miércoles, 28 de diciembre de 2016

Navidad

Una de las tradiciones más arraigadas en nuestra cultura occidental es la celebración de la Navidad. Todos, o al menos la inmensa mayoría de las personas, se desean y felicitan una feliz Navidad. Pero, ¿saben realmente qué estamos celebrando? Porque si hay una fiesta cristiana que se ha secularizado profundamente, esa es la Navidad. Parafraseando al papa Francisco, las luces de las tiendas y de los centros comerciales han acabado por ocultar la auténtica Luz de la Navidad. Es por ello por lo que urge, a los creyentes, redescubrir el auténtico sentido de estos días, y hacerlo por el medio privilegiado que suponen las celebraciones litúrgicas, tan ricas y expresivas, que la Iglesia nos ofrece.

El Nacimiento (Federico Barocci) 
Si la Navidad es algo, es precisamente celebrar que el Hijo de Dios, asumiento verdadera y realmente nuestra humanidad, ha venido al mundo para manifestarnos el amor de Dios, para hacer presente la salvación que se había anunciado a Israel y para, mediante un admirable intercambio, hacernos hijos de Dios. Él se abaja, para que nosotros seamos enaltecidos; Él se hace humano, para que nosotros seamos divinizados; Él se hace mortal, para que nosotros alcancemos la inmortalidad. Jesús, el Cristo, el Mesías prometido, el hijo de David, se hace compañero de camino de la Humanidad, y de cada ser humano, en el camino de la Historia. Nadie queda excluido de esta salvación universal, salvo que se quiera excluir. El Hijo de Dios viene a abrazar a cada persona, en su realidad concreta, con sus luces y sus sombras, para sanar las heridas del mal y del pecado, para restañar nuestros corazones rotos y fragmentados, para restablecer nuestra dignidad, elevándonos de simples criaturas a hijos de nuestro Creador.
Navidad es la llegada a raudales del amor de Dios al mundo. Por eso su celebración es causa de alegría, de gozo, de auténtica esperanza. Por ello, frente a unas fiestas de alegrías falsas e impostadas, de consumismo desenfrenado y de vacío oculto por guirnaldas y ruidos, hemos de reivindicar, pero ante todo, hemos de vivir, la auténtica Navidad que supone que el Hijo de Dios venga a nuestros corazones y nazca en lo más profundo de nuestro ser, irradiando su salvación. Y así, sí que será una auténtica celebración de luz, para nosotros, y para los que nos rodean.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Domingo de Gaudete

El tercer domingo de Adviento es denominado de Gaudete por las palabras de la antífona de entrada de la misa del día, tomadas de la carta de San Pablo a los Filipenses, "estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca" (Flp 4, 4.5). Y, en efecto, ésta ha de ser la tónica del día: la alegría, una alegría desbordante, que se cimenta en la próxima celebración de la Navidad. De algún modo, anticipamos la alegría de las fiestas navideñas, renovando nuestro anhelo ante la proximidad de la llegada del Señor, mientras seguimos, instados por la Palabra de Dios, en proceso de conversión.
Los signos litúrgicos nos hablan de esta alegría: el sacerdote se reviste con casulla rosa, el altar puede estar adornado con flores y se permite emplear la música de órgano sin que tenga que sostener el canto.



En este domingo, 11 de diciembre, las lecturas, que corresponden al ciclo A, nos presentan, en primer lugar, un hermoso texto del profeta Isaías (Is 35, 1-6a.10) en el que se proclama la alegría ante la restauración de Israel, en un contexto que presupone el exilio, y que nos evoca un segundo éxodo. Dios actúa en favor de su pueblo salvándole, rescatándole, dando un mensaje de consolación que anuncia a los que más han sufrido, ejemplarizados en los ciegos, sordos, cojos y mudos, serán los primeros que recibirán las bendiciones, y todo desbordará gozo y alegría.
El anuncio del profeta de la venida de Dios en persona, venida que imploramos en el salmo, se ha realizado en Cristo. En Él, tal y como se nos narra en el evangelio de Mateo que hoy escuchamos (Mt 11, 2-11) se ha cumplido, mediante sus signos y milagros, de un modo pleno, lo proclamado por el profeta. Estos signos no son sólo para Juan una verificación de que Jesús es el Mesías, sino que, para todo creyente, se convierte en un motivo de seguridad y de esperanza. Aunque el mal siga presente en el mundo, Cristo ya ha vencido al mal, y el cristiano ha de proseguir realizando estas señales de la presencia salvadora de Jesús mediante el compromiso en la construcción de un mundo más justo y solidario, prestando especial atención a los marginados, a los que sufren, a los pobres de todo tipo de condición. Los milagros de Jesús no son un fin en sí mismos, sino el aval de que se anuncia la Buena Nueva. La Iglesia prolonga esa acción de Cristo a través del servicio y entrega a los más pobres, consciente de que ellos son su principal riqueza, y que esta atención es el aval de que sigue anunciando, gozosa, con palabras y obras, la salvación que ha venido a traer el Mesías.
Pero hasta que esta salvación no se realice de un modo pleno con la vuelta gloriosa del Señor al final de los tiempos es preciso cultivar la virtud de la paciencia, al modo como el labrador espera la llegada de los frutos de la tierra, entre la bendición de Dios, expresada en la lluvia, y su propio esfuerzo personal. Y esta actitud, a la que nos insta el apóstol Santiago en la segunda lectura (Sant 5, 7-10), ha de ser vivida también de modo individual en nuestra preparación a la Navidad.
Por tanto, dos son las grandes actitudes a las que se nos invitan en este domingo: alegría y paciencia. Dos actitudes que, por otro lado, escasean en nuestra sociedad, ahíta de inmediatez y, en tantas ocasiones, sumida en la tristeza, por más que ésta se envuelva en los oropeles de una aparente alegría. Es Cristo, que obra poco a poco, por medio de la fuerza del Espíritu, en nuestros corazones, el que es capaz de darnos la verdadera alegría, aquella que nada ni nadie nos podrá arrebatar. María, que esperó pacientemente el nacimiento de su Hijo, preparándose con esperanza a este acontecimiento, es también la Mujer llena de Alegría, porque está plena de la Gracia de Dios, Gracia que es gozo perfecto y desbordante.