miércoles, 28 de diciembre de 2016

Navidad

Una de las tradiciones más arraigadas en nuestra cultura occidental es la celebración de la Navidad. Todos, o al menos la inmensa mayoría de las personas, se desean y felicitan una feliz Navidad. Pero, ¿saben realmente qué estamos celebrando? Porque si hay una fiesta cristiana que se ha secularizado profundamente, esa es la Navidad. Parafraseando al papa Francisco, las luces de las tiendas y de los centros comerciales han acabado por ocultar la auténtica Luz de la Navidad. Es por ello por lo que urge, a los creyentes, redescubrir el auténtico sentido de estos días, y hacerlo por el medio privilegiado que suponen las celebraciones litúrgicas, tan ricas y expresivas, que la Iglesia nos ofrece.

El Nacimiento (Federico Barocci) 
Si la Navidad es algo, es precisamente celebrar que el Hijo de Dios, asumiento verdadera y realmente nuestra humanidad, ha venido al mundo para manifestarnos el amor de Dios, para hacer presente la salvación que se había anunciado a Israel y para, mediante un admirable intercambio, hacernos hijos de Dios. Él se abaja, para que nosotros seamos enaltecidos; Él se hace humano, para que nosotros seamos divinizados; Él se hace mortal, para que nosotros alcancemos la inmortalidad. Jesús, el Cristo, el Mesías prometido, el hijo de David, se hace compañero de camino de la Humanidad, y de cada ser humano, en el camino de la Historia. Nadie queda excluido de esta salvación universal, salvo que se quiera excluir. El Hijo de Dios viene a abrazar a cada persona, en su realidad concreta, con sus luces y sus sombras, para sanar las heridas del mal y del pecado, para restañar nuestros corazones rotos y fragmentados, para restablecer nuestra dignidad, elevándonos de simples criaturas a hijos de nuestro Creador.
Navidad es la llegada a raudales del amor de Dios al mundo. Por eso su celebración es causa de alegría, de gozo, de auténtica esperanza. Por ello, frente a unas fiestas de alegrías falsas e impostadas, de consumismo desenfrenado y de vacío oculto por guirnaldas y ruidos, hemos de reivindicar, pero ante todo, hemos de vivir, la auténtica Navidad que supone que el Hijo de Dios venga a nuestros corazones y nazca en lo más profundo de nuestro ser, irradiando su salvación. Y así, sí que será una auténtica celebración de luz, para nosotros, y para los que nos rodean.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Domingo de Gaudete

El tercer domingo de Adviento es denominado de Gaudete por las palabras de la antífona de entrada de la misa del día, tomadas de la carta de San Pablo a los Filipenses, "estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca" (Flp 4, 4.5). Y, en efecto, ésta ha de ser la tónica del día: la alegría, una alegría desbordante, que se cimenta en la próxima celebración de la Navidad. De algún modo, anticipamos la alegría de las fiestas navideñas, renovando nuestro anhelo ante la proximidad de la llegada del Señor, mientras seguimos, instados por la Palabra de Dios, en proceso de conversión.
Los signos litúrgicos nos hablan de esta alegría: el sacerdote se reviste con casulla rosa, el altar puede estar adornado con flores y se permite emplear la música de órgano sin que tenga que sostener el canto.



En este domingo, 11 de diciembre, las lecturas, que corresponden al ciclo A, nos presentan, en primer lugar, un hermoso texto del profeta Isaías (Is 35, 1-6a.10) en el que se proclama la alegría ante la restauración de Israel, en un contexto que presupone el exilio, y que nos evoca un segundo éxodo. Dios actúa en favor de su pueblo salvándole, rescatándole, dando un mensaje de consolación que anuncia a los que más han sufrido, ejemplarizados en los ciegos, sordos, cojos y mudos, serán los primeros que recibirán las bendiciones, y todo desbordará gozo y alegría.
El anuncio del profeta de la venida de Dios en persona, venida que imploramos en el salmo, se ha realizado en Cristo. En Él, tal y como se nos narra en el evangelio de Mateo que hoy escuchamos (Mt 11, 2-11) se ha cumplido, mediante sus signos y milagros, de un modo pleno, lo proclamado por el profeta. Estos signos no son sólo para Juan una verificación de que Jesús es el Mesías, sino que, para todo creyente, se convierte en un motivo de seguridad y de esperanza. Aunque el mal siga presente en el mundo, Cristo ya ha vencido al mal, y el cristiano ha de proseguir realizando estas señales de la presencia salvadora de Jesús mediante el compromiso en la construcción de un mundo más justo y solidario, prestando especial atención a los marginados, a los que sufren, a los pobres de todo tipo de condición. Los milagros de Jesús no son un fin en sí mismos, sino el aval de que se anuncia la Buena Nueva. La Iglesia prolonga esa acción de Cristo a través del servicio y entrega a los más pobres, consciente de que ellos son su principal riqueza, y que esta atención es el aval de que sigue anunciando, gozosa, con palabras y obras, la salvación que ha venido a traer el Mesías.
Pero hasta que esta salvación no se realice de un modo pleno con la vuelta gloriosa del Señor al final de los tiempos es preciso cultivar la virtud de la paciencia, al modo como el labrador espera la llegada de los frutos de la tierra, entre la bendición de Dios, expresada en la lluvia, y su propio esfuerzo personal. Y esta actitud, a la que nos insta el apóstol Santiago en la segunda lectura (Sant 5, 7-10), ha de ser vivida también de modo individual en nuestra preparación a la Navidad.
Por tanto, dos son las grandes actitudes a las que se nos invitan en este domingo: alegría y paciencia. Dos actitudes que, por otro lado, escasean en nuestra sociedad, ahíta de inmediatez y, en tantas ocasiones, sumida en la tristeza, por más que ésta se envuelva en los oropeles de una aparente alegría. Es Cristo, que obra poco a poco, por medio de la fuerza del Espíritu, en nuestros corazones, el que es capaz de darnos la verdadera alegría, aquella que nada ni nadie nos podrá arrebatar. María, que esperó pacientemente el nacimiento de su Hijo, preparándose con esperanza a este acontecimiento, es también la Mujer llena de Alegría, porque está plena de la Gracia de Dios, Gracia que es gozo perfecto y desbordante.


sábado, 26 de noviembre de 2016

Adviento

Comenzamos, un año más, el tiempo litúrgico del Adviento, preparación a la Navidad. Iniciamos un recorrido de cuatro semanas, a lo largo de las cuales la Palabra de Dios nos invitará a renovar nuestro corazón, a entrar en camino de conversión, y movidos por la esperanza, a abrir de par en par las puertas de nuestra vida a Cristo que viene a morar en nuestra alma. Cuatro domingos en los que, partiendo de la evocación de la venida final del Señor como culminación de la historia, la Parusía (I Domingo de Adviento), seremos exhortados por Juan el Bautista a la conversión, preparando el camino del Señor (II Domingo) para que llenos de gozo y alegría ante la llegada de los tiempos mesiánicos (III Domingo) acojamos, como recibió María en su seno en la encarnación, al Hijo de Dios (IV Domingo)
La conversión a la que se nos invita en este tiempo es fruto de la esperanza. Es ésta, a imagen de la que cultivó el pueblo de Israel a lo largo de su historia, la virtud principal que hemos de desarrollar durante el Adviento. Esperanza sostenida por la palabra que nos dirigen los profetas, de un modo especial el profeta Isaías, que leeremos con frecuencia, y conversión en respuesta a la urgencia de cambio de vida que nos anunciará el Bautista. Estos dos personajes, junto con María, son los grandes protagonistas de la liturgia de estas semanas. Isaías, el profeta mesiánico por excelencia, que nos avisa, con sus hermosos pasajes, de las promesas divinas.
Isaías (Miguel Ángel)
Juan, con su recia figura, nos llama a abajar la soberbia y orgullo del pecado que nos ata, y a elevar la confianza y la espera en el Señor. El es el enlace entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el que ha sido designado para preparar el camino del Señor, el que nos anima, en el desierto que es tantas veces nuestra existencia, a escuchar la voz que anuncia la salvación, allanando una senda para alcanzar la salvación.
Predicación de Juan Bautista (Alessandro Allori)
María es la gran protagonista del Adviento. Ella, la Hija de Sión, representa el anhelo de Israel ante el cumplimiento de la promesa mesiánica. Ella, que viviendo su peculiar Adviento, se preparó, como nadie, a la llegada del Salvador. Ella, que acogiendo la Palabra en su seno, la hizo vida. María es la Virgen del Adviento, la de la expectación, la que anhela que llegue pronto el Deseado de las naciones. Es María el modelo de cómo hemos de prepararnos durante este tiempo de gracia. María, en Adviento, nos invita a escuchar la Palabra de Dios y a ponerla por obra, nos muestra que el encuentro con el Señor impele siempre al servicio a los hermanos, especialmente a los que sufren, en el cuerpo o en el espíritu. Frente a la desobediencia de Eva, María es la esclava obediente del Señor y por ello se convierte en la auténtica madre de la vida, de los que viven por la gracia de Cristo. Su sí, que al comienzo del Adviento resonará al celebrar su Concepción Inmaculada, es ya el comienzo de la victoria sobre la serpiente que engañó a Eva, es la apertura de las puertas del Paraíso cerradas a nuestros primeros padres.

La Anunciación (Fra Angelico)
Escuchando esperanzados a Isaías, urgidos a la conversión por el Bautista y acogiendo la Palabra de Vida como María, el Adviento se convierte en un camino en el que hemos de escuchar, leer, meditar la Escritura, retirarnos al desierto del encuentro personal con Dios en la oración y tratar de salir al encuentro de Cristo que viene, acompañados por las buenas obras, ante todo y sobre todo, del amor a nuestros hermanos.
De este modo la celebración de la Navidad será, por encima del consumismo asfixiante que rodea esta fiesta, un auténtico encuentro con el Salvador, que quiere nacer en el pesebre de nuestro corazón para, desde allí, irradiar su luz, que disipa la oscuridad de nuestro pecado, y expandir su alegría, que colma todas las expectativas de nuestra esperanza. Navidad, será así, lo que ha de ser, la llegada del Dios con Nosotros que, acampando en medio de nuestro caminar, renueva y transforma la Historia de la Humanidad.


domingo, 20 de noviembre de 2016

Jesucristo, Rey del Universo

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, culmina y cierra el año litúrgico con el recuerdo de la última manifestación del Señor, que ha de venir a consumar toda la historia de la salvación, al mismo tiempo que abre y prepara la nueva etapa del Adviento, que iniciaremos el próximo domingo. Se compendia así, en el año litúrgico, el recuerdo, la celebración, la vivencia, de todo el misterio de la acción salvadora de Cristo en favor de la humanidad. El centro de todo el año litúrgico, como el de la vida cristiana que se alimenta del mismo es Cristo, el Señor que vino, que viene y que vendrá; que inició la historia, que la guía y que la llevará a plenitud.
Partiendo del sentido de esta solemnidad, os invito a una serie de reflexiones, que puedan ayudar a una mayor vivencia del misterio cristiano, a una mejor celebración del mismo y a un renovado y gozoso anuncio de lo que vivimos y celebramos, a una proclamación, desde la fe, la esperanza y el amor, de Cristo, nuestro rey, nuestro señor, nuestra vida.


Origen y evolución de la fiesta

La fiesta fue instituida para el último domingo de octubre por el papa Pío XI, en la encíclica Quas primas, del 11 de diciembre de 1925. El papa quería demostrar cómo Cristo es rey, no sólo de los fieles, sino de todas las criaturas y pretendía, frente a la apostasía pública de la sociedad de su época, no sólo destacar el hecho en sí, sino reparar la misma, señalando los desastres que para la propia sociedad había producido y recordaba que la vida de la tierra no puede vivirse sin su relación con Dios, que el orden terreno no podría ser sano ni lograr sus fines, incluso los fines que le son propios, si se desarrolla como si Dios no existiera.
En la actualidad, tras la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, la fiesta tiene un enfoque más cósmico y escatológico, al final del año litúrgico, apuntando también a los contenidos del tiempo de Adviento. Las tres series de lecturas presenta a Cristo como Pastor de la humanidad (ciclo A); Rey eterno (ciclo B) y Rey desde la cruz (ciclo C, con la lectura de Lc 23,35-43). El prefacio completa la visión del reinado de Cristo aludiendo a sus cualidades: “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz”. El oficio de lectura del día invita a contemplar la visión del Hijo del hombre en el Apocalipsis, junto a un comentario de Orígenes sobre la petición venga a nosotros tu reino, del Padrenuestro. Las demás horas litúrgicas se refieren al señorío de Cristo, a partir del misterio pascual.
La solemnidad hace de enlace entre un año que termina y otro que empieza, ambos presididos por el signo de Cristo, rey universal, Señor de la historia, alfa y omega, el mismo ayer, hoy y siempre por los siglos. Nos invita, por tanto, a celebrar y a redescubrir, una vez más, la centralidad absoluta de Cristo en la historia de la humanidad y de cada ser humano en concreto.

Cristo, Señor de la historia

A partir de lo que nos propone la solemnidad del día, podemos contemplar cual es el significado de Cristo, como Señor, como Rey, de la historia humana. Hay que partir del hecho de que el cristianismo es una religión de la historia. La salvación de Dios, que comienza con la creación del cosmos, cuyo punto culminante es la creación del ser humano, que tras la caída original implica una intervención redentora que se realiza en plenitud con la Encarnación del Verbo, es una salvación dentro de la historia, en los mismos acontecimientos humanos. No es una intervención mítica, fuera y anterior a la historia de los hombres, como proponían las cosmogonías paganas, sino que, desde el comienzo, actúa en lugares concretos, con hombres y mujeres de carne y hueso, en sus propias limitaciones e incluso a través de sus propios pecados. La promesa que se hace a Abraham se actúa cuando el pueblo, oprimido en Egipto, clama al Señor y éste le envía a Moisés. La entrada y posesión de la Tierra Prometida es un primer cumplimiento, aún imperfecto de la promesa. A pesar de los pecados e infidelidades del pueblo, Dios sigue siendo fiel, y envía a los jueces, unge a los reyes, confiere su misión a los profetas. El mismo exilio en Babilonia se convierte en una oportunidad de purificación, de renovación, que preparando el judaísmo postexílico, creará el marco en el que se realiza el momento culmen de la historia humana, cuando el propio Dios, por medio de su Hijo, el Verbo, la Palabra, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hace hombre, toma su carne y su sangre de las entrañas santísimas de María, y mediante su misterio pascual de pasión, muerte, sepultura y resurrección, vence al mal y al pecado, e inaugura, mediante el envío del Espíritu Santo, la etapa de la Iglesia, cuya misión es anunciar, celebrar, hacer presente la salvación de Cristo a toda la humanidad, preparando su venida final, gloriosa, en la Parusía, para culminar y llevar a plenitud esa misma historia humana.
Por tanto no cabe, desde el punto de vista teológico, una separación entre la historia de la humanidad y la historia de la salvación. Ni siquiera para aquella porción de la humanidad que a priori, al quedar fuera de la actuación concreta de Dios en la historia del pueblo de Israel, podría parecer excluida hasta el mandato de Cristo de anunciar el Evangelio a todos los pueblos. En el resto de la humanidad, y así lo señalaban ya los Santos Padres, se daban semina Verbi, semillas del Verbo, también su propia historia era, de un modo que se nos escapa, preparación evangélica.
Pero cabe dar un paso más; la historia de la salvación no es sólo algo que se produce a nivel global, sino que, al mismo tiempo, es algo personal. La historia de cada ser humano concreto, individual, es historia de salvación. Todos los acontecimientos que vivimos, los buenos, los malos, incluso nuestros propios pecados y defectos morales, pueden, y de hecho lo hacen, convertirse en oportunidad de salvación; Jesucristo el Señor se hace presente en cada una de nuestras vidas, se hace compañero de camino, cercano, recorriendo nuestro propio itinerario existencial, curando, como buen samaritano, las heridas de nuestro corazón y ofreciéndonos siempre su amor salvador y misericordioso. En la vida del cristiano se reproducen las grandes etapas de la historia de la salvación: como el pueblo de Israel fue rescatado de la esclavitud del faraón, liberado definitivamente del mismo tras cruzar el mar Rojo, así cada uno de nosotros ha sido rescatado de la esclavitud del pecado, arrancado del poder, no del faraón, sino del demonio; ha cruzado el mar que lo salva, el bautismo, donde se sumerge el mal; recorremos el desierto de la historia, sometidos a pruebas, caídas, tentaciones; donde experimentamos, como Israel, una y otra vez, el perdón misericordioso de Dios, que nos alimenta con el pan bajado del cielo de la Eucaristía, para, por fin, llegados a la Tierra Prometida, la vida eterna, somos introducidos en la misma tras cruzar las aguas del Jordán de nuestra propia muerte, destruido su poder aniquilador por el paso previo del Señor por las mismas.

La celebración de la redención

Toda esta actuación histórica de Dios, por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo, se celebra y actualiza en el año litúrgico. Éste no es sólo un recuerdo de la historia de la salvación, sino que es, ante todo y sobre todo, actualización, memorial del mismo. La palabra memorial, en griego anamnesis, es el equivalente del término hebreo zikkarôn, implica un hacer presente, aquí y ahora, el misterio que se celebra. En la Biblia aparece siempre como un signo que reúne en sí el pasado y presente (función rememorativa y actualizante) y garantiza la esperanza en el futuro (función profética).Esto se realiza de un modo especial en la Eucaristía, memorial de la pascua del Señor, memorial objetivo, no sólo (aunque también lo sea) un recuerdo objetivo de lo que el Señor hizo por nosotros; hace presente, aquí y ahora, el único sacrificio de Cristo en la cruz. Recordar y conmemorar no significan un volver puramente al pasado, sino traer el pasado al presente como fuerza salvífica, la evocación de un acontecimiento pasado se vuelve proclamación de un misterio salvífico realizado: “Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1Cor 11,26). La liturgia cristiana tiene en el memorial el gran signo de la presencia del Señor y de la actualización de los misterios de Cristo por obra del Espíritu Santo. El sacrificio de Cristo en el Calvario no se repite, sin embargo, en el memorial, está él presente, se nos da hic et nunc, para nuestra salvación y para gloria de Dios Padre. En el memorial real de la Eucaristía se lleva a cabo, de forma concentrada aquella obra de la redención humana y de la glorificación de Dios que en la constitución litúrgica del Vaticano II, la Sacrosanctum Concilium, describe así: “Esta obra… Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión” (SC 5). En el memorial eucarístico se recuerda ante todo la muerte del Señor, el acto redentor del que se benefician todos los participantes del banquete eucarístico; pero es significativo que desde el principio y de un modo consciente, la Iglesia ha querido celebrar esta muerte no el día en que tuvo lugar, el viernes, sino el domingo, porque no es posible conmemorar la muerte de Jesús sin conmemorar su resurrección. Mediante la actualización del misterio pascual se entra en contacto salvífico con la persona de Cristo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn 6,56)
Por tanto es imprescindible, si queremos vivir una auténtica vida cristiana, tener como centro (tal y como pedía el Concilio) la celebración de la liturgia, de un modo especial la Eucaristía, culmen de dicha vida. La espiritualidad litúrgica no es, por tanto, una espiritualidad más, optativa, al lado de otras legítimas y diversas espiritualidades en el seno de la Iglesia. La espiritualidad litúrgica es básica y general, común a todos los discípulos de Jesús. Es el sustrato común de toda forma de vida carismática o apostólica. La espiritualidad litúrgica es, de hecho, la espiritualidad de la Iglesia. Se supera así una visión subjetiva de la vida espiritual, pues el misterio de Cristo que se celebra en las acciones litúrgicas es presentado y vivido en toda su integridad y eficacia objetiva. Los misterios de la salvación se ponen al alcance de los fieles no sólo para que estos los contemplen y traten de imitarlos en si vida, sino, ante todo, para que se beneficien de su fuerza redentora. ¿Cuáles serían, brevemente, las características de una espiritualidad litúrgica?
En primer lugar es bíblica, está basada en la Biblia como Palabra de Dios celebrada y actualizada en los signos litúrgicos. A lo largo del año litúrgico se nos van presentando los principales pasajes del texto sagrado; se nos ofrecen los contenidos salvíficos concretos para la santificación de los hombres y el culto a Dios. En este sentido es también una espiritualidad histórica  y profética, pues lleva a penetrar en el significado salvífico y escatológico de los acontecimientos de la historia de la salvación, cumplida en Cristo y prolongada en la existencia de los bautizados.
Asimismo, la espiritualidad litúrgica es cristocéntrica y pascual, ya que la liturgia tiene como centro a Cristo y anuncia, celebra y hace presente la obra de Cristo bajo la acción del Espíritu Santo. Es, asimismo, mistagógica, es decir, introduce, inicia, gradualmente en el misterio de Cristo en su representación y actualización litúrgica.
Esto no implica, como a veces se ha hecho, que en la vida del cristiano no exista, junto a lo que podemos llamar piedad litúrgica, otras prácticas que secularmente la piedad popular ha ido introduciendo. Ambas se deben armonizar, pues la liturgia no solo no excluye la oración personal, sino que, al contrario, invita a los fieles cristianos a dedicarse al coloquio personal, cercano, íntimo, con el Señor, así como es imprescindible la veneración y el amor filiar a la Madre del Señor y la devoción a los santos. El mismo Concilio, con realismo y equilibrio, quiso estimular la espiritualidad más allá de la misma vida litúrgica (SC 12)
Y aquí entra de lleno la adoración eucarística, el culto eucarístico. Éste, expresión de la fe en la presencia real, substancial, permanente de Cristo en las especies eucarísticas, es prolongación de la celebración de la Eucaristía, de la misa. El culto eucarístico debe conducir, por tanto, a una más plena y profunda participación en el misterio pascual de Cristo, es decir, a recibir con más intensidad y frecuencia la eucaristía y a poner en práctica la unidad en la caridad que está significada en el sacramento. La adoración eucarística se encuentra entre la identificación con Cristo en el sacrificio, del que es prolongación y la participación sacramental, que conduce también a la comunión con los hermanos, pues el culto eucarístico no puede ser ajeno a la vida.

Anuncio y testimonio

Pero todo esto no es algo que pueda quedar relegado al ámbito de la propia intimidad y vivencia personal. El cristiano, injertado en Cristo por el bautismo, fortalecido con el sello del Espíritu Santo, alimentado con el mismo Cuerpo del Señor resucitado, llamado a reproducir en su vida la misma vida de Cristo, es urgido, en virtud de esa unión con el Señor, a ser su testigo; ante todo con el testimonio de una vida coherente, marcada por el doble eje del amor a Dios y a los hermanos, por el compromiso de servicio a los demás, especialmente a los pobres y marginados, siendo él mismo, como lo fue Cristo, buen samaritano que cura la herida del prójimo, sacramento de la presencia de Cristo.
Pero junto a esto está el mandato explícito del Señor de anunciar el evangelio a todos los pueblos. El cristiano, todo cristiano, tiene el derecho y la obligación de ser evangelizador. No se trata de imponer, no se trata de obligar a nadie a creer, pues la fe es un don gratuito. Se trata de anunciar a Cristo, de proclamar a Cristo, de comunicar a Cristo a los demás, respetando la libertad de acoger o rechazar dicho mensaje. Sin olvidar que si la vida del cristiano no es coherente con lo que dice creer y vivir, el propio anuncio de Cristo quedará devaluado o ridiculizado.

Por ello, si queremos, en el cambiante mundo que nos toca vivir al comienzo del siglo XXI, uno de esos momentos de auténtica transformación histórica, manifestar al Señor Resucitado, comunicarle eficazmente a la humanidad que nos rodea, no hay modo más perfecto que el del testimonio de la santidad. Una de las grandes aportaciones del Concilio, fue recordarnos que todos los bautizados estamos llamados a la santidad, que la santidad no es patrimonio de unos privilegiados del espíritu, sino el estado normal y habitual en el que debería vivir todo cristiano. Cuando seamos bienaventuranzas andantes, cuando de nosotros puedan decir, como de la primera Iglesia, “mirad cómo se aman”, cuando dejemos tantas rencillas, y grupúsculos, tantas divisiones y prevenciones, cuando realmente nos sintamos todos hermanos y hagamos de la Iglesia una verdadera familia, cuando no seamos ni unos cristianos tristes ni unos tristes cristianos, sino que gocemos con lo que somos, sintamos que la fe plenifica, llena, colma de felicidad auténtica y de sentidos a la existencia, entonces nuestro testimonio será luminoso, nuestras vidas, sumadas unas a otras, serán esa luz que encendida, como en la noche pascual, en la Luz gloriosa de Cristo, unida a la luz de los hermanos, disiparán las tinieblas del mundo. Así la historia humana, que tiene su origen en Cristo, el alfa, el principio, se dirigirá, a su plenitud en el mismo Señor, omega, fin y culmen de la historia, su plenificador, que vendrá para establecer los cielos nuevos y la tierra nueva en los que reine la justicia.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Ante el V Centenario de la muerte del cardenal Cisneros

El pasado martes, 8 de noviembre, se cumplían 499 años de la muerte del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo, inquisidor general y regente del reino. Ese día comenzaban ya en algunos lugares, como en la tan querida para el cardenal ciudad de Alcalá de Henares, los actos conmemorativos del Quinto Centenario de su fallecimiento. Es, sin duda, una buena oportunidad para acercarse a una de las mayores figuras de nuestra historia, a veces denostada desde la falta de conocimiento y el exceso de prejuicio, por lo que puede representar la posibilidad de conocer, sine ira et studio, una personalidad desbordante, clave para entender el paso de la Edad Media a la Europa de la Modernidad.

El cardenal Cisneros, por Juan de Borgoña (Sala Capitular de la Catedral de Toledo)
Coincide su centenario con el de otro religioso que también marca un antes y un después en la historia del continente y de la humanidad, Martín Lutero y la Reforma protestante. Merecería la pena contrastar ambas figuras, la del austero franciscano y la del atormentado agustino, y ver cómo ambos afrontaron, desde posiciones muy diferentes, la urgente reforma de la Iglesia de su tiempo. Se ha afirmado que, si España no sufrió los desgarros que rompieron la Europa central por la cuestión religiosa, se debió a que la reforma cisneriana hizo innecesaria la luterana.
Cisneros fue, además de un profundo reformador religioso, un promotor de la cultura, destacando su dos magnas obras, la fundación de la Universidad de Alcalá de Henares, y la publicación de la monumental Biblia Políglota Complutense. En Toledo promovió la construcción de espectacular retablo del Altar Mayor, y otros muchos edificios de su extensa archidiócesis toledana recibieron los beneficios de su munificencia.
Político, Cisneros afrontó, por encima de los intereses particulares, la búsqueda del bien del reino, en una concepción que le aproxima a lo que después sería el interés general del Estado. Fueron muchas la acciones encaminadas a este fin. Entre las mismas está la construcción de pósitos, para evitar hambrunas. Asimismo el cardenal se impuso a los revoltosos y egoístas nobles.
Una figura, la del cardenal de España, impresionante. Creo que acercarnos a él puede hacernos crecer como ciudadanos comprometidos con el bien común, y creo, asimismo, que si nuestros políticos conocieran su figura y la imitaran, esto supondría una auténtica y benéfica brisa fresca capaz de alejar tantas miasmas de egoísmos y falta de altura. Cisneros ha sido considerado por un autor de la talla de Pierre Vilar como "un estadista que se anticipa a las concepciones modernas del ejercicio del poder", y Joseph Pérez nos recuerda que para los autores franceses del siglo XVII, Cisneros era superior que el cardenal Richelieu. Por lo tanto, el adentrarnos en su rica personalidad puede ofrecernos, a lo largo de este próximo centenario, la oportunidad de contemplar a uno de esos gigantes que, de vez en cuando, surgen en los caminos de la historia.

Son muchos los estudios e investigaciones que se han realizado sobre el cardenal. Para aquellos que deseen conocer en profundidad al cardenal, señalo tan sólo dos: por una parte está la monumental obra del padre García Oro, quizá el mejor estudioso de la vida de Cisneros; por otra, un libro muy recomendable, más orientado a la divulgación para el gran público, es el de Joseph Pérez.

GARCÍA ORO, José, El Cardenal Cisneros. Vida y empresas 2 Vol., Madrid, BAC, 1992-1993
PÉREZ, Joseph, Cisneros, el cardenal de España, Madrid, Taurus, 2014 

domingo, 30 de octubre de 2016

Ruinas de Valsaín

A veces un paisaje imaginado desde la lectura de los documentos históricos, o desde la representación artística, logra deslumbrarnos al poder contemplarlo directamente. Sin embargo, en otras ocasiones, el choque con la realidad no hace más que sumirnos en la tristeza, o incluso en el enfado.
Esta ha sido mi triste experiencia con Valsaín. Sabía que el antiguo Real Sitio era un cúmulo de ruinas, pero incluso las ruinas pueden tener dignidad. No es este el caso. Descubrir la incuria en la que se halla sumido el palacio de Felipe II, convertido en picadero de caballos, las arcadas del patio transformadas en almacén de madera, el abandono...una indignidad para los que lo han consentido, y una mancha sobre un país que se pretende culto y civilizado.

Torre Nueva (foto del autor)
Así, como observamos a la izquierda, se conserva la Torre Nueva, una de las que pertenecían a la Casa de Oficios, sin la cubierta, pero aún resistente en su fábrica. Otros elementos no han tenido tanta perdurabilidad, habiendo sido expoliados, ya en fechas inmediatamente posteriores al incendio de  1682, pues a principios del siglo XVIII diversos materiales se emplearon en las obras del palacio de San Ildefonso. En 1869 los restos del palacio pasaron a manos privadas, estado en la que aún se encuentra.

Contemplar Valsaín, tal y como se haya en la actualidad, me ha hecho evocar los versos de Quevedo, en los que lamentaba la situación de la España de su tiempo:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados, 
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo. Vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa. Vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.


Torre Nueva
La situación actual de un lugar que tuvo tanta importancia como El Escorial en la España de los Austria requeriría una enérgica intervención por parte de los poderes públicos a los que compete la conservación de nuestro patrimonio, así como una movilización de todos aquellos interesados en nuestra historia y en nuestro arte. El patrimonio artístico, además de un valor en sí mismo, es fuente de riqueza y progreso económico y cultural para aquellos lugares en donde se encuentra. Valsaín ha sufrido un abandono secular, pero tal vez, con esfuerzo, ilusión e imaginación, podría renacer, como el ave fénix, de sus cenizas. Quizá, algún día, podamos recrear sus muros, contemplar sus airosos chapiteles, escuchar el rumor del agua correr en el jardín renacentista. Podría, con un poco de imaginación y esfuerzo, insertarse en una ruta de los Reales Sitios, un recorrido cultural, histórico y artístico que nada tiene que envidiar a los Castillos del Loira franceses.

Quizá, soló quizá, podamos admirar de nuevo la belleza, el esplendor, la dignidad, del que fue, antaño, uno de los Reales Sitios más importantes de la Monarquía Católica

Vista del Palacio de Valsaín por Juan Martínez del Mazo (alrededor de 1650)
Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial
                                                                                                                                     
Una detallada explicación de las vicisitudes del Real Sitio puede encontrarse en:
http://www.elarcodepiedra.es/index_archivos/Palacio_Real_de_Valsain_Segovia.htm (consultado el 30 de octubre de 2016)

sábado, 22 de octubre de 2016

"Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", Feliciano Montero/Joseba Louzao (Eds.)

MONTERO, Feliciano/LOUZAO, Joseba, "Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", (eds.) Granada, Comares Historia, 2016, pp. 184, ISBN: 978-84-9045-444-2


La historiografía española contemporánea está viviendo, en uno de los temas que tradicionalmente tenía más abandonados, el de los estudios acerca de la Iglesia y del hecho religioso en general, una prometedora y fecunda renovación. Por fin parece que en este ámbito podemos lograr una homologación con lo que en otros países de nuestro entorno se está realizando con normalidad y con buenos resultados.
En este sentido, las diversas publicaciones que desde el grupo de investigación "Catolicismo y Laicismo en la España del s. XX", coordinado por el catedrático Feliciano Montero, se vienen haciendo, suponen no sólo una rica aportación al tema, sino, al mismo tiempo, la apertura de nuevos campos de trabajo y la consolidación progresiva de la antedicha renovación historiográfica.
El último fruto, por ahora, de este esfuerzo investigador y divulgador ha sido la obra colectiva "Catolicismo y franquismo en la España de los años cincuenta. Autocríticas y convergencias", editada por el profesor Montero y por Joseba Louzao.


La obra se articula en tres grandes apartados. El primero, titulado "La España Católica: un canto triunfalista", en el que escriben Pablo Martín de Santa Olalla, Natalia Núñez Bargueño y Feliciano Montero, trata el Concordato de 1953, el Congreso Eucarístico de Barcelona de 1952 y la Acción Católica española durante los años cincuenta; el segundo, "Revisando la Cristiandad: autocríticas religiosas y pastorales", recoge las aportaciones de Francisco Carmona, José Sánchez Jiménez, María José Martínez González y Fernando Molina, quienes analizan la autocrítica realizada por el propio catolicismo español, el instituto León XIII en la teoría y en la praxis social del cardenal Herrera, los primeros años de El Ciervo y la experiencia cooperativa de Mondragón. Por último, el tercer bloque, bajo el epígrafe "1956: buscando convergencias en una crisis política", presenta los trabajos de Javier Muñoz Soro sobre la política educativa de Joaquín Ruiz Jiménez; de Felipe Nieto acerca de la contribución de Jorge Semprún a la política de reconciliación nacional del PCE y el análisis sobre la crisis de 1956 por parte de Miguel Ángel Ruiz Carnicer.
Se trata de un libro, por tanto, que nos ayuda a profundizar, más allá de tópicos, en la naturaleza diversa del catolicismo español en el contexto de la dictadura franquista en un marco temporal muy concreto, el de los años cincuenta, unos años en los que España comenzaba a experimentar una serie de cambios trascendentales.

lunes, 26 de septiembre de 2016

"La Iglesia en España en la Edad Moderna. Apuntes históricos", de Ángel Fernández Collado

FERNÁNDEZ COLLADO, Ángel, "La Iglesia en España en la Edad Moderna. Apuntes históricos", Toledo, Cabildo Primado. Catedral de Toledo, 2016, pp. 257, ISBN: 978-84-15669-45-6

Dentro de la colección patrocinada por el Cabildo de la Catedral Primada de Toledo, Primatialis Ecclesiae Toletanae Memoria, se ha publicado recientemente la obra La Iglesia en España en la Edad Moderna. Apuntes históricos, del obispo auxiliar de Toledo y canónigo archivero, monseñor Ángel Fernández Collado. En ella el autor nos ofrece una síntesis de la vida de la Iglesia Católica en España durante la Edad Moderna, desde el reinado de los Reyes Católicos hasta el fin del Antiguo Régimen, en 1808.
Imagen de la cubierta: Felipe II y su hijo don Carlos entrando en Toledo con las reliquias de San Eugenio (Francisco Bayeu)

El libro pretende introducirnos en el conocimiento y comprensión profunda de cómo se desarrollaron algunos hechos históricos básicos y esenciales de la historia de la Iglesia en el periodo analizado. Se divide en tres capítulos, el I, dedicado a "La Iglesia en la época de los Reyes Católicos"; el II, "La Iglesia en la época de los Austrias" y el III, "La Iglesia en la época de los Borbones". Se añade una amplia bibliografía general y específica, que nos permite una profundización mayor en las cuestiones presentadas. El fin de la obra es ofrecer una panorámica general apoyada en la documentación, hechos y ejes fundamentales, para facilitar su conocimiento y asimilación personal.
Una interesante obra de síntesis, que puede resultar de gran ayuda, tanto a estudiosos, como a cualquier persona culta que quiera conocer la historia de una de las instituciones claves en la vida de nuestro país. Un libro que puede servir, tanto de manual académico, como de lectura reposada y enriquecedora.

martes, 30 de agosto de 2016

"La Catedral de Toledo en el siglo XVI", de Ángel Fernández Collado

FERNÁNDEZ COLLADO, Ángel, La Catedral de Toledo en el siglo XVI. Vida. Arte. Personas, Toledo, Cabildo Primado, 2015, pp. 344, ISBN: 978-84-15669-25-8

El mes pasado hacía referencia a la obra de María José Lop Otín, La Catedral de Toledo en la Edad Media, que nos presentaba la vida del tempolo primado a lo largo de los siglos medievales, desde su erección tras la Reconquista. Complemento perfecto de la misma es el libro que el actual obispo auxiliar de Toledo y canónigo archivero, Ángel Fernández Collado, ha escrito, mostrándonos cómo era la Dives Toletana en uno de sus momentos de mayor esplendor, el siglo XVI.


Monseñor Fernández Collado, uno de los mejores conocedores de la historia de la Catedral Primada, nos ofrece un detallado recorrido por los diferentes ámbitos de la misma, desde la organización del cabildo, empresas artísticas realizadas, personajes que vivían en la catedral, con algunas pinceladas biográficas sobre los canónigos del siglo XVI, así como de algunas instituciones surgidas a la sombra de la catedral, como el Colegio de Infantes. Concluye la obra con una semblanza de los arzobispos de Toledo a lo largo del periodo estudiado, desde el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros hasta Bernardo de Sandoval y Rojas.
Una obra imprescindible para todo aquel que quiera conocer a fondo una de las instituciones más importantes de la España Imperial.

jueves, 18 de agosto de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (IX)

El Real Patronato

Uno de los problemas que el primado hubo de afrontar fue el de la provisión de los cargos eclesiásticos en España. Eran muchos los que se quejaban de los abusos y perturbaciones que el sistema vigente acarreaba a la Iglesia española. La práctica hasta el siglo XVIII había consistido, en lo referente a las iglesias catedrales y colegiatas, en que las provisiones se iban haciendo en meses alternos por el papa y los obispos; el Concordato de 1753 alteró radicalmente este sistema, quedando reducida a cuatro meses la alternativa de los obispos y concediéndose los ochos restantes a la Corona. El derecho de los obispos se vio aún más reducido por el Concordato de 1851, en el que no sólo se reservó a la Corona el nombramiento para el deanato, sino que también la provisión de las vacantes producidas por resigna o promoción.
Pero a la altura de los años veinte, el viejo privilegio se consideraba ya como algo caduco, “una verdadera institución medieval” que al ejercerse en circunstancias tan distintas de las originarias, apenas justificaban siquiera el calificativo de Real. Se veía desligado de los motivos históricos que le dieron origen, de modo que los gobiernos anticlericales que habían regido el país durante el último siglo poco tenían que ver con los monarcas que se proclamaban defensores de la fe y que merecieron el privilegio. La misma prensa liberal denunciaba que los políticos que dirigían el ministerio de Gracia y Justicia estaban muy lejos de dominar con la debida competencia los asuntos eclesiásticos, siendo muy contados los que llegaban al cargo en condiciones de orientarse para los nombramientos del clero, lo que daba lugar a un régimen de favor y arbitrariedad. Además, tras la Gran Guerra, con la caída del Imperio austro-húngaro y otras monarquías, la Santa Sede había optado por ir haciendo desaparecer los viejos privilegios concedidos a los monarcas. Era, por tanto, deseo de la Iglesia, manifestado explícitamente por Benedicto XV y Pío XI, afirmar su independencia y libertad.
El 22 de diciembre de 1923 Reig envió al nuncio un escrito del obispo de Calahorra, en el que éste exponía los daños que sufría la Iglesia con el procedimiento de provisión de las prebendas en catedrales y colegiatas, así como los remedios posibles; de ello había dado cuenta en la reunión de metropolitanos, y estos convinieron que dado el estado de cosas en el que se encontraban, no se podría lograr una reforma que lesionaría en tal modo el Real Patronato que tendría que ser objeto de nuevo Concordato.
Lo que denunciaba el obispo calagurritano, Fidel García Martínez, era que, con el sistema existente, no solo el nombramiento de la mayor parte de los principales puestos de las diócesis había venido a caer en manos de una autoridad extraña a la Iglesia, como era el ministerio de Gracia y Justicia, sino que además gozaba en ello de una libertad que no tenía para los nombramientos de funcionarios civiles de su departamento, lo cual conducía a que no siempre se designaran los más dignos o capaces; el obispo denunciaba además las corruptelas existentes; los ascensos de personas medianas, mediocres e ineptas; los servicios políticos pagados con beneficios eclesiásticos; los nombramientos debidos a la influencia de caciques o de partidos políticos, todo ello concretado en cuatro daños producidos: primero, para el gobierno de las diócesis, pues los cabildos así formados no merecían la confianza de los prelados; para los cabildos, la admisión de personas incapaces y el cese de estímulos para los que verdaderamente lo merecían; para el clero diocesano, la desilusión y el escándalo; para el pueblo fiel, la esterilidad del ministerio sacerdotal. Como remedio radical proponía que la Iglesia pudiera recuperar su libertad, en conformidad con el propio derecho vigente, como aparecía en el canon 403 o, al menos, acercándose lo más posible; a su juicio, podría la Corona reservarse, como recuerdo histórico y honorífico, una dignidad o canonjía en cada cabildo, o al menos, no pudiendo conseguirse otra cosa, que nombrara siempre en terna propuesta por el obispo.
La solución que finalmente se impuso fue la de la creación de una Junta eclesiástica que, delegada por el rey, propusiera a éste, como patrono de las iglesias de España, las personas que debían ocupar las prebendas y beneficios vacantes; Alfonso XIII firmaba el real decreto el 10 de marzo de 1924. El nombre oficial era el de Junta Delegada del Real Patronato, y estaba compuesta por el arzobispo de Toledo, como presidente nato; un arzobispo y dos obispos titulares; un prebendado dignidad; un canónigo y un beneficiado, pertenecientes estos tres últimos al cabildo de cualquier catedral o colegiata del reino. La Junta designaría a uno de los vocales para la función de secretario. Los obispos españoles elegirían a los prelados que fueran vocales en la forma que ellos consideraran mejor, pero el resto se haría por voto corporativo de cada catedral o colegiata, computándose en cada una de ellas un voto por clase de aquellas a las que fueran a pertenecer los elegidos, remitiéndose las actas de elección al arzobispo de Toledo, quien procedería al escrutinio, ayudado por un capitular y un beneficiado de la catedral primada, comunicándose el resultado al ministerio de Gracia y Justicia, para que procediera al nombramiento; la Junta, excepto su presidente, se renovaría cada dos años. Para la elevación de presbíteros al episcopado, los obispos pertenecientes a la Junta debían hacer en el mes de enero de cada año una clasificación de un número aproximado al de posibles vacantes, señalando sus méritos y condiciones, y con carácter reservado, entregar la lista al ministerio de Gracia y Justicia, para que lo tuviera en cuenta para las propuestas al rey; la promoción a los arzobispados, así como los destinos de todos los prelados sería a propuesta del Gobierno. Cuando un beneficio o prebenda quedara vacante, se comunicaría al presidente de la Junta para que se anunciara la vacante en los boletines oficiales de todas las diócesis y pudieran los aspirantes acudir ante la Junta. Esta elevaría al rey, por medio del ministerio de Gracia y Justicia, la relación nominal, con la indicación de los méritos de quienes considerara con la virtud y capacidad necesarias para ocupar la vacante que se tratara de proveer, así como otros nombres que aunque no hubieran solicitado la vacante, constasen sus merecimientos; asimismo la Junta informaría al ministerio de las exclusiones acordadas.
Esta normativa fue vista como una gran novedad. Para algunos era una dejación, por parte del Gobierno, de una de sus funciones; para otros, como expresaba El Debate, se había quedado corto, pues era preciso aspirar a la plena libertad de la Iglesia a la hora de nombrar los diversos cargos. A juicio del nuncio, con el que coincidió el secretario de Estado, Gasparri, debería contar con un reglamento especial para la elección de los candidatos episcopales, en el que se impusiera el secreto pontificio.
La primera Junta quedó constituida por el cardenal Reig, como presidente y como vocales numerarios el arzobispo de Valladolid, Remigio Gandásegui; el obispo de Salamanca, Ángel Regueras; el de Pamplona, Mateo Múgica; el arcipreste de la catedral de Zaragoza, José Pellicer; Víctor Marín, canónigo de la iglesia primada de Toledo y Acisclo de Castro, beneficiado de Zamora. Para los años 1926 y 1927, los vocales fueron Remigio Gandásegui, arzobispo de Valladolid; Mateo Múgica, obispo de Pamplona; Ramón Pérez, obispo de Badajoz; José Pellicer, arcipreste de Zaragoza, Víctor Marín, canónigo de Toledo y Felipe Ibave, beneficiado de la misma catedral. El 25 de noviembre de 1924 enviaba el cardenal Reig al nuncio la lista con los nombres de aquellos que se consideraba pudieran ser promovidos al episcopado y que habían sido aceptados unánimemente por la Junta Delegada. El 30 de marzo de 1925 se volvía a reunir la Junta, proponiendo al Gobierno una nueva lista de nombres de sacerdotes que reunían las condiciones para ser promovidos al episcopado. El 17 de junio Tedeschini respondía al primado, indicando que, a su parecer, y salvo juicio superior de la Santa Sede, todos ellos, salvo uno, el penitenciario de Vich, podían ser presentados para el episcopado.
Ese año, el 14 de diciembre, se firmaba el real decreto sobre turnos para la provisión de cargos eclesiásticos, con el fin de que la misma pudiera hacerse lo más equitativamente posible, evitando que los distintos servicios de los aspirantes aparecieran confundidos, estableciendo para el orden de los concursos ocho categorías.
En la reunión que tuvo lugar el 12 de marzo de 1926 se acordó proponer al Gobierno los nombres de Miguel Moreno Blanco, maestrescuela de la catedral de Córdoba y secretario de cámara de dicha diócesis; el padre Juan Perelló, superior general de la congregación de los Sagrados Corazones y catedrático de Teología Moral en el seminario de Mallorca; don Justo Goñi, arcediano de Tarazona y vicario general de la diócesis; Teodolindo Gallego, arcediano de Lugo; además se repetía la propuesta que se hizo el 24 de noviembre de 1924 a favor del arcediano de Tarragona, Isidro Gomá. El 10 de abril el nuncio escribió al cardenal Reig que no había obstáculo para que fueran propuestos Isidro Gomá, Juan Perelló y Miguel Blanco Moreno, mientras que de los otros se reservaba el parecer hasta que recibiera algunos datos que había pedido sobre ellos. Esto parece demostrar el interés de la Santa Sede de realizar una selección de los candidatos, antes de que llegara la lista al Gobierno; es más, el propio Reig había solicitado de Tedeschini el nombre de los candidatos que merecían su beneplácito. Poco después, el nuncio volvía a escribir al primado, indicándole que los arcedianos de Lugo y Tarazona quedaban descartados, uno por la edad y delicado estado de saludo, y el otro por un conjunto de circunstancias que no le hacían idóneo. El 18 de noviembre de 1926 se reunió de nuevo la Junta, acordando presentar a Silvio Huix Miralpeix, del oratorio de San Felipe Neri; a Antonio Cardona, magistral de Ibiza y secretario de cámara; Germán González Oliveros, magistral de Valladolid; Justo Goñi, vicario capitular de Tarazona; Joaquín Ayala, doctoral de Cuenca y José Pellicer, arcipreste de la catedral de Zaragoza. De ellos Tedeschini indicaba el 7 de febrero de 1927 al primado que podía presentar al Gobierno los nombres de Silvio Huix, Antonio Cardona y Justo Goñi. Esta sería la última vez que actuara Reig como presidente de la Junta; la siguiente reunión, tras la muerte del prelado, sería el 28 de enero de 1928, presidida ya por el cardenal Pedro Segura. Tras la caída de Primo de Rivera, la Junta fue suprimida, por decreto del ministro de Gracia y Justicia, José Estrada, el 16 de junio de 1930, con la justificación de que era función del Gobierno volver a la normalidad, y por tanto era preciso restablecer el ejercicio de las disposiciones concordadas en su pleno vigor. Dicha supresión fue duramente criticada por el nuncio, quien en su informe al secretario de Estado, Eugenio Pacelli, alababa el funcionamiento de la misma, pues había servido al mejor ejercicio de las disposiciones concordatarias, sin que, a su juicio, y opuestamente a lo que opinaba el ministro, se hubiera salido de la normalidad en este asunto; Tedeschini creía que se había querido, ante todo, destruir también en esta materia todo vestigio de Primo de Rivera y que en España se volvía a instaurar el régimen de las influencias políticas, con las consiguientes clientelas, prestándose el campo de los beneficios eclesiásticos muy bien a estos fines. No es de extrañar, por tanto, que cuando un año más tarde se proclamara la república, fuera vista por la Santa Sede como una oportunidad inmejorable para la consecución de la ansiada libertad en los nombramientos eclesiásticos españoles.


martes, 16 de agosto de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (VIII)

Las conferencias de Metropolitanos

Uno de los principales problemas de la Iglesia en España había sido su profunda división a lo largo del siglo XIX. A pesar de las reiteradas llamadas a la unidad por parte de los romanos pontífices, estas divisiones seguían (y seguirían por mucho tiempo), reinando en la Iglesia española. Se echaba en falta una mayor coordinación entre los diferentes obispos, tanto a la hora de afrontar retos pastorales como a la de lograr ayudas económicas. Asimismo se sentía que la falta de criterio en el episcopado era la causa del entorpecimiento que tenía la acción religiosa y social en España, mientras que la falta de comunicación y de acuerdo hacía que se quedaran sin resolver cuestiones de gran interés para la Iglesia. El nuncio Tedeschini observaba que los obispos, en el gobierno de las diócesis, estaban aislados e indiferentes entre sí, no teniendo otro elemento común que las disposiciones genéricas de la Santa Sede, que cada uno interpretaba, aplicaba y seguía como mejor creía; por otro lado, las conferencias provinciales, que según el canon 292 del Código de Derecho Canónico, debían celebrarse cada cinco años, no se hacían con la debida regularidad. Dada la situación en la que se encontraba la Iglesia en España, Tedeschini consideró necesario poner en marcha reuniones periódicas de los obispos, pero antes, quiso escuchar la opinión de algunos, especialmente al obispo de Plasencia, al cardenal de Tarragona y al arzobispo de Valencia, Reig, promovido a la sede primacial de Toledo. En la carta a Reig, fechada el 22 de junio de 1922, el nuncio, tras señalar la suma conveniencia de la realización de dichas reuniones, excusándose de que era nuevo en España, le pedía, de modo confidencial, que le informara sobre cual era la costumbre existente en el país, es decir, si los obispos españoles celebraban cada año las conferencias y si estas eran provinciales, de todos los sufragáneos con el metropolitano y nacionales, de todos los metropolitanos con el primado; en el caso de que ya se celebraran, rogaba al arzobispo que le indicara qué modificaciones creía conveniente y si no se realizaban, si creía oportuno que la Santa Sede diera las disposiciones pertinentes.
El obispo de Plasencia, Ángel Regueras, respondió mediante un informe, fechado el 19 de junio de 1922, en el que señalaba las ventajas, en orden a la defensa de acerbo religioso español, de la acción colectiva, reforzado por el hecho de tener un orden legal común que regulaba las relaciones con el Estado, concretado en el Concordato; asimismo, a su juicio, esta actuación colectiva podría producir bienes en el orden económico, de cara a regular de forma más justa la distribución de las ayudas estatales y en el terreno de los arreglos parroquiales, en orden a la erección de parroquias y reorganización eclesiástica, que requerían un plan uniforme, meditado y resuelto, pudiéndose aplicar lo mismo al terreno de la acción católica y social. Otro informe recibido señalaba que la falta de unidad de criterio en el episcopado había entorpecido el desarrollo de la acción religiosa y social en España, mientras que la falta de comunicación y acuerdo, había sido la causa de que se quedaran sin resolver cuestiones de gran interés para la Iglesia, de modo que tanto las conferencias provinciales, en las que se reunieran los obispos de la provincia eclesiástica bajo la presidencia de su metropolitano, como las interprovinciales, de los metropolitanos presididos por el primado, darían resultados positivos.
El 8 de julio enviaba su respuesta monseñor Reig. En ella manifestaba que siempre había considerado estas conferencias muy a propósito para unificar la acción, coordinar los criterios y esfuerzos y dar más eficacia a la labor del episcopado, en unión con la Santa Sede; asimismo, informaba que en España nunca se habían celebrado conferencias episcopales de carácter nacional, mientras que las de metropolitanos con sus sufragáneos, le parecía que se celebraban cada cinco años. Reig consideraba que las reuniones de los metropolitanos con el primado, en su opinión necesarias, tendrían que tener la sanción, consejo o mandato de la Santa Sede, quien podría fijar las normas a las que debería sujetarse, normas que, según él, se concretarían en un requerimiento previo a los metropolitanos para que indicaran los puntos que convendría tratar; la redacción del cuestionario y presentación del mismo a la aprobación del nuncio; el envío del cuestionario a cada uno de los metropolitanos, quienes podrían consultar a alguno de sus sufragáneos; la designación, una vez recibidas las contestaciones de los metropolitanos, de ponentes que formularan las conclusiones prácticas para cada una de las cuestiones; la redacción del acta correspondiente, de la que se daría cuenta a la Santa Sede.
Recabadas estas informaciones, Tedeschini escribió el 13 de julio al cardenal Gasparri, secretario de Estado, informándole del proyecto. Argüía la necesidad de instaurar las conferencias por una parte para superar la desconexión y falta de coordinación existente entre el episcopado, pero por otra para poder afrontar los problemas de la institución eclesiástica, comenzando por el clero, del que afirmaba no era un misterio “la miseria, la indisciplina, la insubordinazione nel basso clero”, el descuido de la cura de almas, especialmente la parroquial, a lo que añadía la situación de los seminarios, necesitados de reformas radicales en sus reglamentos disciplinarios y en sus planes de estudio. Asimismo destacaba la pobre existencia de la Acción Católica y la situación moribunda del movimiento social. Por todo ello creía necesario que los obispos se reunieran en conferencias periódicas para afrontar los problemas prácticos más urgentes, tanto de orden religioso como social. La respuesta de Secretaría de Estado, el 20 de agosto, recordaba lo prescrito en el canon 292, e indicaba el modo en que había de realizarse, e incluso preveía que, en caso de que el metropolitano no demostrara interés en las conferencias, se celebrarían encomendando la nunciatura su realización a cualquier obispo.
Aún sin haber tomado posesión de la sede toledana, Reig se puso manos a la obra y convocó a los metropolitanos a una reunión en Madrid, en el Palacio de Cruzada, perteneciente al arzobispo de Toledo como comisario de la bula de Cruzada, el 4 de febrero de 1923; en dicha convocatoria les pedía que le enviaran una indicación de los asuntos que creyeran debían ser objeto de deliberación, a la vez que les adjuntaba algunos puntos que habrían de tratar. Reig llegó a Madrid el 3 de febrero y el día siguiente, domingo, se reunió con el nuncio para tratar varios asuntos. Ese día se inauguraron las conferencias, prolongándose la reunión hasta el día 7, tratando numerosos temas, entre los que destacaron el relativo a la Institución Libre de Enseñanza y el modo de combatir su influencia, así como la oposición del episcopado a la reforma del artículo 11 de la Constitución. Otros puntos destacados fueron el establecimiento de reuniones anuales de los obispos sufragáneos con el metropolitano y semestrales entre estos; la cuestión de la contribución territorial de las comunidades religiosas; la selección de los candidatos al episcopado. Ante los metropolitanos se presentaron los directores de El Siglo Futuro, Manuel Senante, de El Universo, Rufino Blanco y de El Debate, Ángel Herrera, a los que Reig, como primado, les exhortó a la unión y les expuso el deseo de los metropolitanos de que todos los periódicos católicos practicasen reunidos en una sola tanda los Ejercicios Espirituales y el propósito del episcopado de adquirir una amplia casa con el objeto de alquilarla a los diarios católicos.
A partir de esta primera reunión, las conferencias de metropolitanos se convertirían, hasta la creación de la Conferencia Episcopal Española tras el concilio Vaticano II, en el principal órgano de coordinación de la Iglesia en España. La siguiente conferencia, en cumplimiento de lo estipulado, se reunió en Madrid entre los días 12 y 16 de diciembre de 1923. La capital del reino sería el lugar habitual de celebración, aunque alguna, como la de los días 21 al 23 de octubre de 1926, se realizó en el palacio arzobispal de Toledo. Por otro lado Reig reunió también la conferencia de los obispos de la provincia eclesiástica. En la que tuvo lugar del 22 al 24 de octubre de 1923, se analizaron las condiciones de la vida eclesiástica y diocesana y se decidió que el cardenal primado presentara al presidente del Directorio militar, Primo de Rivera, una petición en la que se solicitaba que la reforma escolar se hiciera sobre la base de la educación católica y se salvaran los derechos de la autoridad eclesiástica sobre todos los centros escolares en lo que atañese a la religión y la moral; que se estableciese un fondo para la jubilación de los párrocos; que se aumentase la dotación para el culto; por último, se lanzó la idea de celebrar un concilio provincial para el año 1926, centenario de la catedral de Toledo.
En 1926 los metropolitanos españoles, al finalizar la conferencia celebrada entre el 28 y el 30 de abril, publicarían su primera pastoral colectiva, sobre la inmodestia de las costumbres públicas. En la misma conferencia acordaron, en vista de la expulsión de sacerdotes y religiosos españoles realizada en México, dirigir una carta al episcopado mexicano protestando de la situación creada a la Iglesia y de las medidas tomadas contra sus ministros.
En 1927 se planteo la cuestión de dar mayor impulso a las conferencias regionales, tras el encargo que hizo el papa Pío XI a las Congregaciones Consistorial, de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios y del Concilio de estudiar el asunto; en España, el nuncio consultó a los diferentes obispos un proyecto que agrupara a los prelados por zonas, reuniéndoles no una sino dos o más veces según las exigencias de cada región. Se trataba de crear un marco más amplio que el de las provincias eclesiásticas y con más participación que el ámbito restringido de las reuniones de los metropolitanos. Sin embargo diversas dificultades impidieron su concreción, entre ellas la opinión adversa del cardenal Segura, sucesor de Reig en Toledo, de modo que, en 1929, la Santa Sede decidió que se siguiera con el sistema de reunión de los metropolitanos, si bien precedida por la de estos con sus sufragáneos, de modo que se pudiera recoger el sentir del episcopado y hacerse eco del mismo en la reunión de metropolitanos.
La última conferencia a la que asistió Reig fue la celebrada en Toledo, en el palacio arzobispal, los días 21 al 23 de noviembre de 1926. La siguiente, en mayo de 1927, ya con el primado enfermo, fue presidida en Madrid por el cardenal arzobispo de Tarragona, Francisco Vidal y Barraquer. Al propio Vidal le correspondería la presidencia en la celebrada el 9 de octubre de ese mismo año, la primera tras la muerte del primado.



viernes, 12 de agosto de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (VII)

Promotor de la Acción Católica

El 29 de julio de 1923, al poco tiempo de tomar posesión de la archidiócesis, el nuncio Tedeschini escribía al cardenal Reig para comunicarle que la Santa Sede le confiaba, como a sus predecesores los cardenales Aguirre y Guisasola, la dirección general de la Acción Católica en España, destacando cómo era deseo del papa que el cardenal procurara la unión de todos los católicos en organizaciones poderosas, sobre la base de la organización eclesiástica, parroquia, diócesis, provincia, primado; de modo que todas estuvieran ligadas entre sí y dependientes todas del episcopado, e indicando, de modo especial, que era deseo del Santo Padre que se quitara el dualismo existente en la dirección de la Acción Católica femenina, pues, como el propio Tedeschini había manifestado a Reig, la Santa Sede juzgaba tan urgente la unificación de las organizaciones femeninas que había dado al nuncio encargo de proceder a realizarla, aunque Tedeschini creyó oportuno esperar a la toma de posesión del primado, y que este asumiera dicha reorganización e unificación, que no debería ser destrucción de los organismos existentes, sino fusión de los dos centros directivos nacionales en un centro único. ¿Qué se trataba de unificar? Por un lado estaba la Acción Católica de la Mujer, fundada por el cardenal Guisasola en 1919, y por otro, la Unión de Damas del Sagrado Corazón. En realidad, ambas eran, en la práctica, una reunión de señoras nobles, cuyo campo de actuación práctico era muy limitado; en concreto, la Acción Católica de la Mujer sería definida, pocos años más tarde por Tedeschini, como una institución aristocrática, áulica, académica, patriótica y “specialmente incompetente”, en la que sus miembros no sabían qué era propiamente la Acción Católica, ni qué era el pueblo, mientras que la Unión de Damas no hacía nada, viviendo del amor propio, de rivalidades entre sus miembros y del enfrentamiento con la Acción Católica. Ambas asociaciones habían comenzado una lucha entre sí, que la Santa Sede quiso resolver con la fusión de las mismas. El cardenal Almaraz había sido favorable a la idea, pero su fallecimiento le impidió llevarla a cabo; Reig, por su parte, también se había mostrado de acuerdo con la fusión, pero al llegar a Toledo comenzó a dudar, tal vez por no quererse enfrentar a las aristócratas que desde la dirección de la Acción Católica de la Mujer no querían ceder ante las disposiciones de Roma, mientras que la Unión de Damas sí estaba dispuesta a ello, de modo que el problema no se resolvería durante su pontificado. No sería hasta 1934, en un contexto totalmente distinto, cuando se produciría la fusión.
En enero de 1925 cardenal aprobó expresamente la circular que la Junta Central de Acción Católica hizo pública, protestando contra lo que definían como “conatos revolucionarios y venenosas calumnias” contra España y contra el rey, en la que, además, se pedía que todos los católicos manifestaran su amor a la patria y al rey dirigiéndole el 23 de enero, día del rey, al ser la fiesta de su santo patrón, san Ildefonso, mensajes, telegramas o tarjetas, además de que se iniciase una colecta nacional para levantar en el cerro de los Ángeles una estatua que perpetuara el momento de la consagración de España al Sagrado Corazón; este último proyecto había contado con la aprobación explícita del cardenal primado, el cual se dirigió a sus diocesanos, pidiendo que todos los fieles de la archidiócesis, especialmente las entidades católicas, hermandades y congregaciones, secundaran con entusiasmo estas iniciativas y aportaran su donativo, abriendo él mismo la suscripción con la cantidad de 500 pesetas.
Tras la celebración del Congreso Eucarístico en Toledo, en  el cardenal Reig promulgó el 31 de octubre de 1926, fiesta de Cristo Rey, Los Principios y Bases de reorganización de la Acción Católica. De este modo secundaba el impulso dado por el papa Pío XI a la misma; el pontífice había definido la naturaleza, funciones, fines y medios de la misma, como medio para que los seglares cooperasen en la renovación de la sociedad. Al mismo tiempo cumplía con el encargo recibido en 1923 de dirigir, como habían hecho sus inmediatos antecesores, Aguirre, Guisasola y Almaraz, la Acción Social Católica en España.

En efecto, el 19 de julio de 1923 el cardenal secretario de Estado, Pietro Gasparri se dirigió, en nombre del papa Pío XI, al cardenal Reig para comunicarle que el sumo pontífice le confiaba la dirección general de toda la Acción Social en el reino de España, confiándole las mismas facultades y atribuciones con las que había investido a su predecesor, el cardenal Enrique Almaraz y Santos. Éste apenas pudo hacer nada, ya que falleció al poco tiempo de posesionarse de la sede primada, tras un fecundo pontificado en Palencia y Sevilla. Reig no quiso dar inmediatamente publicidad al documento, sino que antes prefirió recibir impresiones para confirmar o rectificar el juicio que tenía sobre la Acción Católica en España. Por ello hasta el 26 de febrero de 1924 no firmó la carta pastoral en la hacía público el nombramiento, a la vez que señalaba los puntos principales referentes al ser y al actuar de la Acción Católica. Para el primado lo importante de la misma era lograr la unidad orgánica de las diversas actividades, destacando el gran interés que el papa Pío XI tenía en su promoción, como había manifestado repetidamente, tanto en la encíclica Ubi arcano Dei, como en otras alocuciones. Reig destacaba la necesidad de la confesionalidad de las obras promovidas por católicos, de modo especial las obreras, manifestando su tristeza ante la campaña de neutralidad religiosa en el campo de la sindicación de los obreros, campaña que a su juicio no cesaba, por lo que volvía a insistir en el tema, amenazando con tomar medidas severas; basándose en la doctrina pontificia insistía en el carácter pacífico y religioso que las corporaciones obreras debían de tener. A su juicio, la base necesaria de la Acción Católica, al ser un verdadero apostolado, era la abnegación, y junto a ella era preciso acudir a la comunión frecuente. A la hora de denunciar las actuaciones defectuosas en el terreno de la Acción Católica, el cardenal ponía en primer lugar la de aquellos que combatían la confesionalidad o prescindían de ella; junto a ella, veía como peligro el afán de importar teorías y procedimientos del extranjero; recomendaba evitar dar carácter político o personal a la obras emprendidas, pues lo primero alejaría cooperaciones y comprometería a la Iglesia, mientras lo segundo las haría pequeñas o estériles. Reig insistía, además, en la necesidad de una buena preparación y competencia, llegando incluso a definir la falta de esta como auténtica falta de honradez. El cardenal consideraba que, de todas las necesidades del momento, la de la organización de las fuerzas católicas era la más urgente, pues en la medida en que estas, en lugar de actuar separadas, se unieran, crecerían en fuerza, por lo que sentía el deber de promover la coordinación de las diversas obras; a dicho fin estarían encaminados una serie de Congresos previstos, como el de la Prensa Católica. El prelado era consciente de la necesidad de un organismo superior, como el constituido en Italia, en el que estuvieran representados todos los sectores de la Acción Católica, y aunque en España ya existía la Junta Central de Acción Católica, procuraría darle nueva forma. Por último, Reig concluía invitando a los católicos a la oración y a la acción, unidos y disciplinados, destacando cómo cada día aparecía más patente a los seglares conscientes la necesidad, en términos de la época, de asociarse al apostolado de los sacerdotes, cundiendo la convicción de que todos los fieles debían prestar a las diversas obras una ayuda personal y efectiva.
La preocupación social del primado no era nueva, sino que arrancaba de sus años de colaboración con el cardenal Sancha, cuando desempeñaba la cátedra de Sociología en el seminario, y se había plasmado de un modo particular durante su pontificado en una diócesis de gran problemática social como era Barcelona, donde escribió dos cartas pastorales en las que abordaba la cuestión social, y había promovido Acción Popular, heredera de la decapitada Acción Social Popular del jesuita Gabriel Palau, de la que formaban parte algunos antiguos colaboradores del mismo, así como la plana mayor del catolicismo social español, como Severino Aznar o Comillas. Confió, además, en un joven sacerdote, llamado con el tiempo a sucederle en Toledo, Enrique Pla y Deniel, fundador del Patronato Obrero de Pueblo Nuevo y director de las revistas Reseña Eclesiástica y Anuario Social.
Estas Bases, que plasman el modelo de Acción Católica de Pío XI,  hay que situarlas en el contexto  de la dictadura primoriverista, que, al contrario de lo que ocurría con la Acción Católica italiana, permitía el desarrollo de las obras confesionales e invitaba a instalarse en un régimen de cristiandad, al mismo tiempo que era patente el peso de la tesis integrista frente a la posibilista dentro del catolicismo español. Aunque fue el primado quien las promulgó, habían sido elaboradas por el jesuita Sisinio Nevares; ambos eran partidarios de la confesionalidad inequívoca de las obras católicas, de modo que las Bases de 1926 dedicaron una parte importante de sus principios a justificar dicha confesionalidad explícita, considerando inviable el sindicato “neutro” profesional, advirtiendo severamente a los partidarios del mismo.
De las Bases debería nacer un proceso organizativo capaz de reunir desde el punto de vista jerárquico todo el movimiento católico español; se multiplicaron las pastorales de los prelados acerca de la Acción Católica con el fin de implantar Juntas en cada diócesis, pastorales en las que aparecía explícita la estrecha unión entre el desarrollo de la Acción Católica y la instauración del Reinado social de Cristo, exaltando, además, muchos prelados el carácter de la Acción Católica como baluarte frente al socialismo y al comunismo. Se buscaba asentar los cimientos de una organización sólida, que pudiera convertirse en artífice de la coordinación entre las diversas obras católicas, de tal modo que los principios de las Bases imponían a la Acción Católica un esquema de funcionamiento jerárquico y centralizado, impulsando la consolidación de juntas parroquiales dependientes de las diocesanas, y estas, a su vez, de la Junta Central.
El 14 de enero de 1927, Reig escribía una circular sobre la ayuda y cooperación económica con la Acción Católica, poniendo como ejemplo el donativo que recibió de 15.000 pesetas de María Lázaro, de la Acción Católica Femenina, y las 1000 enviadas por el marqués de Castejón.
En este marco de renovación de la Acción Católica se creó la Federación de Estudiantes Católicos, formada por asociaciones de estudiantes de las diferentes facultades universitarias; Reig encomendó a uno de sus colaboradores más directos, el valenciano Hernán Cortés Pastor, la consiliaría de la Asociación de Jóvenes Católicos de España y más tarde le nombró vicesecretario general de la Acción Católica. Cortés se dedicó intensamente a esta actividad, recorriendo pueblos y ciudades para dar conferencias, dirigir círculos de estudio y predicar.
En 1927, pocos meses antes de fallecer, el cardenal establecía en la archidiócesis la Asociación Católica de Padres del Familia. El 19 de marzo, día de San José, y bajo la presidencia del prelado, se realizaba la inauguración. Las cuatro secciones que la integraban comenzaron los trabajos de propaganda en la capital. Entre los objetivos estaban la extirpación de la blasfemia y el lenguaje soez; la represión de la pornografía; velar por la moralidad de los festejos públicos y vigilar acerca de la formación intelectual de los jóvenes. La dirección espiritual de la Asociación fue encomendada al capellán de Reyes Nuevos, Benito López de las Hazas, como consiliario, siendo nombrado viceconsiliario el profesor del seminario, José de Dueñas.
La muerte del cardenal impidió que pudiera desarrollar plenamente las Bases, tarea que correspondería, iniciando una etapa claramente integrista, a su sucesor, el cardenal Pedro Segura.

viernes, 17 de junio de 2016

La catedral de Toledo en la Edad Media

LOP OTÍN, María José, La Catedral de Toledo en la Edad Media. Trayectoria. Funcionamiento. Proyección, Toledo, Instituto Teológico San Ildefonso, 2016

Dentro de su colección Primatialis Ecclesiae Toletanae Memoria, el Instituto Teológico San Ildefonso, de Toledo, acaba de publicar la obra de la doctora María José Lop Otín, fruto de su tesis doctoral, en la que se analiza la vida del templo primado toledano durante la Edad Media.


Tras una introducción, en la que nos explica el significado de las catedrales durante la Edad Media, y el papel de Toledo como ciudad eclesiástica, a lo largo de las tres partes en las que se divide la obra, la autora va desgranando el desarrollo histórico de la catedral, como edificio, y también como institución, conformada por el papel del cabildo y de los diversos arzobispos que rigieron la sede toledana. Desde su nacimiento, tras la reconquista de la ciudad por el rey Alfonso VI, en el siglo XI, se recorre la consolidación y madurez del cabildo, cabildo que es presentado, en su composición y funciones, en la segunda parte. La tercera está dedicada a analizar las relaciones de la catedral con la ciudad de Toledo y sus habitantes.
Nos encontramos ante una obra de gran interés, tanto para los amantes de la historia medieval, como para los estudiosos del arte, y para el público en general que desee tener una idea profunda y correcta de lo que suponía una catedral en el periodo medieval.