jueves, 24 de marzo de 2016

Jueves Santo

La mañana del Jueves Santo está marcada, en la liturgia, por la celebración, por parte de los sacerdotes, de la misa crismal, aunque por razones prácticas, se adelanta en las diócesis a uno de los días anteriores, como el Martes Santo. Es, según el deseo del beato Pablo VI, una gran fiesta del sacerdocio, en las que los sacerdotes renuevan ante su obispo los compromisos adquiridos, el día de la ordenación sacerdotal, por amor a Cristo y servicio de la Iglesia. En esta eucaristía se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, y se consagra el santo crisma. La mañana del Jueves Santo era también, en la disciplina antigua del rito romano, el momento en el que los penitentes eran reconciliados por el obispo, para poder participar de la fiesta de Pascua; aún hoy, es una mañana en la que podemos acercarnos a recibir el perdón sacramental.

El lavatorio de los pies (Duccio di Buoninsegna)

Por la tarde, con la Misa vespertina de la Cena del Señor, comenzamos el Santo Triduo Pascual, el sagrado triduo del crucificado, sepultado y resucitado del que hablaba san Agustín. La misa in cena Domini, de la que la peregrina Egeria nos cuenta que ya se celebraba en su tiempo en Jerusalén, celebra el misterio del Cenáculo que mira hacia la cruz y la resurrección. Cristo anticipa su oblación en perspectiva de victoria, instituyendo el memorial de su pasión. Como Iglesia cumplimos todos los días este mandato, pero en esta tarde lo hacemos de un modo especial, particularmente sentido, preparando, de este modo, la gran eucaristía del año, que será la de la noche santa de Pascua. Las lecturas, en pleno contexto pascual, están íntimamente relacionadas. El libro del Éxodo nos presenta las prescripciones sobre la cena pascual de Israel, el anuncio en el Antiguo Testamento de lo que sólo adquiriría sentido pleno en el Nuevo, y nos recuerda el ambiente pascual en el que se desarrolló la cena de Jesús y el carácter pascual de su inmolación. El cordero, que con su sangre libró a Israel de la muerte y le sirvió como alimento, es figura del Cordero de Dios que con su sangre preciosa, derramada por nosotros, nos libra de la muerte, física y eterna, y se nos da como alimento de vida eterna en la eucaristía. Jesús quiso seguir las prescripciones que Moisés dio al pueblo, pero transformando el contenido de las bendiciones sobre el pan y el vino, refiriéndolas a su Cuerpo y Sangre. El cáliz de la bendición se convierte así en el medio, como canta el salmo, de entrar en comunión con la Sangre de Cristo. La comunidad cristiana, desde el principio, tal y como nos narra san Pablo en su primera carta a los Corintios, guardó como precioso don, el mandato del Señor, celebrándolo en un clima de fraternidad, proclamando con un profundo sentido pascual, la íntima unión entre la pasión, la resurrección y la vuelta gloriosa final de Cristo, la Parusía. El evangelio de san Juan, que después de la homilía ritualizaremos con el lavatorio de los pies, nos da la clave para entender y para vivir estos días santos: “habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el extremo”. Jesús lavando los pies a sus discípulos, signo y anticipo de su mayor servicio al Padre y a los hombres, que realizará en su Pasión, nos muestra cual es el camino del cristiano, que ha de hacerse servidor de los hermanos, que ha de abajarse, ponerse de rodillas, sobre todo ante los pobres y humildes, iconos privilegiados de la presencia del Señor en el prójimo. La adoración del Santísimo Sacramento, el acompañar a Cristo en la Hora Santa, ha de ser una respuesta de amor, de entrega y de fe, un momento de adorar su presencia continua, de escuchar y dejar que resuenen en nuestro corazón las demás palabras dichas por el Señor en la Última Cena, hasta su oración sacerdotal por toda la humanidad.


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