domingo, 8 de diciembre de 2019

Otoño romano

Comparto mi artículo de la pasada semana para La Tribuna de Toledo, escrito durante mi reciente estancia romana 

Soy un apasionado de Roma. He vivido en la Urbe, y con frecuencia regreso por mis trabajos de investigación. Sus calles, monumentos, sus plazas y gentes me resultan profundamente entrañables. Cada vez que vuelvo, me reencuentro con mi historia personal y me siento en casa. Y cada ocasión es siempre una oportunidad de descubrir nuevos rincones, desconocidos aspectos de esta ciudad sorprendente.
La belleza de Roma es una hermosura multiforme, cambiante. Cada época del año produce una metamorfosis en su aspecto, que se presenta con variados matices, con tornasolados colores, que hacen que sea la misma y diversa a la vez.
El otoño resulta particularmente bello en Roma. En estos últimos días de noviembre, y cuando diciembre arranca su carrera hacia la consumación del año, al encuentro del rostro bifronte de Jano, la ciudad se reviste de tonos dorados, que llenan de calidez el mármol de los viejos templos, transfiguran en antorchas las cúpulas de iglesias y basílicas y acarician las amarillentas hojas que aún se aferran a los plátanos que custodian el Tíber. La lluvia frecuente esmalta los sampietrini de un negro azabache, mientras las torres y fachadas se desdoblan en el suelo, rotas por las pisadas de apresurados turistas en busca de una nueva foto que compartir, en vorágine plástica, en las redes sociales.

Castel Sant´Angelo y el Tíber
Esta Roma otoñal invita a ser recorrida con pausa, con un sosiego que no es el de las masas de visitantes que pretenden, en pocas horas, aprehender su desmesurada belleza. Perderse en los estrechos callejones romanos, entrar en las pequeñas iglesias ignoradas por los turoperadores, escudriñar jardines llenos de decadencia y romanticismo. Una Roma oculta, que sólo se muestra al que la ama; a quien, dejando a un lado la vertiginosa planificación del viajero apresurado, se olvida del tiempo y deambula sin rumbo, envuelto en ese silencio sólo roto por el tañer de las campanas.
Roma es una y son muchas. La Roma del esplendor imperial, derramado por los Foros o incrustado en otras viejas construcciones, que rehacían la ciudad a base de destruirla. Es la ciudad medieval, apenas superviviente de los fastos mussolinianos. La ciudad renacentista, con los ecos de Miguel Ángel o Rafael. Aunque sobre todo es la urbe barroca, la que se extasía con Bernini o Borromini, la que se escandaliza con la crudeza de Caravaggio y sus violentos claroscuros, la que se retuerce en brutales escorzos en retablos y fachadas. La ciudad decadente del XIX, la innovadora y brutal del XX y la desnortada del XXI.
Amo Roma. Amo su historia, su belleza y su decadencia, su esplendor y su suciedad. “Civis romanus sum”. Aunque todos lo somos. Nuestra historia, nuestra cultura, arte, ciencia, nuestros anhelos de libertad y respeto a la individualidad brotan de la fuente fecunda de la romanidad, aderezada por el esplendor de Grecia y la espiritualidad cristiana.
Más tampoco olviden lo que dijo el poeta, “después de Roma, Toledo”.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Domingo I de Adviento

Con el inicio del Adviento comenzamos un nuevo año litúrgico, en el que iremos proclamando el Evangelio según San Mateo. El significado profundo de este tiempo lo encontramos en la espera vigilante, atenta del Señor, desde la invencible certeza de que Él viene para transformar nuestra historia con su salvación, llenando de gozo nuestra existencia.
Ya la antífona de entrada de este domingo nos invita a elevar nuestra mirada, nuestro corazón, nuestros anhelos y deseos hacia el Señor: "A tí, Señor, levanto mi alma" (salmo 24). El Adviento es un encuentro entre Dios, que viene a visitarnos, y nuestro deseo, que tiende hacia Él. Es la experiencia que expresaba San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para tí, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en tí". Un ser humano en busca de lo Absoluto y un Dios que se hace historia. Una espera dinámica, que nos mueve, como señala Isaías, a subir al monte, al lugar donde se manifiesta la gloria y la salvación de Dios.
La primera lectura del profeta Isaías (2,1-5) nos muestra al Señor reuniendo a todos los pueblos en la paz eterna de su Reino, ofreciendo a la Humanidad un horizonte de esperanza en medio de la experiencia de guerras y violencias. No es una utopía irrealizable desde las ideologías o sistemas políticos, sino una promesa que sólo la fuerza del amor de Dios es capaz de llevar a cabo en la transformación final de la Historia.
El salmo 121 nos invita a realizar este camino hacia el encuentro con Dios desde la alegría, a la que se nos insta una y otra vez en este tiempo de gozosa espera. Estamos alegres porque viene el Señor a liberarnos de tantas ataduras que nos esclavizan.
En la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos, San Pablo nos invita a cambiar de vida ante la proximidad del Señor, a alzarnos prestos porque ya relumbra en el cielo el anuncio del nuevo día, del Día del Señor, que disipará las tinieblas del pecado y alumbrará un amanecer radiante sobre cada uno de nosotros.
El Evangelio es, de nuevo, una invitación a la vigilancia, a estar preparados, a no olvidarnos de la cercana presencia del Señor. Corremos el riesgo de, en medio de los afanes cotidianos de la vida, olvidarnos de esa llegada continua de Dios, ignorar su paso a nuestro lado.


Adviento es una llamada constante a esta vigilancia, que no es una actitud de espera pasiva, sino de movimiento dinámico, de buscar al Señor que viene, acompañados por las buenas obras. Hemos de ser instrumentos de esperanza también para los que nos rodean, poniéndonos al servicio del bien, de la belleza, de la verdad y la justicia, preparando, de este modo, los caminos del Señor, para nosotros mismos y para el resto de nuestros hermanos.
Adviento es un camino que realizaremos alentados por la fuerza de la Palabra de Dios, que se anuncia poética y esperanzada, en Isaías; potente y transformadora, en Juan Bautista; acogida y hecha carne, en María.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Centenario de don Juan de Aragón

Con motivo de séptimo centenario del nombramiento de don Juan de Aragón como arzobispo de Toledo, comparto mi artículo de esta semana en La Tribuna de Toledo


Ya saben ustedes eso de que cuando se coge la linde…no se suelta. Pues parece que estoy en ello. La semana pasada les hablaba de un obispo toledano y ésta vuelvo sobre otro, aunque posterior. Pero creo que vale la pena, ya que se trata de una gran figura de nuestra historia, de la que acabamos de recordar, de modo discreto, el centenario.
En efecto, el pasado 14 de noviembre se conmemoraba el séptimo centenario del nombramiento de don Juan de Aragón como arzobispo de Toledo. Era el tercer hijo del rey Jaime II de Aragón y de Blanca de Anjou, siendo desde niño destinado al estado eclesiástico. Realizó sus primeros estudios en la Cartuja de Scala Dei, en Tarragona, y los universitarios posiblemente en el Estudio General de Lérida, erigido por su padre en 1300.
Tras recibir diversos beneficios eclesiásticos en Castilla, entre ellos una canonjía en Toledo, fue promovido por el papa Juan XXII a la dignidad de arzobispo de esta Iglesia, recibiendo la consagración en Lérida en 1320. Su venida a Toledo era muestra del interés de su padre por afianzar buenas relaciones con el reino castellano, así como del de su cuñado, el poderoso y culto infante don Juan Manuel, casado con su hermana Constanza, uno de los nobles que manejaban la política del reino durante la minoría de Alfonso XI. Regiría la sede toledana entre 1319 y 1328.
Su pontificado se vio alterado por los enfrentamientos con su cuñado, quien quiso apropiarse de algunos derechos de la silla arzobispal, así como del título de canciller mayor de Castilla. Don Juan, cuyo temperamento le hacía enemigo de discordias, terminó abandonando el reino, permutando la sede con el arzobispo de Tarragona, Jimeno de Luna, nombrándosele patriarca de Alejandría y administrador de Tarragona. Fallecido el 19 de agosto de 1334, fue sepultado en la seo tarraconense, en un bellísimo sepulcro realizado por un discípulo de Giovanni Pisano.

Detalle del sepulcro de Juan de Aragón en la catedral de Tarragona
Hijo de uno de los monarcas más cultos de su época, tuvo grandes dotes intelectuales, siendo autor de varios tratados sobre doctrina cristiana, imbuidos de profundo talante pastoral; asimismo realizó una compilación de concilios catalanes de los siglos XIII y principios del XIV. Su obra más famosa fue un pequeño catecismo en latín. Promovió la composición, por el franciscano Poncio Carbonell, de unos amplios comentarios sobre la Biblia. Por otra parte, fue un destacado predicador, con más de cien sermones pronunciados, expresión de sus afanes reformadores.
Parte de su legado, como una serie de manuscritos y una cruz de oro con reliquias del Lignum crucis, se conserva aún en la catedral toledana.
Juan de Aragón fue una de las figuras más cultas y piadosas de su tiempo, reflejo de un momento en el que, por encima de las divisiones políticas, existía un fuerte espíritu común que aunaba a todos los reinos hispánicos. Algo que urge reivindicar y recuperar en este difícil momento.

lunes, 29 de julio de 2019

Centenario de Alfonso X el Sabio

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, titulado Un centenario merecido, sobre la celebración del próximo centenario del nacimiento de Alfonso X el Sabio

La pasada semana los amantes de Toledo recibíamos una magnífica noticia. El pleno del Ayuntamiento aprobaba, por unanimidad, la celebración del centenario del nacimiento de uno de los toledanos más ilustres, Alfonso X, rey de Castilla y León, “el Sabio”, como le conoce la Historia por su excepcional labor de mecenazgo cultural. Realmente eran dos buenas noticias, pues el hecho de que, en un momento en el que la política española está marcada por el partidismo cortoplacista y cerril, todos los grupos políticos se pusieran de acuerdo para primar el interés general es algo digno de elogio. Ojalá cunda este ejemplo de buscar sobre todo el bien común entre nuestros políticos.
Volviendo a nuestro personaje, nacido en Toledo el 23 de noviembre de 1221, hijo de Fernando III y de Beatriz de Suabia, la celebración de su centenario ha de suponer, en primer lugar, un mayor conocimiento de su figura, así como de la época en que vivió. Superada esa falsa imagen, creada por los humanistas italianos, de la Edad Media como una época oscura y sombría, volver la mirada a ella supone entrar en uno de los periodos más fascinantes, dinámicos y ricos de la Historia de la Humanidad. Un periodo que para Toledo supuso una proyección cultural que se extendía por la Cristiandad entera, siendo un lugar de atracción de sabios de toda Europa, además de un crisol en el que se vertía la tradición cultural de judíos y musulmanes, en un ámbito que, si bien se ha mitificado demasiado, implicaba la coexistencia y convivencia, en mayor o menor medida, de diversos grupos religiosos, que daban a la ciudad un aire cosmopolita comparable con cualquiera de las grandes ciudades de la actualidad.

Alfonso X, rey de Castilla 
Este podría ser, además, uno de los objetivos del centenario, devolver a Toledo un dinamismo cultural y artístico del que, en ocasiones, carece. Mirar al pasado no puede ser excusa para la parálisis o la inactividad, sino impulso y revulsivo para seguir inmersos es esa tradición fecunda.
Es de esperar que, siguiendo la línea de consenso y colaboración que se lanzaba en el Consistorio, instituciones públicas y privadas, personas individuales y las diferentes administraciones se impliquen para alcanzar un éxito similar al que tuvo el centenario del Greco. Exposiciones, congresos, conciertos y todo tipo de actividades lúdicas deberían enriquecer ese año. Sin olvidar que dicho centenario puede servir de puente al que en 2026 celebraremos recordando el inicio de la construcción de la Catedral Primada.
Quizá, como un primer paso, no estaría de más que se recuperara y dignificara la abandonada escultura del rey que, primero en el Miradero y ahora en el Parque de las Tres Culturas, sufre la incuria y el vandalismo. Sería un estupendo comienzo.
¡Ah! No olviden, ya que celebramos el cincuenta aniversario de la llegada del hombre a la Luna, que un cráter lunar, Alphonsus, se llama así en honor de nuestro paisano.

jueves, 18 de julio de 2019

LAS ALAS DEL ÁNGEL

Comparto el texto de mi artículo de ayer en La Tribuna de Toledo, acerca de la restauración de la "Anunciación" de Fra Angelico y la exposición organizada en torno a la misma

Se llamaba Guido. Aunque pocos le reconocerían por ese nombre. Quizá, más probable, por el que tomó al entrar en religión, en la orden dominicana, fra Giovanni, al que añadió el del lugar donde se encontraba el convento en el que hizo profesión, Fiésole. Luca Signorelli, continuador de su obra en la catedral de Orvieto, le retrató en el fresco del Anticristo, dentro del ciclo del Juicio Final de la Cappella della Madonna di San Brizio. Aparece vestido con el hábito de fraile, junto al propio Signorelli, aparentemente impasible, señalando con su mano izquierda el inicio del acontecimiento narrado, reclamando la atención sobre los terribles sucesos que se presentan a nuestros ojos, aunque realmente sólo pudo pintar dos plementerías de la bóveda, Cristo Juez y el coro de los profetas.
¿Aún no saben quién es nuestro personaje? Tras su muerte, los admiradores de su arte, convencidos, y el primero el propio Miguel Ángel, de que tal obra sólo podía ser fruto directo de la inspiración divina, comenzaron a llamarle Fra Angelico, o el Beato Angelico. Esta tradición secular fue confirmada por el papa Juan Pablo II, quien le beatificó en 1982 y nombró patrón de los artistas.
Seguro que ahora les viene a la mente cualquiera de sus maravillosas y delicadas obras. Les quiero invitar a contemplar, y lo pueden hacer fácilmente, a tan sólo media hora de Toledo, una de las más espléndidas. Se trata de la “Anunciación”. Seguro que la conocen, pues es un icono de la historia del arte. Pero ahora, tras su restauración, resulta realmente espectacular.
El Museo del Prado, en el marco de la celebración de su segundo centenario, decidió restaurar la obra, pintada para el convento de Santo Domingo de Fiésole, llegada a España a principios del siglo XVII como regalo para el duque de Lerma, el poderoso valido de Felipe III, ubicándose en las Descalzas Reales de Madrid, desde donde pasó al Prado en el siglo XIX.


La restauración es magnífica. Los colores han adquirido una fuerza especial, desde el azul lapislázuli del vestido de la Virgen a las rosadas tonalidades de la dalmática del arcángel san Gabriel. En el ángulo, Adán y Eva, expulsados del Paraíso, lo hacen en medio de una exuberante vegetación, llena de simbolismo, mientras en medio de los dorados rayos, exquisitamente restaurados, el Espíritu Santo desciende sobre María. Aunque lo que más me impresiona son las extraordinarias alas del ángel, auténtica orfebrería con pincel, que nos parecen trasmitir el aleteo del mensajero divino, recién posado en el atrio.
La presentación al público del retablo restaurado se ha enmarcado en una no menos espléndida exposición, “Fra Angelico y los inicios del Renacimiento en Florencia”, que les recomiendo vivamente.
En medio de los rigores del verano, visitar esta exposición es un auténtico refrigerio para el espíritu. Porque como escribió Dostoyevski en “El idiota”, “La belleza salvará al mundo”. Falta hace.

domingo, 7 de julio de 2019

Toledo en llamas

Comparto mi artículo del pasado miércoles, tras los incendios ocurridos en diversos parajes toledanos 

En septiembre de 1953 el escritor mexicano Juan Rulfo publicaba una colección de cuentos, que le supondría su consagración como gran escritor, titulado “El llano en llamas”, una obra exquisita, una joya de la literatura que nos embarca en un viaje exploratorio realmente extraordinario. Pero, por desgracia, hoy no les voy a hablar de cuentos, sino de dramas reales, el vivido estos días pasados en Toledo con los incendios que han abrasado nuestro entorno. Sin obviar la dramática experiencia que han sufrido los vecinos, pienso que es preciso reflexionar también sobre la dolorosa pérdida del patrimonio natural que envuelve a nuestra ciudad.
Una imagen me impactó especialmente. El solitario arco del Circo Romano rodeado por las llamas. Casi una escena de Quo vadis?, a falta de un Nerón que, lira en mano, cantase la fuerza destructora del fuego. El Circo toledano, de los más importantes de la Hispania romana. Uno de nuestros más extraordinarios tesoros arqueológicos y sin embargo tan descuidado e ignorado. Sobre él y la inmediata Vega Baja volveré otro día.
Ha ardido, generando una visión dantesca, una parte notable de nuestro entorno natural, de ese patrimonio habitualmente minusvalorado. Con frecuencia olvidamos que el patrimonio natural forma parte inseparable del arquitectónico, del artístico. Una ciudad, y mucho más si alcanza la importancia histórica y cultural de Toledo, es también la naturaleza que la rodea, es la vegetación, es la orografía, es el clima que la modela y modifica con sus ritmos cambiantes. Son los cielos, con sus encarnados atardeceres (¿se hubiera dado la obra del Greco tal y como la conocemos bajo otros cielos distintos a los toledanos?) o sus caliginosas tardes de julio; son las nieblas del invierno y el tomillo primaveral que con su aroma anuncia la cercanía del Corpus. Es el abrazo del Tajo que desde la Peña del Rey Moro contemplamos amoroso y protector, defensor frente a los enemigos, linfa vital que en tiempos pretéritos saciaba la sed del ardiente verano gracias a los azacanes que, con sus humildes mulos, recorrían calles y plazas. Es la Huerta del Rey, la almunia Almansura, con los palacios de Galiana envueltos en la leyenda. Es la ribera del río, son las antiguas playas (sí, aquí si hubo playa) desaparecidas bajo la maleza o el asfalto, cubiertas con el manto del olvido.

Toledo desde el Valle
Patrimonio es todo ese paisaje que da personalidad a nuestra ciudad y que tan maltratado se halla. No hay más que pasear por el Valle al día siguiente de la romería, herido por la lepra del plástico. O recorrer las riberas del Tajo, esquilmado, desviado de su senda natural para fecundar tierras lejanas.
Cuidar el patrimonio de Toledo no es sólo preocuparse de los grandes monumentos. Es también proteger, defender ese envoltorio que nos ha regalado la naturaleza. Y no sólo del fuego, sea natural o fruto de la maldad humana, sino del peligro, más grave, de la incuria.

domingo, 30 de junio de 2019

Domingo XIII del Tiempo Ordinario

Entrar en el Reino de Dios significa amar la vida tal y como la ha amado Cristo, con total entrega, desinterés personal y siguiendo una lógica distinta a la del mundo. Jesús pide a quien le sigue recorrer su camino, pisar sus huellas y no mirar con nostalgia al pasado anterior al encuentro con Él. No es falta de aprecio a los valores humanos, pues también Eliseo regresó a besar a su padre, para pasar al servicio del profeta Elías sin echar de menos lo que dejó. Para que el seguimiento sea posible y resulte auténtico es necesario estar libre de compromisos humanos, que llevan a la persona a la esclavitud del interés. Es preciso ponerse los unos al servicio de los otros por el amor, evitando cualquier tipo de violencia. Seguir a Jesús es una tarea que implica sacrificio y no tolera reservas; para seguir a Cristo no basta una respuesta ocasional, sino permanente, auxiliada por la fuerza de la fe.
En la primera lectura del libro de los Reyes (19,16b.19-21) Eliseo recibe la misión de profeta. Abandona su familia y su vida anterior. Se pone al servicio de Elías, con total disponibilidad a la palabra de Dios. 
El salmo 15 nos recuerda que Dios es nuestra herencia, la fuente de la verdadera felicidad y de una alegría que transforma.
La segunda lectura, de la carta a los Gálatas (5,1.13-18), incide en la libertad del cristiano. Éste actúa dejándose guiar por el Espíritu Santo, no sólo para liberarse del pecado, sino sobre todo para amar y servir a Dios y a los hermanos.
En el evangelio, Lucas nos muestra cómo se Jesús se encamina decididamente a Jerusalén, donde sufrirá su pasión. Cuando llama, Jesús quiere que lo sigamos sin reservas ni excusas.



lunes, 24 de junio de 2019

Centenario de la Acción Católica de la Mujer en España

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, en el que hablaba del olvidado centenario de la Acción Católica de la Mujer en Toledo (y en España)

UN CENTENARIO OLVIDADO

Una de las mayores quejas que tenemos docentes e historiadores es la constatación de la profunda ignorancia que de la historia de España existe en nuestro país. Ignorancia que, combinada con la tergiversación y excesiva politización, lleva a posturas antagónicas, como complejos absurdos de inferioridad o de superioridad. Conocer bien nuestro pasado es condición ineludible para construirnos como sociedad democrática y moderna, consciente tanto de las luces como de las sombras que han tejido esa historia, que no son ni mayores ni peores que las de cualquier otra nación de nuestro entorno.
Esa ignorancia afecta a personajes y acontecimientos que nos han influido más de lo que creemos. Esta semana, sin ir más lejos, vamos a conmemorar, sin que lo conmemore apenas nadie, el centenario de la creación en Toledo, por parte del cardenal Victoriano Guisasola, de la Acción Católica de la Mujer, una institución que, junto a su finalidad religiosa, supuso un gran impulso para la promoción de las mujeres en nuestro país. Sobre Guisasola, quizá la figura más avanzada del catolicismo social español de su época, llamado el “demócrata purpurado”, cuando en España se imponían corrientes intransigentes, volveré otro día, pues vale la pena rescatarlo del olvido.
El 23 de junio de 1919 Guisasola constituyó en Toledo la Acción Católica de la Mujer, presidida por la marquesa viuda de Gallegos. La finalidad era defender los intereses religiosos, morales, jurídicos y económicos de las mujeres españolas; fundar, impulsar y proteger obras femeninas de todo género, especialmente obreras; representar a la mujer española ante la opinión y los poderes públicos, recabando de estos y de los patronos el cumplimiento de los deberes de justicia y caridad cristiana en cuanto a la jornada laboral, salario y demás condiciones del trabajo; vigilar el cumplimiento de las leyes sociales referentes al trabajo de mujeres y niños, procurando su perfeccionamiento; defender el derecho de la mujer a intervenir en la solución de los problemas que le afectasen, buscando su representación en organismos como Cámaras de Comercio e Industria, Instituto de Reformas Sociales, así como el amplio ejercicio de los derechos de ciudadanía de las mujeres, además de imponer en la sociedad el respeto a las mismas.

El cardenal Victoriano Guisasola
Un programa que se complementaría con el del Grupo de la Democracia Cristiana, surgido un mes después con el apoyo de Guisasola. Este Grupo tenía el objetivo de poner al catolicismo español al nivel del italiano o el belga, punteros en Europa por su compromiso social, e incluía la petición de voto para las mujeres, una reivindicación del catolicismo social pionera en España, que no se realizó hasta la llegada de la República. Cuando en la década de los años veinte sean nombradas las primeras mujeres concejales en España, la mayoría, como fue el caso de Toledo, provendrían del movimiento católico femenino.
Supongo que este recordatorio puede ser un auténtico descubrimiento. Y es que la historia, como la vida, “te da sorpresas”.

sábado, 22 de junio de 2019

Corpus Christi

La fiesta del antiguo jueves que "relumbra más que el sol" se celebra ahora, salvo en Toledo, Sevilla y Granada, el Domingo II después de Pentecostés. Pero sigue siendo una deslumbrante jornada que pone ante nuestros ojos el misterio de la Eucaristía, presencia real y permanente del Cuerpo y Sangre de Cristo, bajo las especies del pan y del vino.
La clave de la celebración la da la antífona del Magnificat de las II Vísperas de la fiesta. "Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida. Se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura."
Eucaristía es banquete, en el que nos alimentamos con el Cuerpo del Señor resucitado, reuniéndonos en torno a la mesa para celebrar una comida que nos une a Cristo y a los hermanos.
Eucaristía es memorial, es decir, actualización del sacrificio de Cristo en la cruz, instituido en la Última Cena y celebrado por los cristianos de generación en generación, como tradición recibida del mismo Jesús.
Eucaristía es recibir al autor de la Gracia y ser santificados por Él.
Eucaristía es entrar en comunión con Cristo resucitado, sembrando en nosotros semillas de eternidad, tener la garantía de la palabra del Señor de ser resucitados cuando vuelva glorioso.
Eucaristía es presencia permanente del Señor en el Pan consagrado, que es sacado por las calles de pueblos y ciudades, manifestando la fe en dicha presencia real, que es adorada.
La primera lectura, del libro del Génesis (14, 18-20) nos muestra la ofrenda de Melquisedec, rey de Salem, anuncio profético de la Eucaristía y del sacerdocio de Cristo.
El salmo 109 nos invita a cantar a Cristo, proclamado Hijo de Dios, cuyo sacerdocio viene ligado a la figura de Melquisedec y su ofrenda de pan y vino.
En la segunda lectura, Pablo, a los cristianos de Corinto (I Cor. 11,23-26) recuerda como la Eucaristía ha sido un don de Cristo a su Iglesia, que la recibió de Él mismo, en la noche en que fue entregado.

Institución de la Eucaristía (Federico Barocci)
El evangelio de Lucas (9,11b-17) con la narración de la multiplicación de los panes y los peces, preludio de la Eucaristía y de la misión de los apóstoles y de la Iglesia. Además, el "dadles vosotros de comer" señala la íntima e inseparable tarea de junto a la celebración de la Eucaristía, vivir la comunión fraterna cuidando de las necesidades materiales de los hermanos. No puedo pretender estar en comunión con Cristo al que recibo en el Pan eucarístico, sin estar en comunión con ese otro Cristo que es el hermano. Doble y real comunión, con el Señor resucitado y con el hermano en el que está presente Jesús, sobre todo en el pobre y en el que sufre.

domingo, 16 de junio de 2019

Domingo de la Santísima Trinidad

Por el Bautismo, los cristianos somos hechos partícipes de la vida de Dios, Santa Trinidad de Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El autor del libro de los Proverbios describe la Sabiduría creadora como una persona, generada antes de toda criatura. Es el anuncio profético de Jesucristo, Sabiduría de Dios, Principio de la creación de Dios. San Juan nos trae el discurso de despedida de Jesús, en el que anuncia el envío del don del Espíritu sobre la Iglesia y sobre la humanidad. El Espíritu Santo nos conduce a Jesús, nos trae su gracia. Nos introduce en la comprensión del proyecto de salvación que Jesús ha realizado con su pasión, muerte y resurrección. San Pablo, en la segunda lectura, nos recuerda que estamos en paz con el Padre por medio de Jesús, nuestra Pascua y reconciliación. El Espíritu Santo, amor del Padre y el Hijo derramado en nuestros corazones, guarda en nosotros la esperanza de la gloria, permitiendo que no nos desanimemos en las tribulaciones.
La primera lectura, del libro de los Proverbios (8,22-31) nos muestra cómo ya en el Antiguo Testamento se mostraba una relación personal entre Dios creador y la Sabiduría. Ésta comparte con Él el secreto de su proyecto sobre el universo, y ayuda a la humanidad a realizarlo.
El salmo 8 es una invitación a alabar a la Trinidad, que ha convertido al ser humano en la obra maestra de la creación.

La segunda lectura, de San Pablo a los Romanos (5,1-5) nos recuerda que gracias al Bautismo nos ha sido dado, y habita en nuestros corazones, el Espíritu Santo. Es la muestra de que el Padre nos ama y que nosotros, pecadores, hemos sido admitidos a esta gracia.
El evangelio de San Juan (16,12-15) nos presenta a Jesús, en el marco de la Última Cena, la víspera de su pasión, prometiendo el don del Espíritu Santo, que conducirá a los discípulos al conocimiento pleno de la Verdad, permitiendo, de este modo, orientar su vida a la luz del evangelio

domingo, 9 de junio de 2019

Pentecostés

La celebración de Pentecostés, culmen de la cincuentena pascual, nos remite al momento de la efusión del Espíritu Santo, que Cristo Resucitado derrama sobre la Iglesia naciente. El Señor, a los discípulos sumidos en la tristeza tras su pasión, les recuerda que si le aman, guardarán los mandamientos de su amor; Él, nuestro abogado, intercede por nosotros ante el Padre y nos regala al Paráclito, el Defensor y Consolador, el Espíritu Santo, para que permanezca siempre con nosotros para guiarnos y enseñarnos.
La primera lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles (2,1-11) nos muestra cómo los discípulos, obedientes, han esperado, en torno a María, la venida del Espíritu Santo prometido, que aparece bajo el signo del fuego y de la palabra. Venido el Espíritu Santo, comienza la evangelización.
El salmo 103 es una petición a Dios para que siga derramando sobre nosotros su Espíritu, que le hace presente en el mundo.

Pentecostés (Juan Bautista Maíno)
San Pablo, en la segunda lectura, tomada de su carta a los Romanos (8,8-17), hace un elenco de los dones del Espíritu, que hemos recibido a través del bautismo. El don del Espíritu Santo es la fuente de nuestra vida interior.
Tras el canto de la secuencia "Veni, Creator Spiritus", el evangelio nos presenta a Jesús Resucitado que derrama el don del Espíritu, que trae el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios, premisa para la vida nueva que el Señor nos trae. Vida que cada uno de los bautizados, movido por el Espíritu, está llamado a desarrollar, al mismo tiempo que anuncia, como Pedro tras Pentecostés, a Cristo vencedor del pecado y de la muerte por su cruz y resurrección. 
Pentecostés es el inicio del tiempo de la Iglesia, cuya misión es anunciar al Señor y transmitir su salvación. Y en esta tarea María, a quien mañana celebraremos como Madre de la Iglesia, tiene un papel central, como tuvo en la primera comunidad cristiana. 

domingo, 2 de junio de 2019

Ascensión del Señor

La solemnidad de este domingo, la Ascensión del Señor, uno de los antiguos jueves "que relucían más que el sol" nos invita a guardar un equilibrio entre la contemplación del misterio y el testimonio concreto. Jesús, subiendo al cielo, es decir, volviendo al Padre, no se separa de nosotros, sino que nos asegura una continua, aunque diferente, presencia en medio de nosotros. La doble descripción que de su ascensión al cielo nos ofrecen la primera lectura y el evangelio, es, más que una crónica de lo acontecido, una señal elocuente que nos proyecta al interior de la nueva humanidad inaugurada por Cristo, humanidad elevada por la gracia, liberada ya del pecado y de la muerte.
La primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles (1,1-11) nos muestra cómo la ascensión de Jesús da inicio a la vida y a la misión de la Iglesia. El Señor promete a los apóstoles el Espíritu Santo, que les dará fuerza para realizar la misión encomendada. Jesús, tras cuarenta días, número de profundo significado simbólico, regresa al Padre, pero su labor ha de ser continuada, hasta su regreso glorioso en la Parusía, por la Iglesia, constituida por todos los bautizados, guiados por el colegio apostólico y Pedro, su cabeza.
El salmo 46 es una invitación a la alabanza, pues Cristo, subiendo al cielo, va a prepararnos también un puesto a nosotros.
La segunda lectura, de la carta de San Pablo a los Efesios (1,17-23), nos invita a dejarnos iluminar por el Padre para poder comprender el valor de la esperanza a la que hemos sido llamados, una esperanza que desborda los límites de nuestra realidad física y temporal, que culminará cuando nosotros, miembros del cuerpo de Cristo, alcancemos el lugar dónde ya se encuentra nuestra Cabeza, el Señor resucitado.

Ascensión (Giotto)
El evangelio nos muestra a los discípulos llenos de alegría, dispuestos a continuar la misión del Señor, anunciando a toda la humanidad la buena nueva, con la invitación a la conversión y el ofrecimiento del perdón de los pecados, misión que nos atañe a todos los bautizados, miembros vivos de Cristo.
Fray Luis de León, meditando sobre este día, escribió uno de los más bellos poemas en lengua castellana:

¡Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
con soledad y llanto,
y tú rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro!
¿Los antes bienhadados,
y los ahora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de Ti desposeídos,
a dó convertirán ya sus sentidos?
¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
quien oyó tu dulzura,
¿qué no tendrá por sordo y desventura?
Aqueste mar turbado
¿quién le pondrá ya freno? ¿quién concierto
al viento fiero airado?
estando tú encubierto,
¿qué norte guiará la nave al puerto?
¡Ay! nube envidiosa
aun de este breve gozo ¿qué te quejas?
¿dó vuelas presurosa?
¡cuán rica tú te alejas!
¡cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!

El callejón de los Niños Hermosos

Hace unos días se derrumbó en Toledo, en el callejón de los Niños Hermosos, una casa, en una muestra palpable de cómo está parte del patrimonio urbano de la ciudad histórica. Comparto la columna, que, a modo de reflexión, publiqué la pasada semana en La Tribuna de Toledo.

Sin duda, cualquier toledano, al leer este título, habrá pensado inmediatamente en uno de los más típicos callejones de nuestro centro histórico. En efecto, hoy quiero referirme a este bello rincón, inmortalizado por Casiano Alguacil hacia 1885 en una fotografía donde recogía una estampa muy cotidiana en el Toledo de la época, una mujer con un cántaro al costado, camino de alguna fuente, mientras unas niñas, al fondo del callejón, observaban atentas al fotógrafo.
Pero no pretendo hoy que nos fijemos en esta muestra de la espléndida colección de fotografías que nos ha legado el artista de Mazarambroz, sino en una triste noticia que tuvo lugar, hace unos días, en este callejón, el derrumbe de una casa que se encontraba en mal estado de conservación. Más allá del dato concreto, dicho siniestro me ha hecho reflexionar sobre la situación en la que se encuentran otras muchas casas del casco, independientemente de que haya o no un peligro inmediato de hundimiento.
Porque, sin duda alguna, todos estamos concienciados acerca de la conservación de los grandes monumentos de la ciudad. Nadie duda de su valor. Pero un conjunto histórico de la importancia del toledano no se reduce a la Catedral, el Alcázar o San Juan de los Reyes. Es toda la ciudad histórica la que constituye esa realidad única que es nuestra “peñascosa pesadumbre”. Son las casas, el entramado urbano, los pequeños y grandes elementos que las decoran. Son también, y esto es lo más importante, las personas que las habitan, que con su sola presencia contribuyen a su conservación, y que, a la vez, mantienen vivo un patrimonio inmaterial, hecho a base de tradiciones, historias, costumbres. Una realidad que corremos el riesgo de perder irremediablemente.
Sé que no es fácil encontrar una solución a los problemas de conservación de nuestro casco histórico. Se requiere una confluencia de diversos agentes, se precisan una serie de medidas, en parte ya implementadas. Es esencial que en el casco siga viviendo gente, y que pueda recuperar población. Pero, entretanto, es importante que vayamos valorando también ese patrimonio que puede parecer secundario, pero que no lo es. Amar no sólo la belleza incomparable de nuestro templo primado, sino también esos rincones llenos de sorpresas, esos patios que en mi niñez recuerdo plenos de vida, de conversaciones, de juegos. Redescubrir un escudo en una ménsula, una yesería adornando una puerta, un brocal de pozo quizá romano o árabe. Entusiasmarse con la magia de nuestros callejones, empaparse de la melancolía de alguna plaza solitaria, pararse a contemplar el llamador de bronce de una vieja puerta…
Nada es amado si no es conocido. La conservación de nuestro patrimonio urbano toledano sólo será posible, más allá de las actuaciones realizadas por las diferentes entidades públicas y privadas, cuando todos los ciudadanos conozcamos, valoremos y amemos nuestra ciudad. Y seamos capaces de trasmitir esa pasión por Toledo a las nuevas generaciones.

domingo, 26 de mayo de 2019

Olvidado rey Godo

Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, en la que trato de llamar la atención sobre el lamentable estado de conservación de parte del patrimonio escultórico de Toledo:


Han leído bien. Godo. No Gudú. Aunque siempre es interesante volver sobre la obra maestra de Ana María Matute, una de las grandes novelas del siglo XX. Pero no es el caso. Se trata de un rey godo, Wamba. Y no sólo de él, sino de otros dos reyes más que le acompañan. Reyes medievales castellanos de la casa de Borgoña. Alfonso VII, “el emperador”. Y Alfonso VIII, “el bueno”, quien reconquistó Cuenca. Seguro que han pasado muchas veces ante ellas, pues se encuentran en el Paseo de Merchán, en la Vega. Se trata de parte del lote que el cardenal Lorenzana trajo de Madrid, del Palacio Real nuevo, para decorar la ciudad de Toledo, dentro de su amplio mecenazgo ilustrado, renovador y embellecedor de la sede primacial. En otros puntos se pueden encontrar el resto, hasta seis, como Sisebuto en el paseo homónimo, Sisenando en el de Recaredo y Alfonso VI junto a la Puerta de Bisagra.
Tienen una curiosa historia. Cuando tras el incendio del alcázar de los Austria, Felipe V decidió construir un nuevo palacio, más acorde con  los gustos imperantes, a la hora de abordar su decoración, ya bajo Fernando VI, se decidió colocar estatuas de todos los reyes españoles anteriores, desde Ataúlfo al propio soberano reinante, incluyendo a algunos emperadores precolombinos, como Moctezuma y Atahualpa.
Se encargó a fray Martín Sarmiento la lista de los mismos, así como sus atributos. La realización fue dirigida por los escultores de la Corte, Domenico Olivieri y Felipe de Castro. Esculpidos en piedra blanca de Colmenar, fueron colocados en la balaustrada que coronaba el palacio. Pero la llegada del rey Carlos III cambió su destino. Los gustos artísticos habían cambiado y se decidió quitar las estatuas, pues rompían la estética del edificio. La leyenda, que todo lo embellece, sin embargo, lo atribuye a un sueño que tuvo la reina Isabel de Farnesio, en el que veía cómo las estatuas de los reyes se caían, entendiendo que aludía a que sus hijos serían destronados, por lo que hizo que se bajaran. Otra versión dice que caían sobre ella y la aplastaban, de modo que persuadió a su hijo Carlos III para que un 8 de febrero de 1760 las retirara.
A partir de 1787 muchas de estas estatuas comenzaron a repartirse por varias ciudades españolas, mientras otras decoraron calles y plazas de Madrid. El  secretario de la Real Academia de San Fernando, Antonio Ponz, promotor de  la iniciativa, logró que el cardenal Lorenzana se hiciera eco de su propuesta.
Paseando por la Vega, he contemplado, melancólico, estas esculturas, y lamentado su pésimo estado de conservación. Partida la de Alfonso VIII por la mitad; casi irreconocible, fragmentada y con una inscripción ilegible la de Wamba.

Escultura del rey Wamba
Toledo es también ese patrimonio escultórico digno de mejor suerte. Nuestros olvidados reyes godos, aunque no lo sean todos, merecen (y aguardan) que, a quien corresponda, les haga un “lifting” rejuvenecedor.

miércoles, 1 de mayo de 2019

El genocidio del pueblo armenio

El pasado 24 de abril se conmemoró el aniversario del inicio del genocidio armenio. Con ese motivo publiqué en La Tribuna de Toledo la columna que ahora comparto. Sobre el mismo tema escribí, en la revista Toletana, el artículo titulado El Metz Yeghern y el fin del Imperio Otomano, consultable en Academia.edu


METZ YEGHERN

Hoy es una de esas fechas que deberían estar grabadas a fuego en nuestros corazones. Un día fatídico, en el que comenzó el primero de los grandes genocidios que azotaron el mundo durante el siglo XX. Un 24 de abril de 1915 se iniciaba el Metz Yeghern, el Gran Mal, tal y como lo llamaron los armenios que lo sufrieron. Ese día empezó la masacre de la población armenia y de otras minorías cristianas que vivían en el Imperio Otomano. Ignoramos las cifras exactas, sobre las que existe una dura polémica. Cientos de miles de personas, millones probablemente, fueron masacradas, exterminadas o deportadas; niños y ancianos, mujeres y hombres, campesinos e intelectuales, comerciantes y obispos. Nadie se libró. Sólo por ser distintos, por pertenecer a otro pueblo, por rezar a otro Dios. Por ser un Otro al que no se podía tolerar, con el que no se podía convivir. Por considerar que eran una amenaza para la supervivencia del Imperio en el contexto terrible de esa inútil matanza que fue la Gran Guerra de 1914.
Durante decenios ha sido un genocidio olvidado. Sólo recientemente, a raíz de nuevas investigaciones y, sobre todo, del esfuerzo del pueblo armenio para que su memoria no desapareciera, especialmente en el centenario, hemos podido conocer la magnitud de la masacre. Y el destino de los supervivientes, mujeres y niños entregados a familias turcas y obligados a convertirse al Islam.


Olvidar es otra forma de matar. Aquellas poblaciones sufrieron un exterminio masivo y luego el silencio vergonzante. Aún hoy, en Turquía, es un tema tabú. Y sin embargo, aquella atrocidad abrió las puertas a las que vendrían después: judíos en el Tercer Reich, ucranianos y otros pueblos en la URSS, los campesinos chinos bajo Mao Zedong, los camboyanos víctimas de los delirios de Pol Pot, Ruanda…un largo etcétera que ha cubierto de ignominia a la Humanidad. Una Humanidad que no aprende, que sigue jugando con lo más precioso, la vida de las personas.
Olvidar es asesinar doblemente. Por eso hoy es preciso mirar atrás, volver los ojos a aquellas poblaciones de la vieja Armenia, arrasadas; a las columnas de deportados en condiciones inhumanas, abandonadas a las crueldades de los kurdos y a las inclemencias de la naturaleza; al patrimonio cultural bimilenario sistemáticamente aniquilado.
Olvidar es arriesgarnos a repetir la Historia. Porque siempre existe la posibilidad de negar al que piensa diferente, al que es distinto, al que no cuadra con nuestro modo de ver el mundo. Y de negar que se pueda disentir, se pasa a negar la existencia al que disiente. El siglo XX ha vivido demasiados de estos episodios. Estos días, también en nuestro entorno, vemos como reaparecen actitudes que tratan de acallar al que piensa de modo diverso. Se puede, y se debe, discrepar de las ideas distintas u opuestas a las nuestras, pero no es admisible criminalizar a las personas.
Recuerden. Todo empezó un 24 de abril con los armenios.

sábado, 13 de abril de 2019

Jerónima de la Asunción: Una monja con redaños

Comparto el artículo que publiqué en La Tribuna el pasado miércoles 10 de abril, sobre Jerónima de la Asunción


No sé si han contemplado alguna vez su rostro. Lo inmortalizó Velázquez en una espléndida pintura que se conserva en el Museo del Prado. Impresiona. Austero. Surcado por arrugas, reflejo de su edad y de una vida marcada por la austeridad y la penitencia. Mirada penetrante. Es una mujer de unos sesenta y cinco años, a punto de embarcarse en un largo viaje. Una monja. Mística. Toledana. Jerónima Yáñez. O de la Fuente. O de la Asunción, que de las tres maneras es conocida. Aunque hoy haya sido olvidada en gran medida. Una figura que les invito a conocer, pues resulta fascinante.
Nació en Toledo en 1555. A los seis años ya sabía leer, escribir y contar. Cuando rondaba los catorce fue testigo de las andanzas por Toledo de Teresa de Jesús, que trataba de fundar uno de tantos monasterios que enriquecían (por desgracia, cada vez más, en pasado) la ciudad. Jerónima se sintió llamada a la vida consagrada, y al año siguiente, el 15 de agosto de 1570, ingresó en el convento de Santa Isabel de los Reyes. Aquí supo compaginar una profunda vida espiritual con una intensa actividad que repercutía en la sociedad toledana, recogiendo dinero para los más necesitados, enviando ayuda a la cárcel, donando, incluso, en una ocasión, su propia cama para un enfermo del Hospital. Promovió la realización de la escultura de la Inmaculada para el altar mayor del convento, y el culto a la imagen del Santísimo Cristo de la Misericordia, en torno al cual surgió una cofradía, desaparecida en el siglo XIX.

Jerónima de la Asunción (Velázquez)
Su espíritu inquieto la impulsó a realizar una hazaña digna de una novela. En 1598 tuvo noticia de que en Manila deseaban tener un convento de monjas, poniéndose manos a la obra. Logrados los permisos, el 28 de abril de 1620 iniciaba el viaje desde Toledo a Sevilla con cinco monjas. Allí la pintó Velázquez. El 5 de julio, con otra monja más, se embarcaron en Cádiz, llegando, a finales de septiembre, a Ciudad de México, donde se le unieron dos religiosas. El 1 de abril de 1621 se hicieron a la mar desde Acapulco, llegando a Filipinas el 24 de junio. Durante el viaje, a la altura de las Marianas, falleció una de las religiosas, María de la Trinidad. Llegadas a Manila el 5 de agosto de 1621, fundaron, bajo la regla de Santa Clara, el primer convento contemplativo de Extremo Oriente. No se arredró ante las dificultades, escribiendo incluso al rey Felipe IV. Sus últimos 30 años estuvieron marcados por la enfermedad, falleciendo en Manila el 22 de octubre de 1630. Su recuerdo en Toledo se fue borrando, aunque en 1930 el Ayuntamiento dio su nombre a la Travesía de Santa Isabel, quedando como testimonio una placa desvencijada en la pared del convento.
Una mujer, una toledana digna de ser recordada. O de que, al menos, no se caiga la placa.

lunes, 8 de abril de 2019

(Des)memoria mujeril

El pasado miércoles 3 de abril comencé a colaborar con el diario La Tribuna de Toledo con la columna "El torreón de San Martín". Comparto el texto que publiqué ese día, una reivindicación de la memoria de las mujeres toledanas:

Subir a un torreón permite otear el horizonte. Y hacerlo desde el torreón del puente de San Martín conlleva, además, contemplar el fluir lento, por desgracia escaso, del padre Tajo. Unas aguas que arrastran la historia de nuestra ciudad. Historia rica, compleja, llena de matices, curiosidades, dramas y heroísmos. Historia que pretendo compartir con ustedes (si son capaces de soportarme), desde esta atalaya privilegiada.
Pero para comenzar, no voy a hacerlo por el recuerdo y la memoria, sino por la desmemoria y el olvido, que también tiñen el devenir de esta “peñascosa pesadumbre”. Y, aunque parezca un lugar común, esa desmemoria afecta, y mucho, a las mujeres. Toledo está llena de evocaciones de varones ilustres, poetas, prelados, escritores, guerreros, reyes...pero ¿qué lugar de memoria encontramos sobre mujeres? ¿Qué recuerdo tenemos, qué evocación hacemos de las toledanas, ilustres o no? Y haberlas, haylas. Muchas. Para muestra, un botón. O unos pocos. Ahí está Juana I, “la Loca”, reina de Castilla y Aragón, una de las ilustres y poderosas. O Leocadia, la joven mártir de la época romana. Y Raquel, “la Fermosa”, “la judía de Toledo”, amante de Alfonso VIII de Castilla. ¿Quién recuerda a Marcela de San Félix, monja trinitaria, poeta y dramaturga, hija de Lope de Vega? Más cerca de nosotros, María del Carmen Martínez Sancho, pionera de las matemáticas españolas en el siglo XX. O Esperanza Pedraza, que tanto contribuyó a potenciar la historia y cultura de nuestra ciudad. También ha habido toledanas de adopción, como Elvira Méndez de la Torre, primera concejal del consistorio toledano, en 1924, junto a Pilar Cutanda Salazar.

Juana I de Castilla, una toledana ilustre
Pero ¿qué tenemos de ellas? Apenas una escultura semioculta, la de la monja andariega y reformadora, Teresa de Jesús. Una placa desvencijada y semiborrosa, en la pared del que fue su convento, Santa Isabel, que evoca el olvidado cambio de calle que se hizo en recuerdo de otra monja viajera (y milagrera) Jerónima de la Fuente, a la que Velázquez inmortalizó. Poco más. ¿No sería llegado el momento de recordar a más mujeres toledanas? ¿No convendría visibilizar estas figuras, mediante su representación?
Y para que no se diga que me quedo en quejas estériles, ahí va eso: junto a la estatua de Juan de Padilla, ¿no sería justo ubicar otra escultura de María Pacheco? Una mujer de “armas tomar” (literalmente, of course), culta, educada en un ambiente humanístico, conocedora del latín, del griego, de historia y matemáticas. Resistente en Toledo en la guerra de las Comunidades de Castilla tras la muerte de su esposo, liderando la defensa de la ciudad, prolongando la resistencia nueve meses tras la derrota de Villalar, que supo mantener el orden en el interior de la ciudad y que tras la entrada de las tropas del rey Carlos, logró huir, disfrazada, exiliándose en Portugal, donde fallecería en 1531. La “leona de Castilla”, que verdaderamente lo fue. Una mujer empoderada...quizá demasiado, al menos para su época.

martes, 29 de enero de 2019

Ramón Gonzálvez. In memoriam

Esta madrugada del día de San Julián, arzobispo de Toledo en la época visigoda, fallecía uno de los grandes historiadores medievalistas españoles, Ramón Gonzálvez Ruiz, canónigo-archivero emérito de Toledo. Quizá era el día más apropiado para uno de los mayores conocedores de esa etapa histórica, el reino visigodo de Toledo y la Iglesia hispana de la época, por la que sentía la pasión honda del riguroso investigador que era.
Escribo estas líneas desde el más profundo cariño hacia el que fue mi profesor, con el que obtuve una de las pocas matrículas de honor que saqué en mis estudios (recuerdo que se trataba de responder a la  pregunta sobre la creación del Patrimonium Petri) y con el que en estos momentos estaba colaborando en la redacción de la Historia de la Diócesis de Toledo. Y junto al cariño, la admiración. Don Ramón era un sabio, conocedor profundo de la Edad Media, pero al mismo tiempo, atento a las corrientes más actuales de la filosofía contemporánea.
Su formación fue rigurosa y extensa. Nacido en Puebla de Alcocer, provincia de Badajoz y archidiócesis de Toledo en 1928, realizó sus estudios eclesiásticos en los seminarios menor y mayor de Toledo.

Ramón Gonzálvez @RealAcademiaTo 
Ordenado sacerdote en 1952, se le destinó a cuatro parroquias rurales de la provincia de Guadalajara, entonces pertenecientes a la diócesis primada. Enviado a Roma, se licenció en Teología y en  Historia de la Iglesia en la Universidad Gregoriana, además de realizar un máster en Archivística y Paleografía en la Escuela del Archivo Secreto Vaticano. Completó su formación con la licenciatura en Historia civil en la Universidad de Oviedo y, años más tarde, con el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid.
A su regreso a Toledo fue profesor en el colegio de las Carmelitas y en el Seminario Diocesano, así como en el Colegio Universitario de Toledo. Canónigo-archivero por oposición, su nombramiento fue el último realizado por el rey de España antes de renunciar al derecho de presentación. Fue miembro fundador de la Asociación de Archiveros Eclesiásticos de España; numerario de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo, de la que fue director; miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia de Madrid, de la Real Academia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi, de la Real Academia de Córdoba y del Instituto de Estudios Madrileños. Asimismo miembro de la Fundación Toledo y director del departamento de Historia del Instituto de Estudios Visigótico-Mozárabes.
Son numerosas sus obras publicadas. Hay que destacar su dedicación hasta el final, trabajando en la que aspiraba fuera su gran legado, la Historia de la Diócesis toledana durante la Edad Media, que estaba a punto de concluir, siempre con meticulosidad y profundo conocimiento de las fuentes, así como con una excepcional capacidad de síntesis. Su última obra publicada " San Ildefonso y otros obispos de la Iglesia Visigótica y Mozárabe de Toledo" fue presentada el pasado mes de septiembre y destaca por la inmensa erudición que refleja.
Su fallecimiento es una gran pérdida para el ámbito científico e investigador español. Figuras humanistas, "renacentistas", como Ramón Gonzálvez son difíciles de encontrar en estos tiempos. Ojalá su ejemplo avive el afán de saber e investigar en nuevos apasionados por la Historia. Creo que se le puede aplicar con toda justicia las palabras que el Libro de la Sabiduría aplica a los sabios:
        "Aprendí la sabiduría sin malicia, la reparto sin envidia y no me guardo sus riquezas" (Sb 7,13)
Descanse en paz, don Ramón y que pueda contemplar la Verdad, sin velos ni espejos, que tanto buscó.