sábado, 25 de diciembre de 2021

PREGÓN DE NAVIDAD

 Comparto, en este día de la Natividad del Señor, el texto del Pregón de Navidad que dí el pasado sábado 18 de diciembre en Casasbuenas (Toledo)

Rorate, caeli, desuper, et nubes pluant justum” “Destilad, cielos, desde lo alto, y que las nubes lluevan al justo”

Estas palabras, tomadas del libro de Isaías, con su bellísima melodía gregoriana, han venido resonando en nuestros oídos, y ojalá en nuestros corazones, a modo de plegaria anhelante, deseo irrefrenable, suspiro del alma, en el camino del Adviento, ruta segura y firme hacia las fiestas de Navidad. A punto de alcanzar nuestra meta, cuando apenas divisamos ya en lontananza la humilde cueva, el pesebre sencillo y pobre, sobre el que se posará una estrella, bordón y guía de ilustres viajeros, hacemos un alto, reposamos entre los vetustos muros de esta iglesia de Santa Leocadia, la joven toledana que no dobló su cabeza ante los ídolos para permanecer fiel a su esposo divino, en este lugar de las Casas Bonas del que ya nos hablan documentos mozárabes del siglo XIII. Y lo hacemos para dejar que lleguen hasta el hondón del ser, los ecos que la belleza lírica de nuestros clásicos, que, a modo de mojones, como en el cercano antiguo camino real a Guadalupe, nos indican el itinerario. Este comenzaba mirando a Aquel cuya llegada se desea por encima de toda cosa

“Jesucristo, Palabra del Padre,/ luz eterna de todo creyente:/ ven y escucha la súplica ardiente,/ ven Señor porque ya se hace tarde./ Cuando el mundo dormía en tinieblas,/ en tu amor tú quisiste ayudarlo/ y trajiste, viniendo a la tierra,/ esa vida que puede salvarlo./ Ya madura la historia en promesas,/ sólo anhela tu pronto regreso;/ si el silencio madura la espera,/ el amor no soporta el silencio./ Con María, la Iglesia te aguarda/ con anhelos de esposa y de madre,/ y reúne a sus hijos en vela,/ para juntos poder esperarte./”

Una Luz eterna, que brota del Amor desbordante del Dios que es Amor, quiere hacer de la tierra su morada. El que es inabarcable se hace pequeño, tangible, frágil. Pero, siendo omnipotente, ha querido contar con la limitación de la estirpe humana para construirse una morada. Más no lo hará imponiéndose, sino llamando humildemente a la puerta de una muchachita, una doncella que, en esos momentos, en su casa de Nazaret, sueña con sus proyectos de amor, la joven desposada con el carpintero de la aldea, José, en el que está oculta la gloriosa estirpe del rey David. Pero, a pesar de la sencillez, la ocasión es importante. Nada menos que el momento central de la historia humana. No va a ser en Roma, altivo centro del mundo conocido, donde Augusto se enseñorea como el emperador que ha establecido la paz. No, esa paz augusta es quebradiza, como todo lo humano. Como los mármoles con los que el imperator cubrirá la Urbe, que acabarán, más tarde o más temprano, rotos y yaciendo por tierra. El centro de la historia, el momento axial de todo el devenir humano va a tener lugar entre unos sencillos muros de adobe, en una perdida aldea del norte de Israel, Nazaret, en tierra casi pagana. Allí va a llegar el mensajero divino, Gabriel. García Lorca nos dirá “El Arcángel san Gabriel,/ entre azucena y sonrisa,/ bisnieto de la Giralda,/ se acercaba de visita./ En su chaleco bordado/ grillos ocultos palpitan.”

Nos le podemos imaginar, desde la belleza desbordante de los pinceles del beato Angélico, revestido de hermosa y rosada dalmática, inclinándose, él, uno de los más importantes dentro de las jerarquías angélicas, ante una criatura humana, una muchachita que, sin saberlo, ha sido preparada por Dios desde su concepción para ese momento. Así se lo revelará el arcángel, cuando la salude como aquella que desde el principio y para siempre es la Llena-Llenada-de-Gracia, esa Gracia que es también la alegría con la que se hace presente ante ella. De nuevo la poesía de Lorca reconstruirá el diálogo: “Dios te salve, Anunciación./ Morena de maravilla./ Tendrás un niño más bello que los tallos de la brisa./ ¡Ay, san Gabriel de mis ojos!/ ¡Gabrielillo de mi vida!,/ para sentarte yo sueño/ un sillón de clavellinas.”

Como María iba a ser el Arca de la Nueva Alianza, Dios la quiso perfecta, sin mancha ni arruga, espléndida en su santidad y hermosura. “Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te. Tu gloria Jerusalem, tu honorificentia populi nostri, tu advocata peccatorum”, proclamará una antigua oración. Y la Iglesia le cantará:

“Reina y Madre, Virgen pura,/ que sol y cielo pisáis,/ a vos sola no alcanzó/ la triste herencia de Adán/ ¿Cómo en vos, Reina de todos,/ si llena de gracia estáis/ pudo caber igual parte/ de la culpa original?/ De toda mancha estáis libre:/ ¿y quién pudo imaginar/ que vino a faltar la gracia/ en donde la gracia está?/ Si los hijos de sus padres/ toman el fuero en que están,/ ¿cómo pudo ser cautiva/ quien dio a luz la libertad?”

Porque  si “Eva nos vistió de luto, de Dios también nos privó e hizo mortales”, de María “salió tal fruto que puso paz y quitó tantos males”. Por ello dirá San Anselmo: “¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo, por tu bendición queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el creador, sino también el Creador por la criatura!” Y San Bernardo, haciéndose voz de toda la humanidad, suplica a María: “Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento”. Y aquella que es la “rosa entre rosas, flor de las flores, Virgen de vírgenes, y amor de amores”, como cantará el rey trovador de María, Alfonso X de Castilla, el Sabio, más sabio por su amor a María que por sus conocimientos excelsos, pronunció el “Sí”, el “Fiat”, el “Hágase en mí”. Y el Verbo, la Palabra, el Logos de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo eterno del Dios Padre eterno, se hizo carne, se hizo verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios, tomó cuerpo del cuerpo purísimo de María, recibió como linfa vital el aliento de la sangre de María, se dejó modelar, como humilde barro por el alfarero, acampando entre nosotros en la Tienda del Encuentro que es María. “De luz nueva se viste la tierra,/ porque el Sol que del cielo ha venido/ en el seno feliz de la Virgen/ de su carne se ha revestido”. Comenzó así el primer Adviento, el modelo de todos los Advientos, pleno de alegría, de esperanza, de cuidadosa, delicada y atenta preparación. Un Adviento que se hizo procesión del Corpus en la custodia más maravillosa que ha existido, aquella que ni siquiera el extraordinario arte de Enrique de Arfe pudo imitar. Porque el Amor no conoce el descanso, y aquella que, desde aquel instante, albergó en su seno al Amor de los Amores, no pudo menos que salir en ayuda de su prima Isabel.

Recorriendo los duros caminos que separan Nazaret de Ain Karem, presurosa, marchó sin pensar en sí misma. Porque el Amor se olvida de sí y busca el bien de los otros. Como expresó San Ambrosio: “María, no por falta de fe en profecía, no por incertidumbre respecto al anuncio, no por duda acerca del ejemplo indicado por el ángel, sino con el regocijo de su deseo, como quien cumple un piados deber, presurosa por el gozo, se dirigió a las montanas”. Y en aquel pequeño pueblo de la montaña de Judá, la doncella de Nazaret va recibir otra revelación sobre su ser: “Dichosa, bendita”. Y María exultará de gozo, proclamará la grandeza de Aquel que ha mirado su humillación, su pequeñez; proclamará que, por ello, todas las generaciones la felicitarán, pues el Poderoso, cuyo nombre es Santo, ha hecho obras grandes, por ella y en ella. San Beda el Venerable puso en labios de María el porqué de su Magnificat: “El Señor –dice- me ha engrandecido con un don tan inmenso y tan inaudito, que no hay posibilidad de explicarlo con palabras, ni apenas el afecto más profundo del corazón es capaz de comprenderlo; por ello ofrezco todas las fuerzas del alma en acción de gracias, y me dedico con todo mi ser, mis sentidos y mi inteligencia a contemplar con agradecimiento la grandeza de aquel que no tiene fin, ya que mi espíritu se complace en el eterna divinidad de Jesús, mi salvador, con cuya temporal concepción ha quedado fecundada mi carne”.

Pero mientras María cumple con el deber gozoso de acompañar a Isabel, siendo testigo del nacimiento del Precursor, de Juan, aquel que iba a ser la voz que en el desierto prepararía el camino al Señor, en Nazaret otro protagonista de nuestra historia se debatía en luchas interiores. José, el joven artesano que, elegido por Dios como el gran colaborador de la obra maestra que estaba a punto de ofrecerse ante la vista de los hombres, sufría ante la incertidumbre, la duda, el dolor hondo de no comprender lo que estaba aconteciendo. Justo, no podía creer que María pudiera ser culpable de nada deshonroso; pero la evidencia estaba ante sus ojos. Sumido en su propia noche oscura, anhelaba la luz que disipara las tinieblas que le aherrojaban. Como su antepasado Jacob, José recibirá en sueños la respuesta a sus interrogantes; una respuesta que le comprometía como colaborador en el plan de Dios, un colaborador humilde, discreto, pero imprescindible.

Y mientras estos acontecimientos se desarrollaban en un perdido rincón del Orbe romano, una decisión de César, allá en la lejana Roma, iba a permitir, sin que Augusto ni siquiera lo sospechase, el cumplimiento de lo anunciado por los profetas. Para conocer el número de sus súbditos, manda realizar un censo. José tomó a María y se encaminó a Belén, la tierra de sus antepasados, el lugar donde vio la luz el hijo de Jesé, David, el rey de Israel. Quizá esperaba, al llegar allí, poder alojarse en casa de algún pariente. Pero la población está llena. Y, de repente, María siente que llega el momento. Es preciso improvisar un lugar para que dé a luz. Sólo es posible en una pequeña cueva en la que se guarecen los animales. Al calor de estos, María encontrará el abrigo para, en el silencio de la noche, mientras la luna cubre con un plateado manto la tierra, bajo la cúpula titilante del firmamento, dar a luz al Rey del Universo. Deliciosamente, en una bellísima letrilla, allá por el 1621, lo cantará Luis de Góngora:

“Caído se le ha un clavel/ hoy a la Aurora del seno:/ ¡Qué glorioso que está el heno,/ porque ha caído sobre él!/ Cuando el silencio tenía/ todas las cosas del suelo,/ y coronada de yelo/ reinaba la noche fría,/ en medio la monarquía/ de tiniebla tan crüel,/ caído se le ha un clavel/ hoy a la Aurora del seno./ De un solo clavel ceñida/ la Virgen, aurora bella,/ al mundo se le dio, y ella/ quedó cual antes florida;/ a la púrpura caída/ solo fue el heno fiel./ Caído se le ha un clavel/ hoy a la Aurora del seno./ El heno, pues, que fue dino,/ a pesar de tantas nieves,/ de ver en sus brazos leves/ este rosicler divino,/ para su lecho fue lino,/ oro para su dosel./ Caído se le ha un clavel/ hoy a la Aurora del seno.

 Brota el renuevo del tronco de Jesé en Belén, nace el Deseado de las naciones, el Príncipe de los Reyes de la Tierra; germina aquel que es la alegría de los hombres, la esperanza de los pueblos. Por ello

“Entonad los aires/ con voz celestial:/ “Dios niño ha nacido/ pobre en un portal.”/ Anúnciale el ángel/ la nueva al pastor,/ que niño ha nacido/ nuestro Salvador./ Adoran pastores/ en sombras al Sol,/ que niño ha nacido,/ de una Virgen, Dios./ Haciéndose hombre, al hombre salvó. Un niño ha nacido, ha nacido Dios.”

Ha nacido Dios, en medio de los hombres. En la pobreza, en la humildad, entre los pecadores, los marginados, los desechados. Un nacimiento que llena de gozo el corazón de los hombres y de los ángeles, de los justos y de los pecadores:

“Hoy grande gozo en el cielo/ todos hacen,/ porque en un barrio del suelo/ nace Dios./ ¡Qué gran gozo y alegría/ tengo yo”/ Mas no nace solamente/ en Belén,/ nace donde hay un caliente/ corazón./ ¡Qué gran gozo y alegría/ tengo yo!/ Nace en mí, nace en cualquiera,/ si hay amor;/ nace donde hay verdadera/ comprensión./ ¡Qué gran gozo y alegría/ tiene Dios!”

La fría noche se ilumina con el resplandor celestial que, en el Campo de los Pastores, anuncia el nacimiento del Emmanuel, entre cánticos que glorifican a Dios y anuncian la paz. Presurosos, aquellos pastores, como los que antaño recorrían con sus rebaños estos Montes de Toledo, van a llevar al Niño lo mejor de su pobreza. Hombres rústicos, duros, avezados a las adversidades, llenan sus ojos de lágrimas al contemplar al Rey de Reyes en humilde trono, anuncio del que será el verdadero, la Cruz, donde ceñirá la corona regia de sus lacerantes espinas. María, contemplando a su hijo, llena de ternura, aún no sabe del terrible anuncio que le hará el anciano Simeón; cuando éste se cumpla, sus lágrimas serán de dolor, como bellísimamente reflejó Luis de Morales en la hermosa Piedad que se custodia, tras un largo viaje, de Extremadura a México y de aquí a Polán, en la iglesia parroquial de San Pedro y San Pablo.

La Adoración de los pastores (El Greco)
Pero no sólo serán los sencillos pastores quienes acudan al encuentro del pequeño Dios-Hombre. De tierras lejanas, simbolizando a toda la humanidad, a todas sus razas y culturas, unos sabios llegarán, tras largo periplo. La tradición les ha dado los nombres de Melchor, en representación de Europa y la ancianidad; Gaspar, de Asia y la edad madura; Baltasar, África y la juventud. Gloria Fuertes los transformará en aquellas tres divertidas reinas magas de su deliciosa obra de teatro. Nadie queda excluido de la Buena Noticia. María, como trono real, tal y como la representará el románico, ofrece a quienes llegan a la casa, hogar íntimo al que todos somos invitados, al niño como auténtico don.

Los magos fueron guiados por una estrella; San Bernardo nos ofrecerá, para encontrar a Jesús, la contemplación de la Estrella matutina, María. La estrella de los magos queda eclipsada al llegar al portal, porque como proclama una bella poesía

“Reyes que venís por ellas,/ no busquéis estrellas ya,/ porque donde el sol está/ no tienen luz las estrellas/

Navidad, tiempo de alegría, porque Dios se ha hecho próximo, cercano, íntimo. Tiempo también para acercarnos, alejados del ruido de zambombas y panderos, de villancicos y cánticos, para hacernos un hueco en el silencio del portal; para, entre los animales que caldean con su vaho la fría noche, asomarnos, tras la marcha de los pastores, y depositar allí nuestro regalo. No le llevaremos, quizá, requesón con miel, ni leche aún humeante; no pondremos un zurrón con hogazas ni una flauta para que con su sonido el niño se duerma. Pondremos la humilde realidad de nuestras vidas, la sencillez y pobreza de nuestras existencias; tal vez, nos atreveremos a dejar, casi de soslayo, la pesada zamarra de nuestros pecados, miserias y dolencias. Este será el regalo más preciado para el niño. Y así, mirándole a los ojos, dejándonos mirar por Él, le cantaremos:

“Te diré mi amor, Rey mío,/ en la quietud de la tarde,/ cuando se cierran los ojos/ y los corazones se abren/ Te diré mi amor, Rey mío/ con una mirada suave/ te lo diré contemplando/ tu cuerpo que en pajas yace/ Te diré mi amor, Rey mío,/ adorándote en la carne,/ te lo diré con mis besos/ quizá con gotas de sangre/ Te diré mi amor, Rey mío/ con los hombres y los ángeles,/ con el aliento del cielo/ que espiran los animales.”

Digámosle, en esta mañana fría de invierno, nuestro amor. ¡Feliz y Santa Navidad!

viernes, 24 de diciembre de 2021

¡FELIZ NAVIDAD!

 Comparto, para desear una feliz Navidad, la columna que publiqué el pasado miércoles 22 en La Tribuna de Toledo

Un año más el curso del tiempo culmina su recorrido anual con la llegada de la Navidad. Un momento entrañable, evocador, pleno de recuerdos y henchido de ilusiones. Quizá el periodo más bello del año, con sus ritos religiosos y profanos, con sus remembranzas inexcusables de la niñez y las melancolías del recuerdo de los que ya no están. Unas fiestas nacidas de la vivencia profunda de la fe, pero que se han transformado en uno de los momentos más secularizados del año, con unas connotaciones consumistas que desdibujan su autenticidad, el recuerdo actualizado del nacimiento de un niño, en medio de la pobreza y la marginalidad, que con su vida y mensaje cambió la historia, aquel que para los creyentes es el cumplimiento de las promesas hechas por Dios a su pueblo, y para el agnóstico o ateo, una figura que oscila desde el gurú que invita a una ética elevada, al revolucionario que pone en cuestión el orden social.

En cualquier caso, Navidad tiene sentido desde la memoria de la figura polisémica de Jesús de Nazaret. No es, a pesar de la tontería de algunos, una celebración del solsticio de invierno –dudo mucho que haya alguien que lo celebre, aunque de todo hay en la viña de Odín-, ni unas asépticas fiestas, como aparece en algunas felicitaciones que son un “sí pero no”, y que cuando me llegan, vía física – qué bonito recibir aún christmas en formato material- u online, me hacen dudar si se refieren a los Sanfermines o a la Tomatina de Buñol. Navidad es recordar para unos, y hacer anamnesis, es decir, actualización del Misterio, para otros, del nacimiento de Jesús, el hijo de María, el Hijo de Dios para los cristianos, el mayor profeta después de Mahoma para los musulmanes. Ese diluir la esencia de la Navidad a causa de un deseo de no ofender -¿a quién? Porque mis alumnos musulmanes en la Universidad también me han deseado feliz Navidad, como yo les desearía feliz Ramadán o si fueran judíos feliz Pésaj o feliz Hanukkah- no es sino fruto de la ignorancia o de la mala fe. La polémica generada en la Unión Europea hace unas semanas me hace dudar cuál de las dos explicaciones es más plausible, aunque es una buena muestra de la creciente distancia entre las burocracias de Bruselas y la ciudadanía.

Natividad (Giotto)
La vivencia secular de la Navidad, más allá de lo que uno crea o deje de creer, ha generado un patrimonio impresionante en la cultura europea, manifestado en el arte, la literatura, el folclore o las costumbres. Un legado que es preciso cuidar, conservar, transmitir y enriquecer. De él tomo una deliciosa letrilla de Luis de Góngora, escrita en 1621, con cuyo estribillo quiero felicitarles:

 “Caído se le ha un clavel/ hoy a la Aurora del seno:/ ¡Qué glorioso que está el heno,/ porque ha caído sobre él!”

 ¡Feliz Navidad! ¡Felices Pascuas!