domingo, 30 de octubre de 2022

La polícroma belleza del liquidámbar

 Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Quienes, semana tras semana, y año tras año, tienen la paciencia de leerme, saben que, llegado el otoño, es ya una ineludible tradición la de escribir sobre los jardines del Real Sitio de San Ildefonso, para mí uno de los lugares más hermosos de España, singularmente en estos meses. No falto a esta cita estacional con la belleza excepcional que los adorna, manifestada en las mil y una modulaciones de los colores que decoran, en constante y vertiginosa transformación, su frondosa vegetación, creando un marco maravilloso en el que parece que van a tomar vida los personajes mitológicos de fuentes y estatuas. En este deambular algunas especies de árboles me atraen particularmente, invitándome a hacer un alto y extasiarme ante la hermosura que prodigan.

Reconozco que mi interés hacia los árboles deriva de mi buena y vieja amistad con los Sánchez Butragueño. A Mari Carmen le debo la curiosidad por los pinsapos, y a Eduardo, por los celtis australis, vulgo almeces o almárcigos. De los diferentes tipos de Quercus –roble, encina y alcornoque- quedé saturado en las asignaturas de geografía física de España de la vieja licenciatura de Geografía e Historia. Pero desconocía cómo se denomina un árbol que siempre me ha llamado la atención en otoño, por la diversidad y belleza de sus colores, y del que, antes de llegar al edificio de la Real Colegiata, se yergue un espléndido ejemplar, crecido junto a la imponente altura de las secuoyas que empequeñecen la cúpula de Ardemans y los chapiteles austriacos del palacio. En mi última visita al Real Sitio, bajo una lluvia que envolvía la atmósfera de lechosos velos agitados por el viento, me detuve, pasmado por la maravillosa policromía que lo recubría. Y leyendo la cartela explicativa, descubrí su sonoro, potente, nombre. Liquidámbar. Una especie nativa de América, introducida en Europa hacia 1681, siendo plantada en los jardines del obispo anglicano de Londres, Henry Compton, quien, junto a sus tareas episcopales, destacó por sus aficiones como naturalista. Sin duda, hay que alabar su gusto por un árbol tan bello.

Liquidámbar
El ejemplar que me cautivó era un mosaico de colores, que evolucionaban del verde intenso a diferentes tonos de amarillo para concluir, en su copa, semejante a una aguja gótica, en un rojo sanguinolento que parecía brotar de un cielo rasgado por la misma. Las gotas de lluvia esmaltaban las hojas que, zarandeadas por el viento, se aferraban a las ramas, tratando de posponer la danza macabra que las conducirá a su destino último como alimento fecundo que, tapizándola, nutre la tierra.

En la obra del poeta mexicano Alberto Blanco encuentro un poema titulado El liquidámbar, en el que el alma del escritor se transforma en dicho árbol. Sin duda, inspira. Pero, además, sana. Su savia tiene propiedades que ayudan al cuidado de la piel, y se empleó como bálsamo, perfume e incluso incienso.

Un buen descubrimiento, el liquidámbar.

sábado, 8 de octubre de 2022

Némirovsky

Comparto mi columna del pasado miércoles 5 de octubre en La Tribuna de Toledo

Cuando entro en alguna gran librería, suelo desconfiar de la sección “Libros más vendidos” y la evito como si de una planta venenosa se tratase. Son muchos los intereses, frecuentemente no literarios, que se unen para hacer de ciertos libros un banal y fugaz objeto de consumo rápido más. Mi desconfianza se extiende asimismo a determinados autores “de éxito”, sobre todo cuando llevan detrás una fuerte y agresiva campaña de marketing, o lo son por motivos ideológicos o políticos. La inmensa mayoría de ellos no suelen resistir el paso del tiempo, y con la misma velocidad con que alcanzan la fama caen en el olvido.

Con los buenos libros y escritores sucede como con el trigo. El tiempo, cedazo impasible, va cerniendo y separando el grano de la paja. En ocasiones el proceso puede ser lento, e incluso, como si del Guadiana se tratase, un libro o un autor se olvidan para reaparecer con renacida fuerza más adelante. De forma maravillosa e imprevisible, a veces, cual milagro literario.

Es lo que ocurrió con una autora que, sin duda, conocerán, pues sus libros, afortunadamente, se encuentran, en las hermosas y cuidadas traducciones de Ediciones Salamandra, en todo tipo de librerías. Irène Némirovsky. Su propia vida, dramática, es digna de ser novelada. Nació en Kiev, en aquel tiempo parte del Imperio ruso, en 1903. Su familia, judía y acaudalada, tuvo que huir a consecuencia del estallido de la revolución de 1917. Instalados en París, Irène, que había recibido una exquisita educación, pronto se reveló como una extraordinaria escritora en lengua francesa, desarrollando una trayectoria deslumbrante a partir de la publicación en 1929 de la novela David Golder. Sin embargo el terrible drama desencadenado sobre Europa tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, vino a cortar, trágicamente, tan brillante porvenir literario. Detenida y deportada al campo de concentración de Auschwitz, murió asesinada en él en 1942. Su obra fue cayendo, poco a poco, en el olvido, hasta que sesenta años más tarde, sus hijas, supervivientes, descubrieron el manuscrito de Suite francesa, un relato inacabado, que narra, de modo dramáticamente magistral, los momentos de la invasión alemana de Francia, que la autora estaba viviendo en primera persona. Publicada en 2004, obtuvo un éxito inesperado, logrando, póstumamente, el premio Renaudot. Traducida a numerosas lenguas, fue el inicio de la recuperación de una escritora que se sitúa entre las más importantes del siglo XX en Europa.

Irène Nemirovsky
He leído prácticamente todas las obras de Némirovsky traducidas al castellano, siendo una de mis escritoras favoritas. Recientemente se ha traducido y publicado de nuevo un escrito suyo, en este caso una incursión en el género biográfico, La vida de Chéjov, personal visión del autor ruso por parte de quien compartió experiencias semejantes, como la niñez desdichada, ayudándonos a penetrar –algo hoy tan pertinente- en la desconcertante alma rusa.

Si aún no la conocen, les animo a descubrir a la excepcional Irène Némirovsky.