el Misterio de la Pasión:

"Señor Dios, que en tu bondad concedes en este tiempo a tu Iglesia imitar devotamente a María Santísima en la contemplación de la pasión de Cristo, concédenos, por intercesión de la Virgen, estar cada vez más unidos a tu Unigénito y alcanzar así la plenitud de su gracia."

El origen de esta celebración se remonta a la Edad Media, con la devoción a la Compasión de María, en un primer momento centrada en la contemplación de María al pie de la cruz y ampliada más tarde a todo el conjunto de sufrimientos que experimentó la Virgen, fijados finalmente en siete, los Siete Dolores de María
Los siete dolores de María (Adrien Isenbrant)
Mirar a María en este día es la mejor manera de entrar en la Semana Santa. María tiene un papel muy discreto en la liturgia de la Cuaresma, y sin embargo ella, como su Hijo, subió a Jerusalén a celebrar la Pascua, recorriendo un camino de seguimiento a Jesús, desde la fe, que es modelo de nuestro itinerario cuaresmal de conversión a Cristo. María supo, desde la soledad y el dolor más profundo, movida por la fe y la esperanza, afrontar el Misterio Pascual de su Hijo desde la aceptación del plan de Dios y desde la seguridad de que el Padre fiel no abandonaría a su Hijo. Con ella nos queremos asociar a la Pasión de Cristo, para poder merecer participar en su resurrección, de la cual María, asunta en cuerpo y alma a la gloria, ya goza, como anticipo de todo el género humano.
La soledad de María, vivida desde la oscuridad luminosa de la fe, nos ayuda a vivir nuestras propias soledades, a veces lacerantes; nos alienta a asumir, en medio de nuestros dolores más profundos, unas veces corporales, pero en tantas ocasiones desgarramientos del alma, una actitud de abandono en los brazos del Padre. Firme junto a la cruz es la Nueva Eva que, junto al Nuevo Adán, participa en el parto de una humanidad nueva, regenerada por el agua que brota del costado abierto del Redentor, alimentada por la Sangre derramada por el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo.
De la mano de María entremos en estos días santos, los más importantes del año para los cristianos. Participemos en la alegría desbordante del Domingo de Ramos, agitando nuestras palmas y proclamando con los niños hebreos, pues hay que hacerse como niños, la gloria del rey que viene. En el Lunes Santo vivamos en la intimidad de la casa de Lázaro, Marta y María, los amigos, a la que también estaría invitada la madre, impregnándonos del aroma que anuncia la muerte redentora. El Martes y Miércoles Santo sintamos el dolor lacerante por la traición de los amigos queridos. El Jueves Santo, tras mirar como María, antes de la cena de Pascua, cumple con el rito de las madres judías de celebrar la liturgia de la luz, sentémonos en torno a Jesús, que se nos da en el Pan y el Vino de la Eucaristía. Recorramos, el Viernes Santo, las calles de Jerusalén, junto a María, mientras seguimos al condenado con la cruz sobre sus hombros, y, sin huidas cobardes, permanezcamos al  pie del madero. Guardemos silencio, al lado de María, sentados, el Sábado Santo, junto al sepulcro. Y en la noche santa de Pascua, alegrémonos con la Virgen de la Alegría mientras entonamos el Aleluya gozoso que proclama que Cristo ha resucitado, que la muerte ha sido vencida y que la humanidad entera ha sido liberada y salvada.