viernes, 31 de agosto de 2018

De la guerra santa a la "inútil matanza": El catolicismo español y la Gran Guerra (I)

Comparto el texto de la conferencia que impartí el pasado miércoles 29 de agosto en las X Jornadas de Historia Moderna y Contemporánea "Guerra y Paz en la Edad Moderna y Contemporánea", celebradas en Salta, Argentina, los días 29, 30 y 31 de agosto



La Gran Guerra supuso para Europa una tremenda conmoción que afectó no sólo a los países combatientes, sino también a aquellos que permanecieron neutrales, como fue el caso de España. Asimismo, el conflicto creó dentro de la Iglesia católica grandes divisiones, pues los católicos de ambos bandos defendían tener a Dios de su parte. Esto llevó a que la Santa Sede a una difícil posición, en la que las continúas llamadas a la paz por parte del papa, recibidas con indiferencia e incluso con rechazo, conducirían a una condena de la guerra en sí que supondría un avance en la reflexión moral sobre el hecho de la guerra como tal. Sobre dicha actuación y su reflejo en España, uno de los países católicos más importantes vamos a presentar brevemente unos rasgos generales, que nos sirvan de aproximación.

Benedicto XV y la llamada a la paz
El 3 de septiembre de 1914, apenas comenzada la guerra, el cardenal Giacomo della Chiesa, arzobispo de Bolonia, fue elegido papa como sucesor de Pío X1. Su labor pastoral iba a estar marcada, en gran medida, por las consecuencias del conflicto bélico. Sus llamadas a la paz caerían en saco roto y su deseo de estar por encima de los bandos encontraría incomprensión en unos y otros. Olvidado por la historiografía, sólo recientemente se ha empezado a estudiar en profundidad su figura y su labor, rescatándolo poco a poco del desconocimiento que se ha hecho ya un lugar común en torno a su figura. Sin embargo, en el ámbito de la historiografía en lengua castellana está lejos de ocupar el lugar que objetivamente le correspondería.
El nuevo pontífice nació en Génova el 21 de noviembre de 1854, en el seno de una noble familia lombarda. En Roma estudió como alumno del prestigioso colegio Capránica, siendo ordenado el 21 de diciembre de 1878 en la basílica de San Juan de Letrán. Ingresó en la Academia de nobles eclesiásticos, donde aprendió las prácticas diplomáticas y Derecho Internacional. Acompañó a Mariano Rampolla del Tindaro en su misión diplomática en España. Más tarde, elevado Rampolla a la Secretaría de Estado, ocupará la función de minutante en la sección de asuntos ordinarios, lo que le permitió conocer por dentro los engranajes de la curia romana. Fue enviado a Viena, completando así su experiencia. Sustituto de la Secretaría de Estado, en octubre de 1907, fue, de modo inesperado, nombrado arzobispo de Bolonia.
Su elevación al cardenalato se hizo esperar, no llegando sino en el consistorio secreto de mayo de 1914. Tres meses más tarde era elevado a la sede de Pedro. Como Secretario de Estado escogió al cardenal Pietro Gasparri, diplomático y canonista.
En su primera encíclica, del 1 de noviembre, Ad Beatissimi, el papa señalaba como programa de su pontificado una Iglesia Madre y Maestra, compañera del ser humano a lo largo de todo el ciclo de su vida, tanto individual como colectiva, siendo la disciplina religiosa la única garantía de un mundo fraterno y moral; al contrario, la guerra, que se nutría de sangre y de lágrimas y que había transformado Europa en un campo de muerte, demostraba el padecimiento de los elementos mortales fermentados por el materialismo, y que sólo encontraría salida con la restauración de los derechos de Dios.
Sus primeros esfuerzos para aliviar los desastres de la guerra fueron dirigidos a la atención a los prisioneros, para lo cual confió, en diciembre de 1914, a Eugenio Pacelli, entonces secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, la dirección del servicio de asistencia pontificia creado especialmente con esta intención. El papa envió simultáneamente a los soberanos de las naciones beligerantes un telegrama en el que les rogaba de acabar con "este funesto año" y comenzar el nuevo con un acto generoso, acogiendo su sugerencia de cambiar los prisioneros de guerra, inválidos o heridos, considerados inútiles para el servicio de las armas. La casi totalidad de los destinatarios, desde el zar Nicolás II a Jorge V, incluyendo a Poincaré, respondieron favorablemente, teniendo lugar los primeros intercambios a comienzos de 1915. Más de 30.000 franceses, belgas, ingleses y austriacos pudieron, de este modo, beneficiarse de una hospitalización en Suiza. Entre otras iniciativas, se permitió a los prisioneros el descanso dominical y se dedicó una tumba monumental a los cristianos muertos en los Dardanelos. Un decreto del 15 de enero de 1915 prescribió una jornada universal por el restablecimiento de la paz, fijada para el 7 de febrero en Europa y para el 21 de febrero en las diócesis fuera de Europa. La obra de los prisioneros, abierta en los palacios vaticanos, pudo recoger 170.000 demandas de información, asegurar 40.000 repatriaciones y permitir 50.000 comunicaciones a las familias. Una extraordinaria organización internacional, en la que participaban obispos, organizaciones de laicos y la diplomacia vaticana se encargó de recoger noticias sobre prisioneros, muertos y heridos, ayudó a la recuperación en Suiza de los enfermos, y buscó información sobre desaparecidos. Se logró distribuir medicinas y alimentos, independientemente de la religión o la etnia. Asimismo el papa intervino, si bien con escaso resultado, ante el sultán otomano en favor de los armenios, en pleno proceso de genocidio, el Metz Yeghern, por parte del Imperio Turco.
Otras intervenciones del pontífice, sin embargo, tuvieron menos éxito. Se multiplicaron las exhortaciones favorables a la paz (8 de septiembre y 6 de diciembre de 1914; 25 de mayo, 28 de julio y 6 de diciembre de 1915; 4 de marzo y 30 de julio de 1916; 10 de enero y 5 de mayo de 1917). No logró obtener de las potencias beligerantes una tregua para la Navidad de 1914. El papa trató de poner toda su autoridad moral al servicio de la paz, exhortando a una paz justa, pero no sólo no encontró eco en los políticos, sino que fueron malinterpretadas, produciendo incomprensión y rechazo en ambas partes, que esperaban la condena del adversario, al mismo tiempo que se creía que dichos discursos inducían a la pérdida del ardor bélico.
El otro ámbito en el que el papa se volcó fue el de la diplomacia y la política. Ya a finales de 1914 en Londres comprendieron que la posición de la Entente en Roma estaba en clara desventaja. Francia, desde la crisis de 1906, había suprimido su embajada ante la Santa Sede. Al ser urgente la necesidad de tener relaciones se acreditó a Sir Henry Howard a la cabeza de una misión extraordinaria ante Benedicto XV. La entrada de Italia en la guerra en 1915 modificó el tablero: los representantes de los Imperios Centrales cerca del Vaticano tuvieron que abandonar suelo italiano, instalándose en Suiza, lo más cerca posible de la frontera. Las dificultades de comunicación entre el papa y los nuncios se acrecentaron, limitando las posibilidades de mediación. El papa confió una misión especial en Suiza al conde Carlo Santucci, acogido por el responsable de Asuntos Extranjeros, Giuseppe Motta, con quien tuvo buen entendimiento, y lo mismo ocurrió con Gustave Adar, presidente de la Cruz Roja Internacional. Hubo también una tentativa de mediación por parte de monseñor Baudrillart, comenzada en septiembre de 1915, ante el gobierno francés, para proponer una paz de compromiso con Alemania, que fracasó. Otros intentos, también secretos, se hicieron en marzo de 1918 entre Gasparri y el ministro Nitti, de cara a una negociación entre Italia y Austria.
Durante el invierno de 1916 los contactos oficiosos con las diversas artes parecían augurar que el Imperio Alemán vería con agrado que la Santa Sede realizara gestiones oficiales. El nuncio en Viena, al mismo tiempo, intervenía ante el emperador Carlos, sucesor de Francisco José, el cual parecía que estaba dispuesto a desbloquear la situación. El papa envió a uno de sus mejores diplomáticos, Eugenio Pacelli en mayo de 1917 como nuncio a Munich y asimismo tomó la iniciativa de nombrar un capellán jefe para el ejército italiano, en la persona del coadjutor del arzobispo de Turín, Angelo Bartolomasi. Con la delegación de facultades especiales a los sacerdotes que se encontraban en el frente, se constituyó toda una organización eclesiástico militar, puesta bajo la autoridad de este "obispo de campaña"; lo mismo se hizo con las fuerzas armadas belgas, francesas, inglesas, alemanas y austriacas.
La situación respecto a Italia era especialmente delicada. El papa hubiera querido que no entrara en la guerra, y el gobierno italiano, por su parte, vigente el conflicto derivado de la cuestión romana, deseaba evitar que la Santa Sede pudiera tener cualquier tipo de protagonismo. Por los acuerdo de Londres, firmados en abril de 1915, Italia había conseguido de sus aliados que el Vaticano no participara en las instancias internacionales que se constituirían al finalizar la guerra. Durante 1918 la Santa Sede intentará la supresión de este artículo 15, considerado injurioso, ya que sólo se aplicaba al Vaticano y no a los neutrales en general.
En este contexto tuvo lugar la intervención más importante del papa durante todo el conflicto bélico, y quizá también el acto más importante de todo el pontificado. El primero de agosto de 1917 se firmó el documento que el papa Benedicto XV envió a los gobiernos de las dos partes en conflicto2. El tenor del mismo era de una total condena de la guerra, quizá como nunca hasta entonces había pronunciado la Iglesia, definiendo el conflicto como "inutile strage"3.
Comenzaba señalando que desde el principio del conflicto se había propuesto, en primer lugar, guardar una perfecta imparcialidad; esforzarse en hacer a todos el mayor bien posible, sin acepción de personas ni de nacionalidad y religión; no omitir nada, en cuanto estaba en su mano, para poner fin a la guerra, buscando atraer a todos a resoluciones moderadas y a deliberaciones serenas sobre una paz justa y duradera. Después de recordar sus continuos llamamientos a la paz y lamentar de nuevo los desastres de la guerra, señalaba que, pasando del ámbito de los términos generales, descendía a posiciones más concretas. El papa ofrecía la perspectiva de un nuevo modo de regular las relaciones internacionales. El mensaje contenía siete puntos y proponía unas bases muy concretas sobre las que desarrollar la negociación. El documento señalaba que era preciso evacuar el norte de Francia y Bélgica, mientras que a Alemania se le restituirían sus colonias; se deberían realizar las negociaciones con disposiciones conciliadoras; se examinarían las cuestiones territoriales pendientes entre Francia y Alemania y el Imperio Austro-húngaro e Italia, además de lo concerniente a Armenia, los estados bálticos y Polonia; se renunciaría recíprocamente a las indemnizaciones de guerra, excepto en el caso de Bélgica; se aceptaría un principio que asegurase la libertad de los mares y su utilización conjunta; desarme simultáneo; institución de un arbitraje internacional que sustituyera a las armas, estableciendo la fuerza suprema del derecho.
Las respuestas de los gobiernos fueron tardías y desilusionantes, mientras que en la prensa se desató una áspera campaña, crítica con el papa, incluidos muchos católicos, que se dividieron entre el rechazo, el no hacer caso, el tener una deferencia reticente o hacer una interpretación libre.
¿Qué ocurrió para que, a unas alturas en las que era deseable una salida al conflicto, no se tuviera en cuenta el equilibrado mensaje papal? Por un lado, Alemania no mostró ningún gesto de buena voluntad, mientras que los Aliados pensaban que, con la entrada de los Estados Unidos, la victoria estaba de su parte, viendo en la intervención del papa tan sólo un intento de salvar a los Imperios centrales, sobre todo Austria-Hungría, del desastre al que estaban abocados. Tanto los Estados Unidos como Gran Bretaña querían llegar hasta las últimas consecuencias de la guerra, para acabar con el militarismo alemán e imponer el nuevo orden internacional buscado por el presidente Wilson. Éste se comprometería, poco después, con el primer ministro italiano, Sonino, en excluir a la Santa Sede de los acuerdos de paz, renovando lo convenido en Londres entre Italia, Francia y el Reino Unido.
De este modo se malogró un intento que quizá pudo poner fin a la terrible sangría que destrozaba Europa, y que con unos acuerdos justos hubiera evitado las desastrosas consecuencias que traerían los diversos acuerdos y tratados postbélicos, germen de la II Guerra Mundial.

1 Sobre la figura del papa Benedicto XV: POLLARD, John Francis, Il papa sconosciuto: Benedetto XV (1914-1922) e la ricerca della pace, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2001. Asimismo pueden verse síntesis en DE ROSA, Gabriele, "Benedetto XV", en I Papi. Da Pietro a Francesco, Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, 2014, pp. 608-617; JANKOWIAK, François, "Benoît XV", en LEVILLAIN, Philippe (Ed.), Dictionnaire Historique de la Papauté, Paris, Fayard, 1994, pp. 219-224.
2 Véase MONTICONE, Alberto, "Il Pontificato di Benedetto XV", en GUERRIERO, Elio-ZAMBARBIERI, Annibale, Storia della Chiesa XXII/1 La Chiesa e la società industriale (1878-1922), Milano, Edizioni San Paolo, 1995, pp. 186-187; POLLARD, John Francis, Il papa sconosciuto..., op. cit., pp. 144-151.
3 Sobre la referencia del papa a la inutilidad de la guerra, véase MENOZZI, Daniele, Chiesa, pace e guerra nel Novecento. Verso una delegittimazione religiosa dei conflitti, Bologna, Il Mulino, 2008, pp. 40-46. Para un estudio más amplio sobre las repercusiones del conflicto en el catolicismo, véase BOTRUGNO, Lorenzo (a cura), "Inutile strage" I cattolici e la Santa Sede nella Prima Guerra Mondiale. Raccolta di Studi in ocasione del Centenario dello scoppio della Prima guerra mondiale (1914-2014), Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2016.

domingo, 19 de agosto de 2018

Rávena (y III)

Sin duda, lo más espectacular de Rávena es el conjunto formado por dos edificios muy cercanos entre sí, el mausoleo de Gala Placidia y la basílica de San Vital. Ésta es un extraordinario ejemplo de la arquitectura bizantina. Fue iniciada, aún bajo dominio ostrogodo, por el obispo Ecclesio, en el 527 y la consagró, el 17 de mayo del 548, el obispo Maximiano, representado junto al emperador Justiniano en uno de los mosaicos del ábside.

El cortejo de Justiniano, con el obispo Maximiano
De planta central, poco común a las iglesias de Occidente, externamente muestra una cúpula octogonal, mientras que del ábside surgen diversas construcciones, en degradación, redondas y cuadradas, que corresponden a la prótesis y al diaconicón. En el interior encontramos dos deambulatorios, uno superior, que corresponde al matroneo y otro inferior; ocho grandes pilastras sujetan la cúpula y crean ocho grandes hornacinas. La basílica ha perdido gran parte de la decoración en mosaico, pero la que conserva en el ábside es impresionante. En el centro del mismo, Cristo, joven e imberbe, sentado sobre el globo celeste, ofrece la corona de gloria a san Vital, mientras que a su izquierda el obispo Ecclesio presenta a Cristo la maqueta de la iglesia. A los lados, los cortejos de Justiniano y de Teodora avanzan ofreciendo sus dones, el emperador una patena, mientras que la emperatriz, vestida con lujosos ropajes en los que se representa a los Reyes Magos, porta un cáliz en sus manos.
El resto de la decoración, riquísima, nos muestra escenas de la vida de Moisés, de Abraham, profetas, evangelistas, animales simbólicos. Una exhuberancia que eleva los sentidos hacia lo trascendente, recordando que es el espacio en el que se celebra la Divina Liturgia, anticipo en la Tierra del banquete de la Jerusalén celestial.

San Vital, los sacrificios de Abel y Melquisedec
Sin embargo, y a pesar de la grandiosidad y belleza de la basílica, en mi opinión queda ésta eclipsada por el cercano mausoleo de Gala Placidia. En efecto, el austero exterior del pequeño edificio no permite sospechar la espectacularidad de su interior.

Exterior del mausoleo de Gala Placidia
La parte externa, modesta, realizada en ladrillo y enriquecida con pilares, arcos y tímpanos, oculta un deslumbrante interior, realizado en mosaico, resaltando el azul intenso de la cúpula central, que nos evoca el cielo tachonado de estrellas, en el que brilla una cruz que nace de Oriente, el lugar de donde procede la salvación. Alrededor, los símbolos de los evangelistas.

Decoración de la cúpula
Originalmente, y más allá de que haya podido albergar realmente los restos de la emperatriz, era un oratorio dedicado a san Lorenzo, representado en el muro frontal. Fue construido entre el 425 y el 430, tras el regreso de Gala Placidia de Constantinopla.

Interior del mausoleo de Gala Placidia: el mártir san Lorenzo
En el muro de la entrada nos encontramos un bellísimo mosaico que representa al Buen Pastor. El resto del edificio, sobre el amplio zócalo de mármol, está recubierto con imágenes de los apóstoles y elementos simbólicos, como las vides, las palomas, peces, ciervos; estos simbolizan a los catecúmenos que acuden al bautismo. Las vides expresan la unión y fecundidad de los cristianos con Cristo; las palomas, portadoras de la paz celeste, son la imagen del alma cristiana. La riqueza y cromatismo de los mosaicos producen una sensación de belleza difícilmente explicable. Uno se puede dedicar horas a la contemplación de un ámbito excepcionalmente hermoso.

El Buen Pastor
Quizá haya sido este pequeño edificio el que más me ha impresionado de la visita a la ciudad. Hubiera seguido allí, sin moverme, el resto del día. Pero aún quedaba mucho por conocer. Realmente, sólo por pasar un rato en el interior de esta pequeña joya, vale la pena el viaje a Rávena.

Yo, a punto de entrar en éxtasis...
Creo que la ciudad de Rávena, habitualmente apartada de los grandes circuitos turísticos, merece una visita sosegada. Es tal la concentración de Historia y Arte entre sus muros, que cualquier amante de la Belleza disfrutará como en pocos lugares. Marché de la ciudad, tras visitar por último el mausoleo de Teodorico, con el propósito de regresar alguna vez de nuevo, para volver a embriagarme de la hermosura de sus mosaicos y de las páginas de la Historia que la han configurado. Animo a conocer esta espléndida ciudad a quien me haya seguido en esta pálida evocación de una visita inolvidable.