sábado, 24 de febrero de 2018

Domingo II de Cuaresma

La Cuaresma es tiempo de escucha de la Palabra de Dios. La Transfiguración, que se nos presenta este segundo domingo de Cuaresma, es un anticipo y anuncio de la gloria del Resucitado; de este modo se nos recuerda que el hombre que camina hacia una muerte ignominiosa en Jerusalén es el Hijo amado de Dios, al que el Padre nos manda escuchar.
El episodio de la Transfiguración supone unir a la revelación de la identidad de Jesús como Mesías sufriente la de su dignidad divina, que se transfigura, traspasando los velos de su humanidad, ante los tres discípulos, que permanecen estupefactos por el resplandor de sus vestidos y la presencia de Moisés y de Elías, es decir, la Ley y los Profetas. Jesús es el centro y el culmen de toda la revelación del Antiguo Testamento, en Él encuentra su pleno y perfecto cumplimiento, y de un modo que sobrepasa todo lo esperado: no se trata de un profeta más, sino del propio Hijo de Dios, que humanizándose, nos diviniza.
Transfiguración (Ludovico Carracci)
La primera lectura, del libro del Génesis (22,1-2.9a.10-13.15-18), nos muestra a Abraham, probado por Dios en su fe hasta el extremo. El sacrificio de Isaac se convierte en anticipo del sacrificio de Cristo en la Cruz, en el que el Padre no se reservará a su propio Hijo, sino que lo entregará como sacrificio de expiación por los pecados del mundo, como cordero inmolado para nuestra salvación.
El salmo 115 es una acción de gracias por la ayuda recibida; el salmista ofrece un sacrificio de alabanza invocando el nombre de Dios, su salvador. El Padre, por la entrega de Cristo, ha roto definitivamente las cadenas del pecado que nos tenían aherrojados y esclavizados.
San Pablo, en su carta a los Romanos (8,31b-34) nos presenta un himno al amor de Dios, que se manifiesta en el don de su Hijo, entregado por nosotros.
El evangelio de San Marcos (9, 2-10) nos muestra la revelación de la divinidad del Hijo en la Transfiguración. En el inicio de la Cuaresma, contemplar la gloria del Hijo nos recuerda que nuestro camino no concluirá con la Cruz, sino que culminará en el resplandor de la victoria de Cristo en la Resurrección. La propia Cruz quedará entonces transfigurada también, y de lugar de muerte y de tormento pasará a ser el árbol de la vida, la Cruz Gloriosa que nos abre las puertas del cielo, la lanza que derrota el poder del demonio, la llave que abre de par en par las puertas del abismo para que los muertos penetren en las moradas celestes.
También nosotros, unidos a Cristo por el bautismo, estamos llamados a ser transformados por la fuerza de la Gracia del Señor resucitado. La conversión cuaresmal es un dejarnos transfigurar por Cristo a su imagen. Para ello hemos de escuchar su Palabra salvadora, y, como hizo María, convertirla en vida nuestra.

domingo, 18 de febrero de 2018

Domingo I de Cuaresma

La liturgia del primer domingo de Cuaresma nos recuerda que el cristiano es aquel que lucha contra el pecado y sus secuelas, y que unido a Cristo, obtiene la victoria. A pesar del mal existente en el mundo, la victoria final brota de la Cruz en la que el Señor vence definitivamente al demonio y sus obras. Dicho triunfo está anunciado en el relato de las tentaciones de Jesús, que se nos ofrece todos los años este domingo primero de Cuaresma.
La primera lectura, del libro del Génesis (9, 8-15), nos muestra cómo, tras el diluvio (un relato que la primera comunidad cristiana leyó en clave bautismal, como aparece en la segunda lectura) Dios hace alianza con Noé y su familia; el arco iris, visible tras la tormenta, se convierte en el relato bíblico en signo de dicha alianza. La santidad de Dios es incompatible con el mal, pero no elimina al ser humano, imagen suya, al que considera aliado para siempre, hasta unirlo consigo en Cristo, hecho hombre, muerto y resucitado para conducirnos de nuevo a El. Dios se empeña en salvar a la humanidad, y ésta, para cumplir su parte del pacto, ha de permanecer fiel a la voluntad divina.
El salmo 24 nos invita a pedir al Señor el perdón y la salvación, porque sus caminos son de misericordia y fidelidad, de ternura entrañable.
El apóstol Pedro, en su primera carta, que proclamamos como segunda lectura (3, 18-22) nos recuerda que el bautismo, simbolizado por el agua del diluvio, causa de salvación para Noé, cancela nuestros pecados y nos introduce en una nueva y definitiva alianza con Dios, sellada con la sangre de Cristo.
El evangelio de Marcos (1,12-15) nos presenta a Jesús, que después del bautismo en el Jordán, es conducido al desierto por la fuerza del Espíritu, y allí experimenta la tentación, a la que vence, como vemos en los otros evangelios sinópticos, con la fuerza de la Palabra de Dios, sostenido por la oración

La tentación de Cristo (Duccio di Buoninsegna)
El tiempo de Cuaresma es un volver nuestra vida a Dios, un convertir nuestro corazón al Evangelio de Cristo, un regresar a la fuente de la vida cristiana, nacida en el Bautismo. Si queremos transformar nuestra existencia a imagen del plan de Dios, no podemos hacerlo fiados de nuestras propias fuerzas, sino que hemos, como Cristo, de retirarnos al desierto, es decir, entrar en este sacramento cuaresmal, y en el encuentro personal con Dios y con nosotros mismos, fortalecidos por la Palabra de Dios, luchar contra el mal que hay en nuestro corazón y contra las tentaciones del demonio. En medio de la vorágine de nuestro mundo materialista, superficial y veloz, es preciso encontrar la paz y la calma interior, buscar momentos de soledad para escuchar nuestra voz interior y sobre todo, la voz de Dios. La oración abundante, el ayuno (hay tantas cosas de las que podemos ayunar) y la limosna (el ayuno que se transforma en ayuda económica a los más necesitados, en tiempo para escuchar a los otros, en disposición para sanar las heridas de los que nos rodean) será el trípode en el que podremos asentar firmemente la renovación de la mente (metanoia) que ha de ser el fruto cuaresmal, para en la noche santa, al celebrar el triunfo de Cristo en su Resurrección, iluminados por Él, resplandezcamos con nuestras vestiduras blancas y nuestras lámparas encendidas que reciben al Esposo.

De los comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos

Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para él, y de él para ti la vida; de ti para él los ultrajes, y de él para ti los honores; en definitiva, de ti para él la tentación, y de él para ti la victoria. Si hemos sido tentados en él, también en él vencemos al diablo.¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también vencedor en él. Podía haber evitado al diablo; pero, si no hubiese sido tentado, no te habría aleccionado para la victoria cuando tú fueras tentado.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Miércoles de Ceniza

Con la celebración del Miércoles de Ceniza comenzamos el tiempo de Cuaresma, cuarenta días que nos conducen a la celebración de la Pascua de Jesús, cuarenta días en los que, siguiendo las huellas de Cristo, subimos con Él a Jerusalén. 

Nazareno (Chiesa di Nostra Signora del Sacro Cuore-Roma)
El número cuarenta, de origen bíblico, nos recuerda los cuarenta días que las aguas cubrieron la tierra tras el diluvio, los cuarenta años del pueblo de Israel peregrino por el desierto, los cuarenta días de camino del profeta Elías, y, sobre todo, los cuarenta días de oración y ayuno de Jesús en el desierto al comienzo de su vida pública. La Cuaresma se nos ofrece como un tiempo favorable para redescubrir el valor de la práctica del ayuno, de la limosna y de la oración; práctica que no es un fin en sí misma, sino un medio para renovar nuestra vida cristiana y volver a la raíz de la misma, el momento en el que fuimos hechos hijos de Dios por el Bautismo. Si el origen histórico de la Cuaresma está en la conjunción de la práctica penitencial de la Iglesia primitiva y del catecumenado que preparaba para la recepción de los sacramentos de la Iniciación cristiana la noche de Pascua, en nuestro hoy ha de significar un camino de renovación personal y comunitaria que culmine en la celebración de la Resurrección de Cristo en la Vigilia Pascual, fuente y culmen de todo el año litúrgico, y nuestra renovación en Él, dejando la levadura vieja del pecado.
El carácter penitencial de la Cuaresma se hace visible ya en su comienzo, marcado por el significativo rito de la imposición de la ceniza. Las lecturas de hoy nos ofrecen diversas perspectivas para esta vivencia. La primera, del libro de Joel (2,12-18) nos invita a una conversión de  corazón, que no se quede en lo externo. Esto es siempre un riesgo, el limitarnos a ciertas prácticas de penitencia, a guardar determinadas costumbres o mantener ciertos signos que, si bien son ayuda y apoyo, no tienen ningún valor en sí mismos si nos falta el deseo de transformar nuestro interior. Sin olvidar que la conversión tiene, además de la personal, una inseparable dimensión comunitaria.
En el salmo 50, salmo de penitencia, que hoy proclamamos como responsorial, y que aparecerá numerosas veces a lo largo de este tiempo, el salmista nos invita a reconocer nuestros pecados y a pedir a Dios una auténtica renovación interior. Esta será fuente de verdadera alegría.
En la segunda lectura, de la segunda carta de San Pablo a los Corintios (5,20-6.2), el apóstol nos invita a reconciliarnos con Dios, es decir, a no tener miedo del amor de Dios, a dejarnos tocar por él.
Por último, en el Evangelio de Mateo (6,1-6.16-18) Jesús nos propone las tres clásicas obras penitenciales: la limosna, la oración y el ayuno, pero que han de ser practicadas de cara a Dios, no buscando el aplauso ni la alabanza de los demás, alejándonos de la exterioridad; de este modo nos revela el sentido profundo de las mismas: una limosna escondida, un ayuno alegre y una plegaria humilde.
En el camino que comenzamos hoy no puede faltar, aunque su presencia en la liturgia sea discreta, la figura de María. Ella también sube a Jerusalén a acompañar a su hijo, a llevar a cumplimiento la profecía del anciano Simeón, experimentando el traspaso de su alma por la espada del dolor. Pero María, Virgen Dolorosa, por su fidelidad, por su estar junto al Hijo en la Cruz será, en la mañana gozosa de Pascua, meta de nuestro peregrinar cuaresmal, la Virgen de la Alegría.

Mater Dolorosa  (Chiesa di Nostra Signora del Sacro Cuore-Roma)

domingo, 11 de febrero de 2018

Domingo VI del Tiempo Ordinario

La liturgia de este domingo nos muestra a Jesús curando a un leproso, liberándolo, de este modo, del aislamiento social absoluto en el que se encontraba, y enviándole al sacerdote para que pudiera reintegrarse en la vida de la comunidad. En el antiguo Israel, tal como se nos presenta en la primera lectura del libro del Levítico (13,1-2.45-46) existían unas prescripciones referentes a los enfermos de lepra, que conllevaba alejarse del pueblo, aislarse totalmente, convertirse, en definitiva en un marginado. Jesús, en el evangelio de Marcos (1, 40-45) que hoy proclamamos, no se limita a curarlo, sino que lo toca, siendo consciente de lo que eso suponía en su ambiente. La voluntad de Cristo es salvadora, y sus signos son la muestra palpable de que el Reino de Dios, con su victoria sobre el Mal y todas sus secuelas, ha llegado. El leproso, que era casi como un cadáver ambulante, es reintegrado al pueblo de Dios; Jesús, desde la acogida misericordiosa, supera las normas existentes respecto a los marginados, lo toca, lo cura y lo reintegra en la vida civil. 
Pablo, en su primera carta a los Corintios (10,31-11,1) nos ofrece un ejemplo de vida cristiana, de buscar en todo y ante todo la gloria de Dios. Esa gloria que, como decía Ireneo de Lyon, es que el hombre viva, es decir, que experimente la salvación de Dios. La vida cristiana es un tratar de parecernos más a Jesús, a reducir la distancia entre lo que somos y lo que, tomándole a El de ejemplo deberíamos ser.

Jesús cura a un leproso (mosaico del Duomo de Monreale)

Como Cristo, también la Iglesia, los cristianos, estamos llamados a ir más allá de barreras y convenciones sociales, a acercarnos a todo aquel que experimenta el sufrimiento en el alma o en el cuerpo, o, tantas veces, en ambas. Tocar, es decir, hacerse próximo, cercano, hermano, sin juzgar ni condenar; aceptando, como Jesús aceptó, a cada uno en su realidad individual, en su historia concreta.  El texto del Levítico, que nos puede resultar lejano y antiguo, es, en el fondo de tremenda actualidad, pues nos muestra algo tan cercano a nosotros como la marginación social. Hemos de tocar las llagas de tantos leprosos como hay a nuestro alrededor, llámense como se llamen, y reintegrarlos, recuperar a tantos que ya no se sienten personas, ni queridos ni apreciados. ¡Hay tanto sufrimiento en el mundo y tantas heridas que sanar! San Francisco, imitando a Jesús, se acercó al leproso y su vida se transformó; cada uno de nosotros, que también hemos sido sanados de nuestras propias lepras por Cristo, podremos experimentar ese cambio, que se deriva de salir de nosotros mismos y abrirnos a los demás. Hemos de procurar, como quería Pablo en la comunidad de Corinto, eliminar todo aquello que genera exclusión y marginación, todo lo que conduce a la división entre las personas. Un mundo como el nuestro, dividido, con sectores marginados, excluidos, rechazados, sea por el motivo que sea, necesita el bálsamo sanador que, como discípulos de Jesús, debemos extender para curar tantas y tantas llagas.

domingo, 4 de febrero de 2018

Domingo V del Tiempo Ordinario

Este domingo, el sufrimiento hace de hilo conductor en la Liturgia de la Palabra: Job, en su dolor, se dirige al Señor; Jesús actúa como médico de las almas y de los cuerpos; el apóstol Pablo expresa su compasión con las fragilidades de los más débiles.
En la primera lectura del libro de Job (7,1-4.6-7) éste, el hombre probado por el dolor, manifiesta su desazón y vuelve su mirada hacia su Señor. El sufrimiento de Job es la mejor expresión de todos lo dolores, muchas veces incomprensibles, a primera vista irracionales o absurdos, e incluso escandalosos, de la humanidad. Pero en medio de la oscuridad, la confianza en Dios es el asidero que termina por iluminar y dar sentido, sobre todo desde el sufrimiento del verdadero Inocente, Cristo, en la Cruz, a ese abismo en el que nos vemos sumergidos.
San Pablo, en su primera carta a los Corintios (9,16-19.22-23), se siente solidario con todos, con la fuerza del anuncio del Evangelio, al cual ha entregado toda su vida, sin esperar ninguna recompensa, salvo la que se deriva del propio hecho de evangelizar.
En el evangelio de Marcos (1,29-39), Jesús libera a los enfermos que encuentra, mientras anuncia en las sinagogas de Galilea la llegada del Reino, aunque sabe reservarse tiempo para la oración, donde se encuentra con su Padre.

La curación de la suegra de Pedro (John Bridges, 1839)
Hoy el evangelio nos presenta un episodio que manifiesta la gran humanidad de Jesús: la suegra de Simón Pedro yace enferma en el lecho y el Señor, con un gesto afectuoso, la coge de la mano, la levanta y cura su fiebre. Lo que a primera vista podría parecer como un prodigio, expresión del poder del Señor, sin embargo nos permite comprender la auténtica finalidad de los signos y milagros de Cristo: suscitar la fe e invitar al seguimiento. La suegra de Pedro, curada, se pone al servicio de Jesús. El Señor viene a nuestra vida para sanar nuestros corazones afligidos, y curando las heridas más profundas de nuestro ser, nos invita a seguirle, a anunciarle, con nuestra palabra y actuación evangelizadora como Pablo, o con el testimonio silencioso de nuestro sufrimiento, de cuerpo o de alma, o quizá de ambos, como Job. Para ello es también necesario saber retirarse y buscar el encuentro personal, silencioso, con el Padre, donde hallaremos, como Jesús, como Pablo y como Job, la fuerza y la gracia necesaria.
(Reflexión personal sobre el comentario dominical de Tiberio Cantaboni)