domingo, 31 de julio de 2022

San Pedro de la Mata

Uno de los mayores hitos en la recuperación del patrimonio histórico-artístico español ha sido, en los últimos años, la restauración de la catedral de Tarazona. Pero hay bastantes más, que en ocasiones pasan desapercibidos, por no tener la grandiosidad de un templo como la seo turiasonense, como es el caso de una de las iglesias de mayor antigüedad de España, probablemente la más antigua conservada de la época visigoda. Me refiero a San Pedro de la Mata, un templo del siglo VII que se encuentra en el término municipal de Sonseca, a poco más de veinte minutos de la ciudad de Toledo.

Gracias a la concejalía de Cultura del Ayuntamiento sonsecano, y de la mano del director de la excavación, Jorge Morín, he tenido el privilegio de conocer el magnífico trabajo que, alentado por el propio Ayuntamiento, está restableciendo en su dignidad el edificio, a la vez que ampliando, con nuevos descubrimientos, el conocimiento del mismo. Pude ser testigo del hallazgo inesperado de un muro, anuncio de las sorpresas que aún puede depararnos el lugar.

Adentrarse en ella supone un viaje en el tiempo hasta el esplendor del reino visigodo de Toledo. Llama poderosamente la atención el gran arco de herradura todavía en pie y la complejidad estructural del edificio. Se trata de una iglesia cruciforme, a la que estaba adosado un monasterio, que podría albergar unas veinte personas. Construida con muros de granito unidos a hueso, tiene un ábside rectangular con tres cámaras; en la central, correspondiente al presbiterio, se puede observar el hueco en el que se encontraba el tenante del altar, es decir, la pieza que sostenía la losa sobre la que se celebraba la Eucaristía y que le daba forma de tau, como se puede ver en algunos códices mozárabes. Asimismo encontramos las ranuras en las que se insertaban los canceles que separaban el lugar del celebrante de los asistentes. A los pies, como ocurre en otras iglesias visigodas, se encuentra otro ábside con función funeraria, que nos habla de un patrocinio por parte de algún personaje importante. La iglesia responde a las disposiciones litúrgicas propias del rito hispano o mozárabe, tal y como quedaron establecidas en el Concilio IV de Toledo, que disponía una división espacial tripartita, una para el clero oficiante, otra para el clero participante en la celebración y otra para los fieles.

Restos arqueológicos de San Pedro de la Mata
Otro de los elementos más interesantes es la existencia de un verraco vetón incrustado en el muro, que nos remite posiblemente a un santuario precristiano, como denota una pila excavada en el granito, delante del lugar donde originalmente se hallaba dicha escultura, destinada a recibir las ofrendas. Más tarde, como era usual, el espacio se cristianizó.

San Pedro de la Mata es uno de los elementos patrimoniales más importantes de la provincia de Toledo, un lugar que cualquier amante del arte o de la historia debería conocer. Porque conocer es amar. Y conservar.

Desiertos de granito

 Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Hace unos días, dirigiéndome al Museo del Prado, donde visité la espléndida y muy interesante exposición sobre Luis Paret, crucé la Puerta del Sol, que, más allá de una plaza, es todo un símbolo. Se encuentra, como tantas calles y plazas de España en estos meses previos a las diferentes convocatorias electorales, en obras de remodelación. A priori, conservar y mejorar nuestro entorno urbano me parece, a pesar de que siempre existe la sospecha de un disimulado –o no- electoralismo, algo digno de elogio. La cuestión surge respecto al verbo mejorar, pues aquí los criterios, como los gustos, divergen.

En este sentido no puedo mostrarme más en desacuerdo con algo que parece una especie de plaga que afecta a alcaldes de todo el espectro ideológico, y es la tendencia a convertir los espacios abiertos en auténticos desiertos de granito, lugares inhóspitos para el ser humano –bueno, para cualquier ser vivo- durante los meses de calor, y en tránsito de alto riesgo cuando la lluvia se digna visitarnos. Por toda la geografía española, las plazas enlosadas con granito, u  otros materiales pétreos similares, con ausencia total, o reducida a lo simbólico, de cualquier tipo de arbolado, han proliferado como setas en otoño. A veces se aduce que las tradicionales plazas castellanas, que en la Edad Media o el Renacimiento eran utilizadas como lugar de mercado, tal y como ocurría con “el martes” en Zocodover, coso taurino o espacio donde se realizaban los autos de fe, carecían de vegetación. Sin embargo, plazas y calles son lugares vivos, y recurrir a la historia falazmente nos hace olvidar otro periodo, del que conservamos ya imágenes fotográficas, como fue el siglo XIX, en el que muchas plazas principales estaban llenas de arbolado y todo tipo de plantas. Basta contemplar algunas de las fotografías de Casiano Alguacil para maravillarse por el estado de la Plaza del Ayuntamiento toledano, llena de arbolitos que proporcionaban sombra y solaz para el vecindario. En Madrid, la Plaza Mayor, donde hoy nos podemos relajar con un carísimo café, fue ajardinada en 1873, plantándose varias clases de árboles y césped, además de fuentes, bancos y un kiosco de música, convirtiéndose en un pequeño pulmón verde para la Villa y Corte.

Plaza Mayor de Madrid tras la reforma de finales del XIX
A pesar de los prejuicios que solemos tener contra el siglo XIX, calificado de “pedante y erudito” por el marqués de Lozoya, que criticaba su afán por reconstruir el patrimonio artístico no como fue, sino como se creía que debería haber sido –ahí está la restauración de Nôtre Dame por Viollet-le-Duc-, hay que reconocer que su urbanismo, al menos en lo que a plazas se refiere, era mucho más amable, humano y “ecológico”. Creo que es preciso recuperar esa forma de entender los espacios públicos. Necesitamos árboles, plantas, flores, en nuestras ciudades y pueblos. Me parece genial la idea del Bosque Metropolitano de Madrid. Ojalá se imite más y tengamos un urbanismo verdaderamente verde.

domingo, 10 de julio de 2022

La desconocida exquisitez de Daniel Faria

 Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, sobre una de las figuras más interesantes de la poesía contemporánea portuguesa 

Le descubrí, como suele acontecer muchas veces con las cosas valiosas, por casualidad. Curioseaba las estanterías de una biblioteca romana y, de repente, un título me llamó poderosamente la atención. Hombres que son como lugares mal situados. Me asombró, y ya advertían los griegos que el asombro es la disposición primera para lograr el conocimiento de algo. Tomé el libro entre mis manos, una deliciosa y muy cuidada edición bilingüe, en español y portugués, de la editorial salmantina Sígueme, y comencé a leer sus delicados y exquisitos poemas.

Se me reveló de este modo uno de los poetas portugueses contemporáneos más brillantes y fascinantes, Daniel Faria, quien, en su corta vida, pues murió a los veintiocho años a causa de un accidente en el monasterio benedictino donde había ingresado, ofreció una extraordinaria, por su calidad, obra, que, como tantas cosas del cercano y lejano Portugal, permanece ignorada para la mayoría de los españoles. Sus tres grandes libros, publicados por Sígueme, son Explicación de los árboles y de otros animales, el mencionado Hombres que son como lugares mal situados, y De los líquidos, este ultimo póstumo. Marcado por una temprana vocación sacerdotal, al igual que otro de los más importantes poetas portugueses actuales, José Tolentino Mendonça, Faria, nacido el 10 de abril de 1971 en la localidad portuguesa de Baltar, y fallecido en Oporto el 9 de junio de 1999, ingresó en 1997 en el monasterio de Sâo Bento da Vitória, habiendo realizado estudios de Teología y Literatura. Una vida corta, pero de excepcional densidad creativa, engendrando una poesía marcada por la luminosidad, contemplativa, hecha de meditación, que bebe tanto en la mejor tradición poética portuguesa como en las fuentes bíblicas y en los místicos, San Juan de la Cruz y Santa Teresa.


En una reseña sobre su obra, publicada en 2015 en
El País, Antonio Sáez Delgado afirmaba que nuestro autor era el poeta de su generación que ha dejado una huella más profunda en la poesía portuguesa. A pesar de su brevedad, la trilogía publicada por Sígueme ofrece una extraordinaria perfección, que nos impulsa a contemplar la madurez plena de una obra completamente acabada, madura. Una poesía que, como el autor confesaba, brotaba de pronto y que en ocasiones le resultaba imposible retocar.

Quizá la obra de Daniel Faria no sea de fácil lectura ni de sencilla comprensión, pero ofrece unos registros que, sellados por una experiencia vecina a la mística, pues no en vano entendía la poesía como revelación, permiten un disfrute estético difícil de expresar, que traslada a unos ámbitos vitales poco habituales en nuestra sociedad de lo inmediato, lo aparente y lo material, pero capaces de alcanzar, sanándolo, lo más hondo del corazón.

Faria, un poeta que requiere sosiego para ser degustado, como los vinos de solera de sus tierras lusitanas, pero que regala momentos de intenso placer estético como sólo los grandes saben hacer.