sábado, 20 de enero de 2018

Domingo III del Tiempo Ordinario

El Evangelio de este domingo (Mc 1, 14-20) viene a ser como otra perspectiva de lo que se nos narraba el domingo pasado, la vocación de los primeros discípulos, en este caso desde lo escrito por Marcos, dando inicio a la lectura semicontinuada de este evangelista que realizaremos en el presente ciclo B del Año litúrgico.
La vocación de los hermanos Simón y Andrés, Santiago y Juan, en medio de sus labores cotidianas como pescadores viene precedida por el comienzo de la predicación de Jesús: "está cerca el Reino de Dios; convertíos y creed en el Evangelio". En efecto, este es el núcleo del mensaje de Jesús, la llegada del Reino, anunciada por los profetas y esperada por Israel, pero con una profunda novedad: este Reino no es una estructura sociopolítica determinada, ni una teocracia que se imponga a la realidad social, sino que el Reino de Dios se identifica con el propio Jesús. La conversión a la que no invita es un aceptarle a Él como modelo y pauta de actuación, y la Buena Noticia a la que nos llama a creer es la fe en su persona. De este modo, el aceptar el mensaje del Reino no se reduce ni limita a un conjunto de verdades que puedan después operar en nuestra vida, sino sobre todo, a entrar en una relación personal con Cristo, ejemplificada en el seguimiento que, a continuación, inician los primeros discípulos. Es un caminar, un recorrer, dejándonos instruir por Jesús mismo, sus caminos (Salmo 24)

Vocación de San Pedro y San Andrés (Juan de Roelas, c. 1610)
Un seguimiento que parte de una llamada del propio Cristo. Es Él quien tiene la iniciativa y ofrece un modo de vida nuevo, transformador. Una vida que antes que a una doctrina, aunque la implica, supone una vinculación a una persona. El encuentro con Jesús es transformador, conlleva el cambio, la conversión. La llamada a dicha conversión es un eco de la que ya habían realizado los profetas, como Jonás en Nínive (Primera lectura: Jon 3, 1-5.10) e implica, al convertir a Cristo en el absoluto de nuestra existencia, relativizar todas las demás realidades, que quedan supeditadas a Él, como exhortaba San Pablo a la comunidad cristiana de Corinto (Segunda lectura: 1 Cor 7, 29-31).
Por último, el seguimiento de Jesús supone una misión. La vocación de los primeros discípulos no se agota en ser modelo de las vocaciones a la vida consagrada o sacerdotal, sino que es punto de referencia para todo cristiano, que ha sido llamado a seguir al Señor y a realizar, en dicha vocación, una labor de anuncio, de proclamación del Reino de Dios que interpela y llama a otros hermanos. El ser "pescadores de hombres" es la tarea de todo cristiano, sea cual sea su estado. Si la presencia de Cristo llena, transforma, renueva y cambia nuestras vidas, si es fuente de gozo, de esperanza, de luz en medio de las tinieblas, no podemos quedarnos de modo egoísta, y por lo tanto, profundamente antievángelico, con ese tesoro para nosotros, sino que hemos de compartirlo, anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios, que es Cristo, a los demás, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestras diversiones, a nuestros amigos. Anuncio, testimonio, profecía. Esa es la vocación, exigente, pero gozosa, de todo cristiano, a la que, entrando en la senda de la conversión, estamos llamados hoy.

martes, 16 de enero de 2018

"El movimiento católico en España, 1889-1936" de Feliciano Montero

MONTERO, Feliciano, El Movimiento Católico en España, 1889-1936, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2017, pp. 239 ISBN: 978-84-16978-35-9

Hace ya varios años, en concreto en 1993, el profesor Feliciano Montero publicaba El Movimiento Católico en España, en la editorial Eudema, obra sintética, breve y sin notas, pero que permitió a investigadores, estudiosos y, en general, a todos los interesados en la cuestión, tener una visión general y actualizada de lo que fue un importante factor de movilización de los católicos españoles a lo largo del s. XX. Agotada la edición hace tiempo, ahora el profesor Montero nos brinda una actualización de la misma, basada en las posteriores investigaciones que ha realizado, así como en las numerosas aportaciones que sobre la historia del Movimiento Católico español se han venido produciendo en los últimos años, fruto de la feliz renovación y actualización del tema, dentro del ámbito de la historiografía española, que, de este modo, se va poniendo al mismo nivel de lo que, sobre la misma cuestión, se viene realizando en los países de nuestro entorno.
El profesor Montero comienza presentándonos el concepto Movimiento Católico, tomado de la historiografía italiana, que considera útil para el caso español, tal y como ya defendía en 1993. El eje argumental se desarrolla en torno a la pregunta sobre el grado y proceso de organización del Movimiento Católico en España desde la última década del s. XIX hasta el estallido de la guerra civil, en reacción a los retos que la sociedad liberal e industrial planteaba a la Iglesia. El libro nos enmarca dicho proceso en el contexto eclesial y político nacional, aunque tiene muy en cuenta la perspectiva comparada, sobre todo con Italia. La periodización seguida se basa en la secuencia de los papas, desde León XIII a Pío XI, al mismo tiempo que en las políticas pastorales de los arzobispos de Toledo, que, como primados, eran los responsables máximos del desarrollo de las directrices pontificias.
El libro, tras la Presentación, se desarrolla a lo largo de siete capítulos, a los que se añaden las conclusiones, sintetizadas el encabezamiento Conclusión: entre el integrismo y el posibilismo, que nos muestra la tensión constante en la que se vio inmerso el catolicismo español. Si el primer capítulo se centra en las precisiones conceptuales, previas a la lectura y comprensión del libro, el segundo nos sitúa en la época del papa León XIII, con el surgimiento de los congresos católicos y los primeros pasos del Movimiento Católico en la España de la Restauración. El segundo capítulo estudia la época del papa Pío X, con la actuación del nuncio Vico, y la figura clave del cardenal Sancha, como director de la Acción Católica, destacando el surgimiento de iniciativas como las Asambleas de la Buena Prensa y las Semanas Sociales. El segundo capítulo, que abarca de 1914 a 1920, nos presenta la época del primado Guisasola, con el nacimiento de las Confederaciones Sindicales Agraria y Obrera, así como el frustrado intento de una democracia cristiana en España y la fundación del Partido Social Popular. El capítulo quinto, situado en el periodo de Primo de Rivera, es titulado, entre interrogantes ¿"El tiempo perdido"?, donde se estudia cual fue la posición de la jerarquía ante la dictadura, la polémica sobre la confesionalidad de los sindicatos y el desarrollo de la Acción Católica, con las Bases del primado Reig y el tinte integrista que pretendió darle el cardenal Segura. El capítulo sexto nos muestra el desarrollo de la Acción Católica durante la Segunda República, con las nuevas Bases de 1932, el proyecto posibilista del nuncio Tedeschini y los planteamientos de Ángel Herrera. Por último, el capítulo séptimo nos habla de la dimensión internacional de Movimiento Católico español.

Feliciano Montero
Se trata de una obra imprescindible para todo aquel que quiera conocer la evolución del Movimiento Católico en nuestro país hasta el inicio de la guerra civil. Imprescindible para universitarios, investigadores y docentes, pues a veces se echa en falta una precisión conceptual y de contenido en algunos trabajos académicos relacionados con el catolicismo español de la Restauración y el periodo de entreguerras, fruto quizá de la falta de obras de síntesis sobre el tema en nuestro país. Obra también muy recomendable para el público interesado por la historia, pues ilumina un periodo clave para comprender nuestra contemporaneidad.
El libro del profesor Montero es, pues, una obra de referencia, que, ojalá, pronto pueda ser completada con una deseable segunda parte, que nos ofrezca el desarrollo de la Acción Católica en España desde los dramáticos momentos del conflicto civil hasta la crisis posconciliar, pasando por el auge y esplendor de los años 50. Emplazamos, pues, al profesor Montero, en la seguridad de que podrá ofrecernos de nuevo una obra como la presente, profunda, sintética, científica y clara.



sábado, 13 de enero de 2018

Domingo II del Tiempo Ordinario

La Liturgia de este domingo nos habla de la vocación, de la llamada que Dios nos hace a cada ser humano, para encontrarnos con Él, y experimentar su Amor renovador y salvador. Todos somos llamados a ese encuentro personal, que se realiza de modos distintos, en las diferentes circunstancias por las que atravesamos, en los variados contextos en los que vivimos y nos desarrollamos.
La primera lectura, del  I libro de Samuel (3,3b-10.19) nos habla de la llamada del pequeño Samuel. Un niño que se encuentra físicamente cercano al lugar de la presencia de Dios, el santuario de Siló, pero que aún no ha conocido a Yahvé. En la noche se escucha la voz que llama, y el pequeño la confunde con la de Elí. Por tres veces se produce la llamada y la confusión, hasta que el sacerdote, reconociendo la actuación divina, indica al niño la respuesta, "habla, que tu siervo te escucha". La llamada de Dios se realiza, en muchas ocasiones, en medio de las oscuridades de nuestra vida. El Señor está cercano, pero no somos capaces de reconocerlo. Sin embargo, si, a pesar del desconcierto ante la llamada divina, que no identificamos, somos capaces de levantarnos de nuestra comodidad, somos capaces de indagar, de buscar, nos encontraremos con mediadores, que nos pondrán en el camino correcto. Entonces, sólo queda abrirse a la escucha, con una actitud de disponibilidad, que nos llevará a cumplir la voluntad de Dios: "aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad" (Salmo responsorial)
Elí y Samuel (John S. Copley) 
La vocación de Samuel se convierte en modelo de otras llamadas. El Evangelio de san Juan (1,35-42) nos narra la vocación de los primeros discípulos de Jesús, tras el comienzo de su vida pública con el Bautismo en el Jordán. En este texto, Juan es el que señala a sus discípulos a Jesús como el cordero de Dios. Inmediatamente se acercan a Él, siguen sus pasos y, ante la pregunta de Jesús, le responden con otra, "¿dónde vives?". Es el deseo de conocer en profundidad, en intimidad, a Jesús. Y Jesús les invita a estar con Él. Un momento de encuentro que les marcó para siempre; Juan, uno de los dos discípulos (el otro era Andrés) retiene, años más tarde, la hora concreta en la que se produjo. Un encuentro que les transforma y que les anima a compartir con los demás, en primer lugar con los más próximos, la experiencia vivida. Pero no sólo compartir de un modo intelectual, sino conduciendo, en el caso de Andrés, a su propio hermano, Simón, ante Jesús. Un encuentro que cambiará para siempre la vida de éste, transformado, por la mirada de Jesús, no sólo en discípulo, sino en piedra, Cefas, Pedro, sobre la que se edificaría la comunidad cristiana.


Seguir a Jesús es, por tanto,fruto de un encuentro personal. Es cierto que ese encuentro no se produce de modo aislado, hay siempre mediaciones, personas, que nos ayudan a descubrir al Señor. Pero la respuesta es siempre personal, indelegable. Porque es todo mi yo el que se siente transformado por la presencia cercana, amistosa, amorosa y siempre misericordiosa de Cristo. Es Él quien me mira a los ojos, expresando el amor que me tiene, un amor desde el conocimiento más profundo e interior de mi propia realidad, llegando hasta lo que se me escapa, aceptándome y acogiéndome desde lo que soy, con mis luces y mis sombras, con mis pecados y mis virtudes. Un amor que me invita a seguirle, que es, ante todo, estar junto a Él, tener una relación íntima, profunda, cercana a Cristo. El encuentro con Jesús, como le ocurrió a Pedro, cambia la propia vida hasta unos límites insospechados, que nos embarca en un nuevo rumbo, un nuevo camino, trazado siempre por la senda del Amor, en su doble, aunque en realidad único modo, de apertura total y disponible a Dios y entrega y servicio a los demás, un servicio que comienza con el mostrarles, como Elí, como Juan y como Andrés, al Cordero de Dios que salva al mundo, derrotando al pecado y a la muerte.

domingo, 7 de enero de 2018

Portugal

Siempre me ha gustado, tras pasar Navidad en casa con la familia, viajar la primera semana de enero fuera de España. Creo que es la mejor manera de iniciar el año. Y en esta ocasión el país elegido ha sido Portugal, tan cerca, pero sin embargo, tan desconocido para muchos españoles. La proximidad física ha ido acompañada, debido a los avatares históricos, de un mutuo recelo y alejamiento, que, sin embargo, me parece percibir que están en franco retroceso, dando lugar a un mayor entendimiento y conocimiento. He de confesar que Portugal me encanta; Lisboa es, junto con Viena, una de mis ciudades más amadas, por la que me encanta perderme, incluso en soledad, que allí, a orillas del Tajo, se transforma en soledad sonora, fuente de inspiración y bálsamo para el alma.
El viaje se inició el martes 2 de enero por la mañana. El viajar en coche permite observar el paisaje, detenerse en los lugares que más llaman la atención, penetrar más fácilmente en el alma de un territorio. Tras cruzar la raya por la ruta de Coria, cerca de Zarza la Mayor, el coche nos adentró en lo profundo de Portugal. Rumbo a Coimbra, y en una jornada lluviosa, me laceró el corazón el comprobar el daño terrible que produjeron los incendios que asolaron el país el verano pasado; hectáreas y más hectáreas de bosque calcinado, de destrucción, de la que sólo parecen beneficiarse los eucaliptos, que rebrotan por doquier. 
Coimbra me pareció una ciudad muy bella, a pesar de la lluvia. El dédalo de callejuelas nos llevó a la hermosa iglesia de San Yago. Luego, por empinadas cuestas, se llega a la joya románica de la catedral, presidida por su espléndido altar gótico, y adornada por el bonito claustro gótico. Tras la Sé, nuestra ascensión nos llevó a lo más alto de la ciudad, que no está coronada por una fortaleza, sino por la Universidad, bella metáfora de que el camino hacia la cumbre de la sabiduría no se hace sin esfuerzo
Catedral de Coimbra
Dejando Coimbra atrás, una buena autovía nos llevó a la meta del viaje, Oporto. Una ciudad que he podido conocer bien a lo largo de dos intensos días, en autobús, a pie y en barco por el espléndido Duero. Una ciudad en pleno proceso de rehabilitación, con numerosos edificios en restauración. Hermosa catedral, maravillosa estación de S. Bento, con sus murales de azulejos. Bellas iglesias barrocas, callejuelas intrincadas, barrios populares. Y, además, una buena gastronomía, en la que no puede faltar el bacalao, cocinado de muy diversas y apetitosas maneras, junto al plato típico, las tripas, un rico guiso muy semejante a los callos a la madrileña. Una ciudad a la que vale la pena viajar. Además, la decoración navideña realzaba muchísimo los encantos de la ciudad (es una de las ventajas de viajar en Navidad, las ciudades se visten de luz y se dotan de una atmósfera especial). Merece la pena, además, visitar las tiendas de artesanía, que ofrecen bellas obras, destacando, en estos días, los maravillosos y muy variados belenes.
Vista nocturna de Oporto
Con nostalgia, y con lluvia, la mañana del viernes 5 tocaba regresar. Y sin embargo, aún faltaba un hermoso e inesperado descubrimiento. Emprendiendo la ruta hacia España con la idea de entrar por Ciudad Rodrigo, nos encontramos con la alta (por su ubicación en la cima de un monte, en situación estratégica privilegiada) y bella ciudad de Guarda. Es muy recomendable pararse en ella y recorrer sus callejuelas, entrar en sus iglesias barrocas y, sobre todo, explorar, por dentro y por arriba (pues se puede subir a los tejados) la magnífica catedral manuelina, que, con su perfil de fortaleza, protege la ciudad.
Catedral de Guarda
Portugal, un país para conocer, un país para amar.