domingo, 26 de abril de 2020

Domingo III de Pascua

La vida es camino. Un camino marcado en muchas ocasiones por la frustración, el desánimo, el desengaño. En no pocas, por el dolor. Vagamos sin rumbo, desconcertados por el derrumbe de nuestras certezas y seguridades. Parece que ya nada tiene sentido. La oscuridad, como día que declina, se va cerniendo sobre nosotros, ahogando el corazón. Y, sin embargo, ese camino es el que escoge Jesús para hacerse presente en nuestra existencia. Sin que nos demos cuenta, sin que, a primera vista, seamos capaces de reconocerlo. Poco a poco se nos va desvelando, a través de palabras, de compartir ese recorrido que vamos haciendo. Y en un momento determinado, nos da la oportunidad de que le dejemos entrar en nuestro corazón. No nos fuerza, no se nos impone. Deja que sea nuestra libertad la que le invite a entrar: "quédate conmigo". Y entonces, se nos revela plenamente; nuestro corazón, helado, descubre el fuego que le ha ido, despacio, calentando. Sacia, por fin nuestros anhelos, colma nuestras aspiraciones, apaga nuestra sed y se nos ofrece como alimento de vida.
Esta fue la experiencia de los discípulos de Emaús que nos relata Lucas en el evangelio de este domingo (Lc 24, 13-35). Jesús se hace el encontradizo a unos discípulos frustrados, hundidos en sus expectativas. No le reconocen, pero permiten que les acompañe. Poco a poco, el desconocido les va revelando el auténtico sentido de la vida de Jesús, que se hallaba ya anunciado en la Escritura. Esa palabra va calando, sin que aún lo sepan, en su corazón. Pero algo ha cambiado. Se sienten bien y no quieren que el desconocido les deje. Jesús entra, para quedarse con ellos. Y entonces, sentados a la mesa, al partir el pan, lo reconocen. Todo cambia. Vuelven a Jerusalén y se reencuentran con los hermanos, que también han experimentado el encuentro con el Resucitado. 
Emaús es no sólo el relato de una experiencia que se transforma en modelo de tantas experiencias de encuentro con Cristo. Es también el recuerdo de cómo cada Eucaristía, la fracción del pan como la llamaban los primeros cristianos, es encuentro verdadero con Jesús, precedido por la escucha de su palabra, recibida en lo más hondo del corazón. Aquí, en este texto, están anunciadas las dos mesas que constituyen la Eucaristía, la de la Palabra y la de la Eucaristía.

La cena de Emaús
Este encuentro con el Señor no es algo que deba quedar reducido a experiencia íntima, sino que exige su anuncio. Es lo que nos recuerda la primera lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 14.22-33). Pedro, tras la experiencia pascual de encuentro con el resucitado, anuncia el Kerigma: Cristo, muerto por nuestros pecados, resucitado para nuestra salvación, que invita a la humanidad a acogerle y dejarse transformar por Él, a seguir el sendero de la vida (salmo 15) La segunda lectura, de la Primera Carta de Pedro (1, 17-21) nos recuerda el valor del sacrificio de Cristo, el cordero pascual que con su sangre ofrecida nos ha rescatado y liberado de la esclavitud del pecado, como a nuestros padres israelitas los liberó de la muerte y de la opresión del faraón.


En medio de las incertidumbres y oscuridades que estamos viviendo en esta pandemia, Cristo se hace presente para confortar nuestros corazones y llenarlos de esperanza. Sólo tenemos que pedirle que se detenga con nosotros y se quede en nuestra vida.

La corbata


Os comparto el artículo que publiqué el pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Hay prendas que son imprescindibles en la vida cotidiana. Y otras que, sin serlo, han venido a convertirse en un complemento necesario para el trabajo, la actividad política o académica, las reuniones sociales más solemnes. Es el caso de la corbata. Una prenda que, como tantas cosas relacionadas con la moda, nos vino de Francia, donde durante la Revolución se convirtió en símbolo de adscripción política. Más allá de su uso en el trabajo, ceremonias o incluso en la diversión, es un elemento que denota mucho de quién la lleva. La forma del nudo, la combinación con la ropa, la formalidad o informalidad del estilo, la gama de colores,  nos hablan de cómo es la persona. Los colores sobre todo. Son un código a veces subjetivo, pero en ocasiones sirven para expresar, de modo convencional, un estado de ánimo o una situación.
Es el caso del color negro. Es signo de duelo, de luto, de muerte. Expresa el drama por la pérdida de un ser querido, o la solidaridad y cercanía con quien está experimentando ese dolor. Por eso, estos días, estamos muy pendientes de algunas corbatas. Porque el evitar el negro se ha convertido en la negación expresa de lo que ese color significa. De este modo se construye el relato de que esa muerte no existe, o que se puede minimizar, o que, sí, es duro, pero es mejor enviar mensajes positivos. El problema llega cuando la cantidad de muertes es dolorosamente insoportable, si es que acaso hay una cantidad tolerable. Entonces ningún relato puede cubrir la tragedia que como sociedad estamos viviendo, el paso devorador de las parcas que cortan el hilo vital de tanta gente que, después de una vida de esfuerzos, sacrificios, entrega, no merecía un final en soledad. El grito silencioso de nuestros ancianos, la muerte heroica de las personas que se contagiaron por ayudar a los demás, la ida prematura de jóvenes que aún tenían mucho camino por delante, no se merece la tergiversación de expertos en marketing, escritores de historias paralelas que buscan alienarnos como ciudadanos maduros y libres, mercenarios de la pluma que fingen hermosas arquitecturas que buscan ocultar el horror de una realidad que no nos esperábamos instalados en las seguridades de nuestras certezas bien pergeñadas.
Son días de dolor, de ruptura interior para muchas personas que no han podido tener el consuelo de acariciar por última vez la mano o besar la frente de sus seres queridos. Como sociedad tenemos derecho a animarnos para afrontar el amenazador futuro, pero eso no puede significar la ocultación, el olvido de tantas personas, historias concretas truncadas, de las que ni siquiera podemos saber hoy el número exacto. Merecen, al menos, un signo visible, una expresión de nuestro recuerdo y cariño.
Por cierto, Napoleón siempre usó corbata negra con borde blanco. El día que la cambió, sufrió la derrota de Waterloo. Quizá el gurú lo sepa.

domingo, 19 de abril de 2020

El verdear de los almeces

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo


En estos días de encierro colectivo paso muchos momentos mirando por la ventana. A veces, sin pensar en nada, o tratando de ahuyentar tantos fantasmas como acechan mi mente. La tristeza, el desánimo, llegan como olas negras ante tanto dolor como estamos viviendo. Es, probablemente, el mayor drama que ha sufrido España desde el final de la guerra civil. Como entonces, el luto por los difuntos, de los que ni siquiera sabemos su número exacto, entra en las familias, rompiendo historias concretas, que no son las frías cifras de la rueda de prensa oficial diaria, sino personas de carne y hueso, sueños rotos por un enemigo invisible e implacable. Y la incertidumbre por el futuro de los vivos, por ese puesto de trabajo que se ha esfumado, por ese proyecto que ya no se podrá realizar. Un duro porvenir para el que tal vez no nos encontremos preparados, sumidos como estábamos en las seguridades de nuestra plácida existencia.
Pero en ese mirar, a veces perdido, a través de la ventana, he ido asistiendo, día a día, casi imperceptiblemente, a un pequeño milagro. En medio de la oscuridad de la pandemia, una señal de vida se yergue como antorcha de esperanza con su verdor. Son los almeces, el celtis australis que diría mi amigo Eduardo Sánchez Butragueño, quien me los descubrió, como quizá a tantos de ustedes, como un árbol típicamente toledano. Los almárcigos, como se les llama en Toledo y con cuyo fruto los niños toledanos de antaño libraban batallas de almárcigas. Enfrente de mi ventana hay varios. Cuando comenzó el encierro estaban desnudos, tristes, invernales. Pero poco a poco, primero de un modo tímido, han ido echando pequeños brotes, que despacio, cautelosamente, se han desplegado, desarrollando un tenue vestido verde que, día tras día, los ha ido recubriendo, no sin sufrir el desgarro de alguna rama por parte de las numerosas aves que, tranquilas por la ausencia humana, construyen laboriosa y despreocupadamente sus nidos, inundando el aire de trinos, sólo amortiguados por el romper del Tajo en las presas cercanas al puente de San Martín. Es la vida, que fluye potente a pesar de los diversos avatares, últimamente tristes y dolorosos. Es la primavera, que se abre paso, invitándonos a mirar, más allá de las brumas que nos envuelven, al futuro, un porvenir que sin duda será duro, pero no más que el que otras generaciones anteriores a las nuestras tuvieron que afrontar, construyendo, en esa cadena llena de eslabones, nuestro presente.

Hojas y frutos de almez (celtis australis)
Los almeces con su flexibilidad y resistencia, que impiden que los vientos los tronchen, devienen metáfora de cómo hemos de encarar la catástrofe que nos ha sobrevenido. Son alegoría de la resiliencia que nos permitirá salir adelante hasta que el huracán pase, cuando, tras hacer piadosa memoria de los fallecidos, sin olvidar el pasado como los lotófagos que se comían el fruto del almez, afrontemos la reconstrucción.

miércoles, 8 de abril de 2020

Esta extraña Semana Santa

Comparto mi artículo de hoy en La Tribuna de Toledo


Hasta estos días no he sentido fuertemente la ruptura que en nuestra vida cotidiana está suponiendo el encierro. Desde el primer momento me creé una rutina, con el tiempo ordenado, las mañanas dedicadas a atender a los alumnos, las tardes empleadas en leer, escribir, orar, y pronto me habitué, con los altibajos emocionales propios de esta situación, al nuevo ritmo de vida “monacal”. Pero a partir del Viernes de Dolores, la sensación ha cambiado. Estos días tan especiales de Semana Santa, los más importantes para los cristianos, pero que también conllevan para toda la población, especialmente en una ciudad histórica como Toledo, unos momentos intensos desde el punto de vista cultural, artístico, folclórico, además el espiritual, generan, con el encierro, una sensación de profundo vacío.
La Semana Santa, junto a la celebración de la muerte y resurrección de Cristo, imprime, año tras año, en la existencia de las personas unos ritmos particulares, unas costumbres que se han convertido en parte de la vida. El viernes por la noche recordaba, como seguro muchos de ustedes, la subida al casco histórico para apostarme en la plaza de San Vicente o en la de Amador de los Ríos y ver pasar en silencio, precedida de su cortejo de mujeres, la imagen de la Virgen de la Soledad. O el volver, en la mañana del Domingo de Ramos, con las ramas de olivos en las manos para colocarlas en las ventanas. O la salida de la borriquilla de Santa Justa. O el canto del motete por parte de los seminaristas en la plaza de San Andrés, al comienzo del Vía Crucis con el Cristo de la Esperanza. Y así, cada día. Todos tenemos nuestra pequeña tradición, que este año vamos a echar de menos, aunque tal vez, gracias al esfuerzo de los medios de comunicación, de hermandades y cofradías, de particulares, podamos paliarlo contemplando imágenes de años pasados. Un pequeño consuelo que nos ayuda en medio de esta dura situación.

Toledo, Cristo de los Ángeles, que procesiona el Martes Santo
Pero más allá de todos estos aspectos sentimentales y culturales, está la realidad profunda de la Semana Santa, la celebración de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Jesús. Para el creyente esto es lo verdaderamente importante. Lo otro es un ropaje hermoso, pero no esencial. Por ello esta Semana Santa tan extraña, tan especial, no deja de ser el momento central de todo el año. En medio de la oscuridad, del dolor y sufrimiento que está produciendo la COVID-19, estos días nos recuerdan que la muerte no tiene la última palabra, que es más fuerte la Vida, que las tinieblas del Viernes Santo, tras la larga espera, silencio y soledad del Sábado Santo, son disipadas por la luz resplandeciente de la mañana de Pascua.
Este es mi deseo en esta Semana Santa tan peculiar, que la luz del Domingo de Resurrección nos ilumine en este Vía Crucis colectivo. Por ello ¡Feliz Pascua de Resurrección!

miércoles, 1 de abril de 2020

Soledad sonora

Comparto mi artículo de hoy en La Tribuna de Toledo


En estos días de cuarentena me asomo con frecuencia a la ventana. Por la habitualmente saturada carretera apenas pasa algún coche de vez en cuando. El estrépito de los motores, el bullicio de la gente que va y viene, que entra al bar a tomarse un café y que comenta cualquier asunto de mayor o menor interés, han dado paso a un silencio clamoroso. A veces, a lo lejos, se oye el tañer de las campanas de algún convento, al que la reclusión forzosa del resto de la ciudadanía no ha venido a alterar su ritmo secular. Se puede escuchar el rumor del padre Tajo, que corre manso, apacible, acaso más limpio que de costumbre, y el trinar de los pájaros que sienten cómo va llegando la primavera. El ruido ha dado paso a un silencio quizá para muchos ensordecedor.
Son días extraños. Estábamos acostumbrados a lo inmediato, al “aquí y ahora”, y de repente, nos encontramos con el lento fluir de los días, sin una meta temporal clara, atemorizados por la angustia del acecho imprevisible de ese virus que se nos esconde, un enemigo oculto del que no sabemos cuándo puede asestarnos el zarpazo fatal.
Y sin embargo, son días que nos ofrecen una oportunidad única para dedicarnos a algo que no solemos hacer, el adentrarnos en nuestro interior, el pensar en nosotros mismos, no en el sentido de búsqueda egoísta de nuestro interés, sino en el de plantearnos nuestra realidad, nuestra vida. Es tiempo para, sobre todo si tenemos que estar aislados totalmente, vivir una “soledad sonora”, como la denominaba San Juan de la Cruz. La soledad puede ser asfixiante, angustiosa, cuando es vivida por necesidad, como una imposición, pero desde nuestra capacidad como seres racionales, espirituales en el sentido más amplio, podemos transformarla en algo fecundo, en una posibilidad de crecimiento y maduración personal, con espacios para leer, pensar, reflexionar, meditar, orar. Son momentos para cultivar nuestro yo más profundo, esa “atención a lo interior” a la que también se refería el santo carmelita, y a la que también otro santo, teólogo y filósofo, Agustín de Hipona, aludía al invitarnos a no dispersarnos con lo que ocurre a nuestro alrededor, metiéndonos dentro de nosotros mismos, buscando la verdad que anida en lo más hondo del corazón humano, en el interior del hombre, en el hombre interior. Ese buceo en nuestras profundidades tal vez pueda confrontarnos con nuestro verdadero yo, ese que se ve arrastrado, en tiempos “normales”, por la vorágine de nuestras agitadas existencias.
Es probable que no tengamos que volver a enfrentarnos a una situación como la que estamos viviendo. Superaremos el coronavirus, y con el tiempo restañaremos las heridas que va a dejar en tantas personas y en la sociedad. Pero mientras pasa la tormenta, aprovechemos, en este “carpe diem” que nos viene impuesto, para crecer como personas, para humanizarnos, para reubicar los valores que guían nuestra vida.