sábado, 31 de diciembre de 2022

Judas Iscariote

 Comparto mi artículo del pasado miércoles 28 de diciembre en La Tribuna de Toledo

No, no han leído mal. Aunque estamos en Navidad, hoy quiero referirme a un personaje que nos evoca la Semana Santa. O de modo más preciso, voy a hablarles de la visión literaria que de él nos ofrece la pluma (o la tecla) fecunda de Antonio Hernández-Sonseca. Ya les indiqué, al referirme al ensayo que nuestro autor acaba de publicar sobre Luis Tristán, que había que añadirle, en una hornada doble, esta obrita –un opusculum de apenas ochenta y una páginas- que les animo a leer, y cuyo título no deja lugar a dudas, Judas el Iscariote.

Judas es un personaje misterioso. Su presencia en los evangelios nos desconcierta y nos produce una repulsión inmediata e instintiva. El amigo que es capaz de traicionar, por dinero, al Amigo. Un rechazo que podemos observar asimismo en los que fueron sus compañeros y suponemos amigos, dentro de ese grupo selecto de íntimos de Jesús que fueron los doce apóstoles. En Juan se percibe claramente. Y, sin embargo, el personaje, quizá uno de los más conocidos del Nuevo Testamento, nos interroga, nos lanza el desafío de tratar de comprender lo a priori incomprensible.

En este dédalo es en el que Hernández-Sonseca, como Teseo, guiado por el hilo seguro de sus abundantes lecturas, se adentra, invitándonos a acercarnos al protagonista. Lo hace partiendo de una enternecedora anécdota de ese gran escritor que fue Georges Bernanos, que enlaza con su propia juvenil experiencia, marcada por la estremecedora belleza de los responsorios de Semana Santa de Tomás Luis de Victoria. Después, para pintar el retrato del Iscariote, recurre a las fuentes, los evangelios, el libro de los Hechos, e incluso la literatura de Qumrán y a uno de los primeros autores cristianos, el obispo Papías de Hierápolis, recopilando y secuenciando todo lo que nos narran sobre él.

"El beso de Judas" (Giotto)

Pero no se limita a las fuentes “oficiales”. Las teselas del mosaico que trata de recomponer incluyen uno de los evangelios apócrifos, el recurso a la etimología de los nombres con que se le ha denominado, la poesía, la literatura, todo ello sazonado de sus reflexiones personales, que le conducen a revisitar los últimos momentos de los dos protagonistas del drama, desde el anuncio desgarrador de Jesús en el marco de la celebración del Séder, la Cena de Pascua, hasta el reencuentro en el huerto de Getsemaní, en el que un beso se transforma en el signo visible de la traición, tratando de adentrarse en el corazón de ambos, de Jesús y de Judas, hasta el desenlace final, cuando Judas, “encerrado en su noche” –en palabras de Julien Green-, optó, al contrario que Pedro, el otro traidor, por hundirse en el abismo y no buscar, a pesar de todo, la luz.

Un hermoso libro, tachonado de algunas representaciones significativas de Judas, con el guiño del autor a su admirado Pasolini, que, en Navidad, puede deleitarnos y hacernos pensar.

¡Feliz Año Nuevo 2023!

domingo, 18 de diciembre de 2022

Luis Tristán reivindicado

 Comparto mi columna de la semana pasada en La Tribuna de Toledo 

Existen personas de inmensa valía, capacidad o mérito que por estar al lado de grandes genios quedan opacadas, la mayor de las veces de modo injusto. Esto es lo que le ocurrió a uno de nuestros más importantes pintores de la escuela toledana del XVII, Luis Tristán, quien, discípulo del Greco, ha sido oscurecido por la alargada sombra del inigualable cretense, del que fue, sin duda, el mejor discípulo. Nacido en Toledo hacia 1585 y fallecido en la ciudad imperial en 1624, Tristán evolucionó hacia un naturalismo tenebrista que le alejó de su maestro y le situó en la estela de otro pintor extraordinario, Caravaggio, cuya obra pudo conocer durante su estancia en Roma. A su regreso de la Urbe, junto a una serie de retratos de gran realismo, se especializó en temática religiosa, destacando, sobre todo, las pinturas del retablo mayor de la colegiata de San Benito Abad de Yepes, posiblemente su obra maestra, unos lienzos que sobrevivieron al desgarro sufrido en el asalto al templo en 1936, siendo “resucitados” gracias a una extraordinaria labor de restauración realizada por el Museo del Prado.

Es precisamente este capolavoro el que ha inspirado un delicioso libro que, nacido de lo más radical y hondo del corazón del autor, viene, en fecunda simbiosis, a reivindicar al pintor toledano y a su obra, a la par que salda una deuda personal, nacida en los años nunca olvidados y siempre presentes de la niñez. Me refiero al aún caliente, como hogaza tierna de pan recién sacada del horno, Luis Tristán a la vista, publicado en CELYA por Antonio Hernández-Sonseca cuando declina este 2022.

Retablo mayor de la iglesia parroquial de Yepes
Creo que presentar a su autor es superfluo. Somos muchos quienes, en los diferentes ámbitos docentes en los que ha ejercido su magisterio, hemos podido admirar el amplio acervo de saberes, que no se limitan al que es su especialidad, la Filosofía, de don Antonio. Sus clases destilaban el asombroso conjunto de lecturas asimiladas, reflexionadas, saboreadas sapiencialmente, que a lo largo de sus explicaciones iban brotando, enriqueciendo y embelleciendo estas. Belleza que devenía en monición el día del Corpus, cuando sus palabras resonaban por las calles de la ciudad invitando a contemplar el Misterio oculto en los granos de trigo.

Hernández-Sonseca ha querido reivindicar a un pintor genial, pero a la par, ha querido honrar la patria más entrañable, su pueblo de Yepes, y a la maravilla cobijada bajo las bóvedas –hoy heridas- de la colegial. No es sólo un recuerdo de Tristán, es un desentrañar el sentido profundo de los lienzos, de la hermosura que transpiran, de las historias y la Historia que nos narran. Y lo hace con esa delicada prosa poética, o quizá más bien poesía metamorfoseada en prosa, pero jamás prosaica, que brota como de alfaguara cristalina de la bonhomía de su corazón.

Antonio Hernández-Sonseca, como amante de la sabiduría, se sigue admirando. Y como buen maestro, enseña deleitando.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Soledades monásticas

Vivimos en una sociedad frenética, llenos de ruidos, urgencias inaplazables, prisas y carreras para todo; sometidos a la acción-reacción constante de las redes sociales, a la tiranía de los correos electrónicos o a la inmediatez del “guasapeo” que nos hace vivir pegados al móvil las veinticuatro horas del día. Es por ello cada vez más necesario saber desconectar, encontrar momentos de tranquilidad, sosiego y silencio, de apagón del teléfono, para mirar nuestro interior y reposar el cuerpo y el espíritu. Un espacio privilegiado para ello son los monasterios. Cuando puedo, trato de escaparme a alguno, buscando, en su calma, hallar la soledad sonora que restaura la paz del corazón. Tras el paréntesis de la pandemia, he podido recuperar esta buena tradición en un enclave excepcional, el monasterio de Santa María del Paular.

Se trata de un espacio verdaderamente maravilloso. Está ubicado en pleno valle del río Lozoya, en la sierra del Guadarrama, rodeado por montañas cubiertas de bosques de coníferas y árboles caducifolios que, en el estallido otoñal, se revisten de oro, mientras los campos, fecundados por las hojas secas, generan ubérrimos diferentes tipos de setas y hongos. El rumor de las aguas, crecidas por las últimas lluvias, ejecuta una gozosa melodía que mece el corazón mientras serena la vista.

Real Monasterio de Santa María del Paular
En este “locus amoenus” se yergue, esplendido, el Real Monasterio, la primera cartuja que hubo en Castilla, mandada erigir en 1390 por el rey Juan I, quien, con su política de renovación religiosa, puso las bases de la Reforma católica en España, culminada posteriormente por Isabel la Católica y el cardenal Cisneros. Protegido por la dinastía Trastámara, el cenobio se fue enriqueciendo con un magnífico patrimonio artístico hasta que la Desamortización de Mendizábal suprimió la comunidad de monjes y vendió y dispersó gran parte de las obras de arte que albergaba. El lamentable estado de abandono al que llegó generó una fuerte campaña en la opinión pública, en la que intervino la Institución Libre de Enseñanza, hasta que el Estado inició su recuperación, completada con la restauración de la vida monástica con la llegada de los benedictinos.

A pesar de las pérdidas, el monasterio alberga aún verdaderas joyas. En la iglesia, traspasada la verja gótica forjada por el monje rejero Francisco de Salamanca –autor también de la de Guadalupe-, encontramos una espléndida sillería, pero sobre todo, podemos extasiarnos con el maravilloso retablo de alabastro policromado, la auténtica obra maestra del monasterio. Tras él se esconde la exuberancia barroca de la capilla del Sagrario, de Hurtado Izquierdo, con su extraordinario trasparente. El claustro, que ha recuperado recientemente la serie pictórica sobre la historia cartujana que creó Vicente Carducho, sorprende por la variedad y fantasía de sus bóvedas de crucería, de desbordante imaginación, o la bóveda de artesa, única en su género, que da acceso al mismo. Todo envuelto en las melodías gregorianas de los monjes.

El Paular, un lugar privilegiado para encontrar la paz.


Mundial en Catar

 Comparto la columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Supongo que para mucha gente, en estos tiempos en los que el “panem et circenses” es el fútbol, no será más que una de las muchas contradicciones que hay que cabalgar en la relativista cultura contemporánea. Pero a poco que tengamos un mínimo de sensibilidad social no deberíamos permanecer indiferentes ante lo que se está perpetrando, paradójicamente en un ámbito que proclama valores, como el deporte. Sí, me refiero al Mundial de Catar –esta es la forma correcta de su nombre en castellano, no Qatar-, que ha logrado batir muchos records, y no precisamente deportivos.

Sin entrar en la exactitud de las cifras -probablemente nunca las sepamos-, el que unas 7000 personas hayan podido morir en unas condiciones de trabajo muy cercanas a la esclavitud deberían haber bastado para que, al menos la sociedad europea, que presume de defender los Derechos Humanos y que en otras cuestiones suele tener la piel muy fina, se hubiera movilizado frente a tal brutalidad. Es cierto que en algunos países, e incluso dentro del mundo del fútbol, se ha cuestionado la participación en el Mundial. Pero las repercusiones prácticas han sido nulas. En cualquier caso, contrasta con el inexplicable ausente debate en España al respecto, como si lo que sucede en aquellos lejanos desiertos no nos atañese. Y puede que esto sea lo cierto, pero en ese caso, extraña que otras causas, tan lejanas o más, e incluso menos sangrantes, causen movilizaciones, al menos en las redes sociales.

Pero es que junto a la explotación laboral que se ha producido para construir las instalaciones que deberían mostrar al mundo la maravillosa imagen de un paraíso arrebatado, a fuerza de petrodólares, al desierto, está la falta de reconocimiento de Derechos Humanos básicos, comenzando por los de las mujeres –se ve que las cataríes más que hermanas son primas lejanas mentirosas- y las minorías étnicas y religiosas, los sindicales o la homofobia legal –siete años de prisión-, ante los cuales se disimula. Ausencia en la práctica, pero también en la teoría, aceptando sin escándalos –hipócritas por otro lado- declaraciones de altas figuras del emirato que, al menos en España, serían constitutivas de delito. Ignoro si los jugadores, al comienzo de cada partido se pondrán de rodillas pidiendo perdón por los muertos, vestirán de negro o se colocarán brazaletes arcoíris, sobreactuaciones que no dejarían de ser más que “pellizcos de monja”, pues lo coherente hubiera sido no participar.

Justificar que la celebración del Mundial en Catar mejorará los Derechos Humanos en aquel país es una falacia. Rusia los albergó en 2018 y “contra facta non valent argumenta”. Podríamos señalar también los Juegos Olímpicos de Pekín, o los de Berlín en 1936. El intento de blanquear dictaduras a través del deporte es tan viejo como su utilización política desde las Olimpíadas griegas. Y lo seguirá siendo.

Porque la clave de todo ya la dio Quevedo, “poderoso caballero es don Dinero”.

domingo, 30 de octubre de 2022

La polícroma belleza del liquidámbar

 Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Quienes, semana tras semana, y año tras año, tienen la paciencia de leerme, saben que, llegado el otoño, es ya una ineludible tradición la de escribir sobre los jardines del Real Sitio de San Ildefonso, para mí uno de los lugares más hermosos de España, singularmente en estos meses. No falto a esta cita estacional con la belleza excepcional que los adorna, manifestada en las mil y una modulaciones de los colores que decoran, en constante y vertiginosa transformación, su frondosa vegetación, creando un marco maravilloso en el que parece que van a tomar vida los personajes mitológicos de fuentes y estatuas. En este deambular algunas especies de árboles me atraen particularmente, invitándome a hacer un alto y extasiarme ante la hermosura que prodigan.

Reconozco que mi interés hacia los árboles deriva de mi buena y vieja amistad con los Sánchez Butragueño. A Mari Carmen le debo la curiosidad por los pinsapos, y a Eduardo, por los celtis australis, vulgo almeces o almárcigos. De los diferentes tipos de Quercus –roble, encina y alcornoque- quedé saturado en las asignaturas de geografía física de España de la vieja licenciatura de Geografía e Historia. Pero desconocía cómo se denomina un árbol que siempre me ha llamado la atención en otoño, por la diversidad y belleza de sus colores, y del que, antes de llegar al edificio de la Real Colegiata, se yergue un espléndido ejemplar, crecido junto a la imponente altura de las secuoyas que empequeñecen la cúpula de Ardemans y los chapiteles austriacos del palacio. En mi última visita al Real Sitio, bajo una lluvia que envolvía la atmósfera de lechosos velos agitados por el viento, me detuve, pasmado por la maravillosa policromía que lo recubría. Y leyendo la cartela explicativa, descubrí su sonoro, potente, nombre. Liquidámbar. Una especie nativa de América, introducida en Europa hacia 1681, siendo plantada en los jardines del obispo anglicano de Londres, Henry Compton, quien, junto a sus tareas episcopales, destacó por sus aficiones como naturalista. Sin duda, hay que alabar su gusto por un árbol tan bello.

Liquidámbar
El ejemplar que me cautivó era un mosaico de colores, que evolucionaban del verde intenso a diferentes tonos de amarillo para concluir, en su copa, semejante a una aguja gótica, en un rojo sanguinolento que parecía brotar de un cielo rasgado por la misma. Las gotas de lluvia esmaltaban las hojas que, zarandeadas por el viento, se aferraban a las ramas, tratando de posponer la danza macabra que las conducirá a su destino último como alimento fecundo que, tapizándola, nutre la tierra.

En la obra del poeta mexicano Alberto Blanco encuentro un poema titulado El liquidámbar, en el que el alma del escritor se transforma en dicho árbol. Sin duda, inspira. Pero, además, sana. Su savia tiene propiedades que ayudan al cuidado de la piel, y se empleó como bálsamo, perfume e incluso incienso.

Un buen descubrimiento, el liquidámbar.

sábado, 8 de octubre de 2022

Némirovsky

Comparto mi columna del pasado miércoles 5 de octubre en La Tribuna de Toledo

Cuando entro en alguna gran librería, suelo desconfiar de la sección “Libros más vendidos” y la evito como si de una planta venenosa se tratase. Son muchos los intereses, frecuentemente no literarios, que se unen para hacer de ciertos libros un banal y fugaz objeto de consumo rápido más. Mi desconfianza se extiende asimismo a determinados autores “de éxito”, sobre todo cuando llevan detrás una fuerte y agresiva campaña de marketing, o lo son por motivos ideológicos o políticos. La inmensa mayoría de ellos no suelen resistir el paso del tiempo, y con la misma velocidad con que alcanzan la fama caen en el olvido.

Con los buenos libros y escritores sucede como con el trigo. El tiempo, cedazo impasible, va cerniendo y separando el grano de la paja. En ocasiones el proceso puede ser lento, e incluso, como si del Guadiana se tratase, un libro o un autor se olvidan para reaparecer con renacida fuerza más adelante. De forma maravillosa e imprevisible, a veces, cual milagro literario.

Es lo que ocurrió con una autora que, sin duda, conocerán, pues sus libros, afortunadamente, se encuentran, en las hermosas y cuidadas traducciones de Ediciones Salamandra, en todo tipo de librerías. Irène Némirovsky. Su propia vida, dramática, es digna de ser novelada. Nació en Kiev, en aquel tiempo parte del Imperio ruso, en 1903. Su familia, judía y acaudalada, tuvo que huir a consecuencia del estallido de la revolución de 1917. Instalados en París, Irène, que había recibido una exquisita educación, pronto se reveló como una extraordinaria escritora en lengua francesa, desarrollando una trayectoria deslumbrante a partir de la publicación en 1929 de la novela David Golder. Sin embargo el terrible drama desencadenado sobre Europa tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, vino a cortar, trágicamente, tan brillante porvenir literario. Detenida y deportada al campo de concentración de Auschwitz, murió asesinada en él en 1942. Su obra fue cayendo, poco a poco, en el olvido, hasta que sesenta años más tarde, sus hijas, supervivientes, descubrieron el manuscrito de Suite francesa, un relato inacabado, que narra, de modo dramáticamente magistral, los momentos de la invasión alemana de Francia, que la autora estaba viviendo en primera persona. Publicada en 2004, obtuvo un éxito inesperado, logrando, póstumamente, el premio Renaudot. Traducida a numerosas lenguas, fue el inicio de la recuperación de una escritora que se sitúa entre las más importantes del siglo XX en Europa.

Irène Nemirovsky
He leído prácticamente todas las obras de Némirovsky traducidas al castellano, siendo una de mis escritoras favoritas. Recientemente se ha traducido y publicado de nuevo un escrito suyo, en este caso una incursión en el género biográfico, La vida de Chéjov, personal visión del autor ruso por parte de quien compartió experiencias semejantes, como la niñez desdichada, ayudándonos a penetrar –algo hoy tan pertinente- en la desconcertante alma rusa.

Si aún no la conocen, les animo a descubrir a la excepcional Irène Némirovsky.

 

domingo, 25 de septiembre de 2022

El cardenal ilustrado: trescientos años del nacimiento de Lorenzana

Comparto mi artículo del pasado jueves 22 de septiembre en La Tribuna de Toledo, en el tercer centenario del nacimiento del cardenal Lorenzana 

Fue una de las grandes figuras de la España del siglo XVIII, con proyección a ambos lados del Atlántico. Y para Toledo y la actual Castilla-La Mancha, uno de los más notables personajes de su historia, alguien que ha dejado huella en el arte, en la cultura, en el patrimonio. Don Francisco Antonio de Lorenzana, cardenal arzobispo de Toledo, uno de los mejores exponentes de la Ilustración española, el cardenal ilustrado español por antonomasia. Hoy celebramos el tercer centenario de su nacimiento, que, unido al doscientos cincuenta aniversario de su nombramiento como arzobispo de Toledo, deberían haber hecho de este 2022 un auténtico Año Lorenzana, con el recuerdo y la conmemoración que se merece una figura de tal categoría. No ha sido posible, pero, al menos, con estas breves líneas, me gustaría honrar su memoria e invitar al conocimiento de una figura que, paradójicamente, permanece aún poco estudiada en su conjunto, demandando mayores investigaciones que la analizasen en profundidad.

Nuestro prelado nació en León un 22 de septiembre de 1722, recibiendo en el bautismo los nombres de Francisco Antonio José. Realizó sus estudios primero con los jesuitas de León y más tarde en las Universidades de Valladolid, Burgo de Osma y Salamanca. Canónigo de la catedral de Sigüenza, fue ordenado presbítero en 1751, pasando más tarde a la de Toledo en 1754, iniciando así una larga y fecunda relación con la archidiócesis primada, que en aquellos tiempos se extendía por casi toda Castilla-La Mancha, Madrid, enclaves en Extremadura (considerados por entonces parte del reino de Toledo), Jaén, Granada y la plaza de Orán, en el norte de África. Lorenzana lograría más adelante la dignidad de abad de San Vicente de la Sierra y deán de la catedral. En 1765 fue nombrado obispo de Plasencia y en 1766 se le trasladó a la sede arzobispal de México, una de las ciudades más importantes de toda la Monarquía, capital del amplio y rico virreinato de la Nueva España. En este arzobispado, Lorenzana desarrolló una intensa labor, tanto pastoral como cultural, destacando la celebración del IV Concilio Provincial Mexicano, la publicación de gramáticas indígenas y libros sobre historia de México –anotó la Historia de la Nueva España, de Hernán Cortés-; entre otras actuaciones, construyó un hospital, un hospicio de pobres y una casa de niños expósitos, promoviendo, asimismo, el urbanismo, sin descuidar las tareas propiamente pastorales como la visita a la diócesis o la predicación a los sacerdotes.

Francisco Antonio de Lorenzana
El 27 de enero de 1772 –el otro centenario- fue nombrado arzobispo de Toledo, entrando en la ciudad imperial el 3 de octubre. En 1789 el papa Pío VI le crea cardenal y en 1794, inquisidor general. Los años que pasó en la sede primada, en línea con lo hecho en la Nueva España, desarrolló una actividad pastoral y cultural desbordante, enriqueciendo la Biblioteca Arzobispal que, en consonancia con las ideas ilustradas, abrió al público, permitiendo acceder a los riquísimos fondos que hoy en día constituyen el núcleo de la colección Borbón-Lorenzana de la Biblioteca Regional; promovió la edición de los textos de los Padres Toledanos y de otros autores de la antigüedad cristiana; reeditó el Breviario y el Misal mozárabe; promovió el estudio geográfico de su vasto arzobispado, dejando una interesantísima Descripción geográfica del mismo; hizo construir en Toledo el Hospital de Dementes, o del Nuncio, así como la nueva sede de la Universidad Toledana, dos soberbios ejemplos de arte neoclásico; creó, en Toledo, Ciudad Real y Alcázar de San Juan las Reales Casas de Caridad, para mejorar la situación de la población indigente. Se podría añadir un largo etcétera de iniciativas de toda índole, que se vieron interrumpidas cuando hubo de marchar al destierro a Roma–con la excusa oficial de consolar al papa, en una Italia ocupada por los ejércitos revolucionarios franceses-, enviado por Godoy y por Carlos IV. En la Ciudad Eterna el cardenal no se olvidó de su diócesis, comprando y enviando a Toledo preciosos fondos bibliográficos que enriquecieron la Biblioteca Capitular. Participó en el cónclave que eligió a Pío VII, siendo el candidato de España para ocupar la Sede de Pedro. Consciente de que no volvería a su archidiócesis, generosamente renunció a la misma en 1800, permitiendo así que su pupilo don Luis de Borbón le sucediera. El cardenal, tras trabajar en la Congregación de Propaganda Fide, falleció en Roma el 17 de abril de 1804. Sus restos, enterrados en la basílica de Santa Croce in Gerusalemme, fueron trasladados en 1956 a la catedral de Ciudad de México a instancias de su cabildo.

Baste esta breve descripción como homenaje, en el día de su nacimiento, a una figura excepcional, “opulento en el cargo y humilde y austero en su persona”, merecedora de un mayor y mejor recuerdo, por su labor cultural, artística, caritativa y pastoral, que ha dejado un amplio y rico legado en nuestra ciudad y en nuestra comunidad autónoma, por lo que estimo que ambas deberían honrar su memoria como merece.


domingo, 18 de septiembre de 2022

Transitus

 Comparto mi columna del miércoles pasado en La Tribuna de Toledo

No es menester ser un gran experto en la lengua de Cicerón para conocer, o al menos intuir, el significado de la palabra que hoy da título a esta ya, poco a poco, veterana columna, aunque no les voy a hablar de filología latina, sino de arte, pues es el título que se ha dado a la exposición que actualmente se está celebrando de “Las Edades del Hombre”, que en su vigésima sexta edición ha escogido como marco el espléndido de la catedral de Plasencia, saliendo así, como ya hizo en alguna otra ocasión, del ámbito castellano-leonés.

Plasencia ha sido tierra de paso, de tránsito, de trashumancia; su diócesis, erigida en 1189, tras la fundación de la ciudad por Alfonso VIII, rey de Castilla y de Toledo, como se enuncia en el documento emitido por el monarca, quien la construyó “ut placeat Deo et hominibus”, ha tenido un papel central en la historia de Extremadura, y la vida de fe que ha desarrollado ha sido un tránsito, un paso, de las realidades terrenas a las celestiales; Extremadura, lugar de paso, de tránsito de hombres y ganados, se convirtió, a raíz de los descubrimientos, en puente, tránsito, paso hacia América. Toda esta rica realidad se recoge en la magnífica exposición, que recorre la historia de la ciudad, la diócesis y la comunidad autónoma, mostrando su rico y antiguo patrimonio, a partir de las épocas romana y visigoda hasta su proyección americana, con la recepción de suntuosas piezas de arte virreinal que han decorado iglesias y palacios. Estructurada a lo largo de siete capítulos, desde el primero, Transitus terrae, al último, Transmissio Evangelii, nos ofrece al deleite estético una variada muestra de pinturas, esculturas, documentos, orfebrería, libros, todo ello en el marco grandioso de la catedral placentina, con su doble arquitectura, la vieja catedral románica y la inacabada catedral renacentista, que en un curiosísimo ensamble, muestran un unicum del patrimonio español. La restauración, extraordinaria, de la capilla mayor, ha permitido realzar el grandioso retablo barroco de Gregorio Fernández, dedicado a la Asunción de la Virgen María; traspasada la reja plateresca de Juan Bautista Celma, el coro, pequeño, pero majestuoso, obra maestra de Rodrigo Alemán, revela la fantasía desbordada de su autor en el variado repertorio de misericordias, relieves, taraceas, en los que vemos desde los oficios más dispares a la representación de pecados y  vicios.

Una exposición que merece la pena disfrutar, con obras extraordinarias como La coronación de la Virgen de El Greco, o la deliciosa Imposición de la casulla a San Ildefonso, de Zurbarán, o el curioso documento que recoge el viaje de fray Diego de Ocaña a las Indias. Los vídeos didácticos, geniales y originales.

Transitus es una muestra de cómo el patrimonio artístico, bien conservado y gestionado, lejos de ser una rémora, es fuente de desarrollo económico y social. Ojalá, ante el cercano centenario de la Catedral Primada, Toledo prepare algo semejante

domingo, 31 de julio de 2022

San Pedro de la Mata

Uno de los mayores hitos en la recuperación del patrimonio histórico-artístico español ha sido, en los últimos años, la restauración de la catedral de Tarazona. Pero hay bastantes más, que en ocasiones pasan desapercibidos, por no tener la grandiosidad de un templo como la seo turiasonense, como es el caso de una de las iglesias de mayor antigüedad de España, probablemente la más antigua conservada de la época visigoda. Me refiero a San Pedro de la Mata, un templo del siglo VII que se encuentra en el término municipal de Sonseca, a poco más de veinte minutos de la ciudad de Toledo.

Gracias a la concejalía de Cultura del Ayuntamiento sonsecano, y de la mano del director de la excavación, Jorge Morín, he tenido el privilegio de conocer el magnífico trabajo que, alentado por el propio Ayuntamiento, está restableciendo en su dignidad el edificio, a la vez que ampliando, con nuevos descubrimientos, el conocimiento del mismo. Pude ser testigo del hallazgo inesperado de un muro, anuncio de las sorpresas que aún puede depararnos el lugar.

Adentrarse en ella supone un viaje en el tiempo hasta el esplendor del reino visigodo de Toledo. Llama poderosamente la atención el gran arco de herradura todavía en pie y la complejidad estructural del edificio. Se trata de una iglesia cruciforme, a la que estaba adosado un monasterio, que podría albergar unas veinte personas. Construida con muros de granito unidos a hueso, tiene un ábside rectangular con tres cámaras; en la central, correspondiente al presbiterio, se puede observar el hueco en el que se encontraba el tenante del altar, es decir, la pieza que sostenía la losa sobre la que se celebraba la Eucaristía y que le daba forma de tau, como se puede ver en algunos códices mozárabes. Asimismo encontramos las ranuras en las que se insertaban los canceles que separaban el lugar del celebrante de los asistentes. A los pies, como ocurre en otras iglesias visigodas, se encuentra otro ábside con función funeraria, que nos habla de un patrocinio por parte de algún personaje importante. La iglesia responde a las disposiciones litúrgicas propias del rito hispano o mozárabe, tal y como quedaron establecidas en el Concilio IV de Toledo, que disponía una división espacial tripartita, una para el clero oficiante, otra para el clero participante en la celebración y otra para los fieles.

Restos arqueológicos de San Pedro de la Mata
Otro de los elementos más interesantes es la existencia de un verraco vetón incrustado en el muro, que nos remite posiblemente a un santuario precristiano, como denota una pila excavada en el granito, delante del lugar donde originalmente se hallaba dicha escultura, destinada a recibir las ofrendas. Más tarde, como era usual, el espacio se cristianizó.

San Pedro de la Mata es uno de los elementos patrimoniales más importantes de la provincia de Toledo, un lugar que cualquier amante del arte o de la historia debería conocer. Porque conocer es amar. Y conservar.

Desiertos de granito

 Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Hace unos días, dirigiéndome al Museo del Prado, donde visité la espléndida y muy interesante exposición sobre Luis Paret, crucé la Puerta del Sol, que, más allá de una plaza, es todo un símbolo. Se encuentra, como tantas calles y plazas de España en estos meses previos a las diferentes convocatorias electorales, en obras de remodelación. A priori, conservar y mejorar nuestro entorno urbano me parece, a pesar de que siempre existe la sospecha de un disimulado –o no- electoralismo, algo digno de elogio. La cuestión surge respecto al verbo mejorar, pues aquí los criterios, como los gustos, divergen.

En este sentido no puedo mostrarme más en desacuerdo con algo que parece una especie de plaga que afecta a alcaldes de todo el espectro ideológico, y es la tendencia a convertir los espacios abiertos en auténticos desiertos de granito, lugares inhóspitos para el ser humano –bueno, para cualquier ser vivo- durante los meses de calor, y en tránsito de alto riesgo cuando la lluvia se digna visitarnos. Por toda la geografía española, las plazas enlosadas con granito, u  otros materiales pétreos similares, con ausencia total, o reducida a lo simbólico, de cualquier tipo de arbolado, han proliferado como setas en otoño. A veces se aduce que las tradicionales plazas castellanas, que en la Edad Media o el Renacimiento eran utilizadas como lugar de mercado, tal y como ocurría con “el martes” en Zocodover, coso taurino o espacio donde se realizaban los autos de fe, carecían de vegetación. Sin embargo, plazas y calles son lugares vivos, y recurrir a la historia falazmente nos hace olvidar otro periodo, del que conservamos ya imágenes fotográficas, como fue el siglo XIX, en el que muchas plazas principales estaban llenas de arbolado y todo tipo de plantas. Basta contemplar algunas de las fotografías de Casiano Alguacil para maravillarse por el estado de la Plaza del Ayuntamiento toledano, llena de arbolitos que proporcionaban sombra y solaz para el vecindario. En Madrid, la Plaza Mayor, donde hoy nos podemos relajar con un carísimo café, fue ajardinada en 1873, plantándose varias clases de árboles y césped, además de fuentes, bancos y un kiosco de música, convirtiéndose en un pequeño pulmón verde para la Villa y Corte.

Plaza Mayor de Madrid tras la reforma de finales del XIX
A pesar de los prejuicios que solemos tener contra el siglo XIX, calificado de “pedante y erudito” por el marqués de Lozoya, que criticaba su afán por reconstruir el patrimonio artístico no como fue, sino como se creía que debería haber sido –ahí está la restauración de Nôtre Dame por Viollet-le-Duc-, hay que reconocer que su urbanismo, al menos en lo que a plazas se refiere, era mucho más amable, humano y “ecológico”. Creo que es preciso recuperar esa forma de entender los espacios públicos. Necesitamos árboles, plantas, flores, en nuestras ciudades y pueblos. Me parece genial la idea del Bosque Metropolitano de Madrid. Ojalá se imite más y tengamos un urbanismo verdaderamente verde.

domingo, 10 de julio de 2022

La desconocida exquisitez de Daniel Faria

 Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, sobre una de las figuras más interesantes de la poesía contemporánea portuguesa 

Le descubrí, como suele acontecer muchas veces con las cosas valiosas, por casualidad. Curioseaba las estanterías de una biblioteca romana y, de repente, un título me llamó poderosamente la atención. Hombres que son como lugares mal situados. Me asombró, y ya advertían los griegos que el asombro es la disposición primera para lograr el conocimiento de algo. Tomé el libro entre mis manos, una deliciosa y muy cuidada edición bilingüe, en español y portugués, de la editorial salmantina Sígueme, y comencé a leer sus delicados y exquisitos poemas.

Se me reveló de este modo uno de los poetas portugueses contemporáneos más brillantes y fascinantes, Daniel Faria, quien, en su corta vida, pues murió a los veintiocho años a causa de un accidente en el monasterio benedictino donde había ingresado, ofreció una extraordinaria, por su calidad, obra, que, como tantas cosas del cercano y lejano Portugal, permanece ignorada para la mayoría de los españoles. Sus tres grandes libros, publicados por Sígueme, son Explicación de los árboles y de otros animales, el mencionado Hombres que son como lugares mal situados, y De los líquidos, este ultimo póstumo. Marcado por una temprana vocación sacerdotal, al igual que otro de los más importantes poetas portugueses actuales, José Tolentino Mendonça, Faria, nacido el 10 de abril de 1971 en la localidad portuguesa de Baltar, y fallecido en Oporto el 9 de junio de 1999, ingresó en 1997 en el monasterio de Sâo Bento da Vitória, habiendo realizado estudios de Teología y Literatura. Una vida corta, pero de excepcional densidad creativa, engendrando una poesía marcada por la luminosidad, contemplativa, hecha de meditación, que bebe tanto en la mejor tradición poética portuguesa como en las fuentes bíblicas y en los místicos, San Juan de la Cruz y Santa Teresa.


En una reseña sobre su obra, publicada en 2015 en
El País, Antonio Sáez Delgado afirmaba que nuestro autor era el poeta de su generación que ha dejado una huella más profunda en la poesía portuguesa. A pesar de su brevedad, la trilogía publicada por Sígueme ofrece una extraordinaria perfección, que nos impulsa a contemplar la madurez plena de una obra completamente acabada, madura. Una poesía que, como el autor confesaba, brotaba de pronto y que en ocasiones le resultaba imposible retocar.

Quizá la obra de Daniel Faria no sea de fácil lectura ni de sencilla comprensión, pero ofrece unos registros que, sellados por una experiencia vecina a la mística, pues no en vano entendía la poesía como revelación, permiten un disfrute estético difícil de expresar, que traslada a unos ámbitos vitales poco habituales en nuestra sociedad de lo inmediato, lo aparente y lo material, pero capaces de alcanzar, sanándolo, lo más hondo del corazón.

Faria, un poeta que requiere sosiego para ser degustado, como los vinos de solera de sus tierras lusitanas, pero que regala momentos de intenso placer estético como sólo los grandes saben hacer.

sábado, 30 de abril de 2022

DIAS DE LIBROS Y ROSAS

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Entre los últimos coletazos de un invierno que se resiste a abandonarnos y las primeras caricias de la primavera, tras haber recuperado la espléndida normalidad de la Semana Santa toledana, regresan a nuestras vidas, como olas que se superponen al alcanzar la playa, nuevas ocasiones de celebrar, festejar, compartir. Nuevas oportunidades de ir echando el cerrojo a esa prisión de profunda oscuridad en la que nos encerró la pandemia. Un 23 de abril ha llegado, cargado de libros y flores en espléndido mestizaje, pues la cultura es eso, encuentro, apropiación, don y entrega; mestizaje fecundo que nos ha regalado la hermosa costumbre de intercambiar rosas y libros, en abrazo fraterno que empareja a Cervantes con Sant Jordi, al soldado escritor con el santo caballero vencedor de dragones. Las calles se han llenado de la fragancia exquisita de las flores, mezclada con ese otro aroma, inconfundible y delicioso, de los libros nuevos, recién abiertos como la roja corola de los rosales en primavera. De nuevo hemos podido repetir ese rito maravilloso de ojear y hojear, de peregrinar de una librería a otra, de charlar sobre esta o aquella obra, clásica o novedosa, poética o histórica, realista o fantasiosa.

Soy un amante de los libros. Muy pequeño, quizá con cuatro años, aprendí a leer –me parece monstruosa esa aberración de las novísimas corrientes pedagógicas que retrasan el momento de comenzar a disfrutar de la literatura, basándose en especiosos y absurdos argumentos-, en aquella humilde escuela de Solanilla donde don Mariano, el maestro, trataba de atender a una mezcolanza de alumnos de todas las edades, y que hoy ya no existe, ocupado su solar por la escultura que en homenaje a Florinda la Cava realizó Gabriel Cruz Marcos, acompañada por los versos que mi entrañable profesora de francés, Marina Riaño, compuso evocando a la legendaria hija del conde don Julián.

Los libros son vida, son libertad, son belleza. Rompen las limitaciones con que el tiempo y el espacio someten a los humanos; nos impelen a buscar nuevas fronteras que atravesar, nuevos paisajes que contemplar. Con ellos nos sumergimos en el hondón de nuestro ser o trascendemos lo material para palpar, tomases incrédulos, lo más divino. Decía la poetisa estadounidense Emily Dickinson que si se quiere viajar lejos, no hay mejor nave que un libro. Nave que surca mares, ríos, espacios siderales o ese océano inabarcable que es el alma humana. Todo está en los libros, repetía una canción escuchada en mi niñez, tal vez en aquél genial programa que fue “La bola de cristal”. Sí, toda la inconmensurable riqueza humana se custodia en ellos.


Como sostenía Tomás de Kempis, "in omnibus requiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro", que en la rica y bella lengua de Castilla significa que “por doquier busqué la paz, sin hallarla más que en un rincón y con un libro”.

Opinión que suscribo. Y disfruto.

domingo, 20 de marzo de 2022

Domingo III de Cuaresma

Con frecuencia, ante cualquier desgracia, propia o ajena -y no son pocas en nuestros tiempos-, tendemos a interpretarlas como castigo divino, como el pago por algún pecado o maldad. Esto era ya así en tiempos de Jesús, quien nos advierte hoy en el evangelio de Lucas que este modo de interpretar los acontecimientos es erróneo. Las situaciones adversas o desgraciadas que nos toca vivir no son punición por nuestros pecados, sino llamadas a la conversión de un Dios, que como aparece en la parábola de la higuera, no se cansa de darnos oportunidades para cambiar el corazón, porque como proclamamos en el salmo 102, es compasivo y misericordioso.

En la primera lectura se nos presenta la vocación de Moisés, llamado por Dios, quien se le revela, a liberar al pueblo de Israel, esclavo en Egipto. Cristo, nuevo Moisés, nos arranca de la esclavitud, no del faraón, sino del demonio, y sacándonos del pecado, lavándonos a través del paso del mar Rojo que es el Bautismo, nos conduce hasta la tierra prometida, el cielo, recorriendo el desierto de la vida, en el que nos alimenta con el verdadero maná, su Cuerpo, pan de vida. San Pablo, en la segunda lectura, nos ofrece esta interpretación de la historia de Israel como anuncio, tipo, de la historia de la Iglesia, a la vez que nos invita a responder a Dios no como los israelitas, rebeldes una y otra vez, sino desde la obediencia a Dios.

María, el mejor fruto de Israel, higuera llena de frutos de fe y caridad, se nos sigue ofreciendo como modelo en la peregrinación cuaresmal.

Anselmo Lorenzo

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo 

Probablemente a la mayoría de ustedes este nombre no les diga nada. No se preocupen, muchos de mis alumnos de Ciencias Políticas tampoco le conocen, para desesperación del profesor. Y, sin embargo, es una de las figuras más importantes dentro del surgimiento del Movimiento Obrero en España, en concreto, de la que históricamente fue su rama más importante, el anarquismo. Anselmo Lorenzo Asperilla, que así se llamaba nuestro personaje, es, y por eso hoy se lo quiero presentar, un hijo ignorado de la ciudad de Toledo, donde nació un 21 de abril de 1841. Aún niño, sus padres le enviaron a Madrid a trabajar, y allí, aprendido el oficio de tipógrafo, formando parte así de la denominada “aristocracia obrera”, pronto se vinculó al movimiento anarquista, desde su introducción en España por Giuseppe Fanelli en 1868.

Fue testigo de los enfrentamientos que en el seno de la Primera Internacional dieron lugar a la escisión de la misma, quedando dividida entre los socialistas, seguidores de Marx y Engels, defensores de la emancipación obrera a través de la conquista del poder político y del establecimiento de un Estado obrero, y los anarquistas, seguidores de Mijail Bakunin, opuestos a la participación en política, a todo poder y a toda autoridad, y en cuya sociedad no había lugar para el Estado, sólo para una libre federación de asociaciones autónomas. Nuestro paisano optó por el anarquismo, viéndose envuelta su vida en múltiples avatares, derivados del continuo estado de clandestinidad y persecución al que estuvo sometido el movimiento, especialmente tras la experiencia de la Comuna de París, de modo que en diversas ocasiones debió exiliarse, tanto en Portugal como en Francia, sobre todo a partir del empleo por parte de los anarquistas de la llamada gimnasia revolucionaria, la “propaganda por el hecho”, que consistía en el atentado terrorista.

Anselmo Lorenzo
Instalado en Barcelona, compatibilizó su militancia obrera con una intensa labor escritora y periodística, destacando, junto a las traducciones que hizo al castellano de las obras de Élisée Reclus y Piotr Kropotkin, algunos escritos como El proletariado militante, en dos volúmenes. Si bien su pensamiento no es original, estos trabajos permitieron la divulgación de las teorías de Proudhon, Bakunin y el citado Kropotkin.

Conocido entre los anarquistas españoles como El Abuelo, falleció en Barcelona en 1914. Su protagonismo en la historia de la España de la Restauración es indudable, participando, en 1910, en la fundación de la CNT. El declive del anarquismo español, que, sin embargo, fue preponderante dentro de los movimientos obreros en nuestro país, mucho más que el socialismo, hasta los años 20 del pasado siglo, ha hecho que Anselmo Lorenzo sea olvidado y desconocido, fuera de los círculos anarquistas.

Toledo, frecuentemente ensimismado en sus glorias medievales o del Siglo de Oro, sigue sin hacer justicia a muchos de sus hijos e hijas más contemporáneos. Que Anselmo Lorenzo ni siquiera tenga una calle en nuestra ciudad, es una muestra palpable.


domingo, 13 de marzo de 2022

Domingo II de Cuaresma

Al comienzo de la Cuaresma, el relato de la Transfiguración nos marca el destino hacia el que nos encaminamos, la Pascua de Jesús, su muerte -señalada en el diálogo entre Moisés y Elías-, que cumple todo lo anunciado en la Ley y los Profetas, y su resurrección, en la que se mostrará definitivamente su gloria, oculta bajo los velos de su humanidad, que en el marco de revelación de la escena sobre el Tabor (monte y oración son, en el evangelio de Lucas, ámbitos en los que se desarrollan escenas de revelación), se deja entrever a los discípulos, Pedro, Santiago y Juan, los mismos que serán testigos de la agonía de Jesús en Getsemaní.


Esta gloria de la divinidad de Cristo es la que se nos promete a todos los cristianos. La Teofanía del Tabor es a la vez una Antropofanía, que revela el destino último de la humanidad. Dios, como antaño con Abraham (1ª lectura), ha hecho alianza con nosotros, prometiéndonos una tierra de promisión, el Cielo, del que nos recuerda san Pablo (2ª lectura) que somos ciudadanos. Esta patria a la que nos encaminamos en el peregrinar de nuestras vidas exige de nosotros un estilo diferente al de la vida según la carne. Una vida que se nos regaló en el Bautismo.
El esfuerzo cuaresmal, sostenido por la fuerza del Espíritu Santo, es signo de la lucha contra el mal y el pecado que hemos de realizar toda la vida. Como guía segura tenemos la Palabra de Dios, hecha carne en Cristo el Señor, al que el Padre nos invita a escuchar. Escucha como la de María, que acogió en su corazón la Palabra y la hizo vida.

sábado, 12 de marzo de 2022

La tumba de Portocarrero

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

La pasada semana, al hilo del Miércoles de Ceniza, les hablaba del epitafio del cardenal Portocarrero en su tumba de la catedral de Toledo. Hic iacet pulvis, cinis et nihil. Probablemente no hay un solo visitante de la Dives Toletana, ni mucho menos ningún TTV (Toledano de Toda la Vida, como simpáticamente nos denomina el libro de Juan Andrés López-Covarrubias), que ignore la existencia de tan peculiar autodefinición, y mucho menos, del nombre de quien se halla sepultado bajo la misma. Otra cosa es que se conozca algo de una de las figuras más importantes de la vida política, religiosa y cultural española en el tránsito de Austrias a Borbones, de la que fue particular protagonista.

Pero, antes que nada, conviene señalar que la célebre inscripción, que ha hecho pasar a la posteridad al cardenal como pocos de los que yacen bajo las bóvedas –y los capelos- de la catedral primada, tampoco es original. Quienes hayan visitado en Roma –de nuevo los paralelismos entre la capital del catolicismo mundial y la que lo fue del hispano-, ese peculiar lugar que es la cripta de los capuchinos, decorada con los esqueletos de los frailes, habrán podido encontrar en la iglesia, donde se conserva el espléndido San Miguel Arcángel de Guido Reni, la tumba del cardenal Antonio Marcello Barberini, hermano del papa Urbano VIII, con idéntica inscripción. Fallecido en 1646, es muy probable que nuestro protagonista, que compatibilizó el deanato toledano con el capelo cardenalicio, recibido a los treinta y cuatro años, visitara dicha tumba durante alguna de sus estancias romanas, antes del nombramiento, cuando era virrey de Sicilia, como arzobispo de Toledo.

La humildad del epitafio oculta –o no- uno de los linajes más ilustres de su tiempo. Luis Manuel Fernández Portocarrero Bocanegra y Guzmán, que así se llamaba nuestro protagonista, era hijo del conde de Palma del Río, lugar donde nació, y de Leonor de Guzmán, hija de los condes de Teba. A los catorce años pasó a ser miembro del cabildo toledano, iniciando una meteórica carrera eclesial, que enlazó con la política, formando parte del Consejo de Estado, desempeñando el cargo de virrey de Sicilia, y tras su regreso a la Corte, otras tareas de gobierno, siendo decisivo en la designación de Felipe de Anjou como heredero de Carlos II. Lugarteniente del reino en los últimos meses de vida del rey, tras fallecer el monarca –cuya injusta, errónea y falsa leyenda negra convendría superar ya- don Luis colaboró  en el gobierno de Felipe V, actuando como gobernador general de la Monarquía en 1701-1703, durante el viaje del rey a Italia. Alejado del gobierno en 1705, se retiró a Toledo, falleciendo en 1709.

Retrato del cardenal Portocarrero

Protector de las artes, empapado del ambiente barroco de la exuberante Roma finisecular, donde vivió en el Palazzo de Cupis, en Piazza Navona, piadoso, modesto, pater pauperum, es uno de los grandes personajes de la historia de España.


domingo, 6 de marzo de 2022

PULVIS, CINIS ET NIHIL

 Comparto mi artículo del miércoles pasado, Miércoles de Ceniza, en La Tribuna de Toledo

Hic iacet pulvis, cinis et nihil. Así reza el epitafio del cardenal Portocarrero en su tumba de la catedral primada. “Aquí descansa polvo, ceniza y nada”. Frente a la feria de las vanidades con la que nos engañamos, la desoladora constatación de la fragilidad y vacuidad de lo humano. Dust in the Wind. Polvo que arrebata el viento y dispersa, disolviéndolo, en la corriente de la historia. Polvo, sin embargo, capaz, en evocación quevedesca, de amar.

Es lo que recuerda este miércoles, Miércoles de Ceniza. Un poco de ceniza impuesta sobre nuestra cabeza nos habla, con vigorosa verdad, de la realidad radical de nuestro origen y nuestro destino. El austero y sencillo rito se repite, un año más, en rítmico acontecer cíclico, al comienzo de la Cuaresma, como invitación a tomar conciencia de lo que somos, más allá de lo que pretendemos ser o aparentar. Una conciencia que no es la desesperada constatación del nihilista, abandonado a la angustia de la nada o el no ser, sino la de quien se deja iluminar por un resplandor divisado en lontananza. Porque el recorrido cuaresmal que comienza en este día tiene como meta, no el abismo desgarrador de una muerte inútil, sino la radiante y gloriosa belleza de la mañana de Pascua.

El papa Francisco imponiendo la ceniza

Acompasado con el memento de la finitud, las palabras esperanzadas que animan a retomar con fuerza un camino quizá muchas veces abandonado. Conversión, metanoia, cambio no sólo de lo aparente y superficial, sino de lo más radical, más profundo, que alberga el corazón humano. Un cambio que no puede quedarse en el solipsismo autorreferencial de quien, erróneamente, entiende la fe como una experiencia individual, sino que nos abre a la plena comunión con los otros, con lo otro, con el Otro, diluyendo, liberador, egoísmos estériles. Tres cimientos sólidos, la oración que se abre a lo trascendente sin olvidar lo fraterno; el ayuno de lo superficial, que es casi todo en nuestra opulenta sociedad del despilfarro, y que se transforma en elemosyne, misericordia, hacia los hermanos.

Quizá el resonar de viejos cánticos, cuya belleza musical resulta tantas veces indescriptible, nos haya hecho entender erróneamente el tiempo cuaresmal como un periodo oscuro, triste, en el que temblar ante la ira divina por la magnitud del mal que somos capaces de engendrar los seres humanos. Una concepción totalmente equivocada, que no tiene nada que ver con la realidad que se nos irá desgranando desde ese Evangelio, Buena Noticia, que se nos invita a hacer vida. Un padre misericordioso que sale al encuentro, abrazándole, del hijo hundido en aniquiladora degradación; un “yo no te condeno”, mientras los acusadores se alejan avergonzados de su profunda hipocresía; una mujer que se alegra por la moneda encontrada. Eso, y mucho más, es para el creyente la experiencia transformadora de unos días que, como deportista que entrena duro para alcanzar la medalla, nos transfiguran desde y para la Luz Pascual.


lunes, 21 de febrero de 2022

EL INFANTE DON LUIS

 Comparto mi artículo del pasado miércoles 16 de febrero en La Tribuna de Toledo

Hace pocos días, en una cálida y primaveral tarde de invierno, me acerqué a Boadilla del Monte a pasear, aprovechando la cercanía a la Facultad, buscando descansar tras las clases. Nada más llegar a la población, que conserva un par de espléndidas iglesias –bellísima la pequeña mudéjar de San Cristóbal- impacta la rosada mole del palacio que el conde de Chinchón mandó construir a Ventura Rodríguez. Deambular por sus escalonados jardines, en plena fase de recuperación, fue sumergirse en un remanso de paz y serenidad, mientras el sol caía y el aire se llenaba del crotoreo de las cigüeñas.

Pero ¿quién fue el promotor de ese pequeño oasis, que albergó una corte principesca? Probablemente, decir que fue el decimotercer conde de Chinchón, les puede dejar igual. Y sin embargo, dicho titular del condado estuvo muy vinculado a Toledo, pues se trata del infante don Luis Antonio Jaime de Borbón y Farnesio, hijo menor de Felipe V y de Isabel de Farnesio, quien, antes de renunciar al estado eclesiástico al que había sido destinado desde niño – así lo representa un delicioso  retrato de Louis-Michel van Loo-, ocupó la sede arzobispal de Toledo, al mismo tiempo que era cardenal de la Santa Iglesia Romana, con el título de Santa María della Scala. Una figura que ha pasado desapercibida en muchas ocasiones pero que se vio inmersa en un huracán de intrigas políticas tras su secularización, derivada del hecho de que los hijos de su hermano Carlos III, nacidos en Nápoles, según la ley Sálica introducida por el primer Borbón, no habrían podido reinar. Envuelto en un oscuro y novelesco episodio, quedó excluido de la sucesión a la corona al contraer matrimonio desigual, celebrado en Olías, siendo alejado de la Corte, de modo que pasó sus últimos años entre los palacios de Velada y Arenas de San Pedro. Su hijo Luis, educado por el cardenal Lorenzana, sucedería a éste en el arzobispado toledano y ocuparía la misma sede cardenalicia que su padre.

El cardenal infante Luis de Borbón (van Loo)
Más allá de su rocambolesca vida, el infante don Luis destacó por ser un gran mecenas de las artes a lo largo de la misma. En su desterrada pequeña corte de Arenas acogió a Francisco de Goya, quien realizó un magnífico retrato de su familia, como antes protegió a Luigi Boccherini y a Luis Paret. También le preocuparon las nuevas formas de agricultura y ganadería, que promovió.

De su entrada como arzobispo en Toledo, se conservan, en el Archivo Capitular, unos interesantes restos de arquitectura efímera. En la fachada de la iglesia parroquial de Orgaz, campean sus armas, pues bajo su pontificado se comenzó a reedificar. En el Instituto El Greco se custodia parte del magnífico gabinete de ciencias naturales que fue creando.

Culto y refinado, bibliófilo empedernido, bondadoso y vanguardista. Quizá la historia de España hubiera sido muy distinta si en lugar de un Carlos IV hubiera reinado un Luis II.

domingo, 13 de febrero de 2022

DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO

El Antiguo Testamento nos habla de la existencia de dos caminos para el hombre, el del bien y el del mal, el de la vida y el de la muerte. Desde la libertad, don de Dios, que Él respeta de modo exquisito, podemos escoger uno u otro. Jeremías, en la primera lectura, proclama la bendición de quien confía en el Señor y recorre su camino, comparando la robustez, la vitalidad y fecundidad de su existencia con la del árbol plantado al borde del agua, metáfora de gran potencia en un país seco y desértico en la mayor parte de su territorio como Israel. Dicha imagen es retomada y comentada bellamente por el salmo 1.

Esta bendición es la que proclama hoy Jesús en el evangelio de Lucas, quien sitúa la escena en una llanura, a la que han acudido gentes de muy diversos lugares, incluso paganos, anuncio de la futura universalidad de la Iglesia. Las bienaventuranzas se convierten en el anuncio de un modo nuevo de vivir la relación con Dios, ya que éste rompe los esquemas vigentes en la sociedad, al proclamar dichosos, bienaventurados, predilectos de Dios a aquellos que habitualmente son despreciados, marginados, preteridos. Es el camino que ha de seguir la Iglesia, que no se debe limitar a enunciar de modo teórico esta opción preferencial por los pobres, sino que ha de realizar de modo concreto, real, este compromiso con los más necesitados, promoviendo su desarrollo humano, como nos recuerda hoy la campaña de Manos Unidas.

El Sermón de la Montaña (Fra Angelico)
Pero esta promoción no es un fin en sí mismo, sino la construcción paulatina del Reino de Dios, que sólo alcanzará plenitud en la vida eterna, en el encuentro definitivo con Cristo resucitado, primicia de los muertos, llamados también a la resurrección y la vida, como nos advertía Pablo en la segunda lectura.

Este equilibrio entre el compromiso con el mundo y la esperanza escatológica es el que se realiza plenamente en María, imagen y modelo de la Iglesia.

sábado, 5 de febrero de 2022

LA LUZ DE MOISÉS

 Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

En una luminosa y suave tarde romana, cuando los rayos del sol comienzan a decaer, besando con destellos anaranjados los viejos monumentos, penetro en la basílica de San Pietro in Vincoli. Sumida en la oscuridad, en su transepto derecho, no obstante, refulge, material y simbólicamente, una de las expresiones máximas de la creatividad humana, el Moisés de Miguel Ángel, ubicado, y desplazando el protagonismo de su ocupante, en la tumba de Julio II. Un capolavoro, una escultura tan extraordinaria, casi viva, que hace palidecer la perfección de las otras con las que el artista adornó el sepulcro de un papa, Giuliano della Rovere, pontífice mecenas y guerrero, émulo de su homónimo, César.

Me siento en un rincón para contemplar, sin prisas, la hermosura que emana del rostro, de los gestos, de las texturas que Miguel Ángel extrajo de la prisión marmórea que encerraba, como antaño a David, al legislador de Israel. Observo el sepulcro, verdadero arco triunfal para Moisés. Sobre él, protegido por una Madonna con el Niño, yace recostado el papa della Rovere, flanqueado por un profeta y una sibila, evocadores de los bellísimos que Buonarroti plasmó en la bóveda de la Sixtina. A un lado de Moisés, la escultura de Raquel, orante y mirando al cielo, representa la vida contemplativa, mientras que al otro, Lía, personifica la vida activa, resumiendo los dos modos de alcanzar la salvación y la vida eterna.

A realzar, si cabe, el conjunto, viene a ayudar la espléndida iluminación recientemente instalada tras la restauración de 2019, que reconstruye la original y natural proyectada por el genio miguelangelesco. En efecto, al final de su vida, influido por una intensa espiritualidad nacida del contacto con el círculo de Vittoria Colonna y los spirituali, Buonarroti jugó en sus obras con el simbolismo de la luz, estudiando su reflejo en la tumba. Perdidas las ventanas originales, que permitían este diálogo entre el mármol y la luz del sol, la actual iluminación va reconstruyendo estas variaciones, recorriendo las diferentes etapas del día, que culminan al atardecer, cuando los rayos solares se posaban sobre el rostro de Moisés, y que hoy, de nuevo, evocan la gloria de Dios impresa en el profeta tras la teofanía del Sinaí. El artista, para conseguir dichos efectos, empleó diferentes técnicas de trabajo en el mármol, con grados y terminaciones distintas, con el fin de exaltar la relación de la luz con la materia.

Moisés (Miguel Ángel Buonarroti) 

Es difícil expresar con palabras lo que evoca tanta belleza. Se cumple lo que el propio Miguel Ángel, también poeta, escribió: “Mis ojos, que codician cosas bellas/ como mi alma anhela su salud,/ no ostentan más virtud/ que al cielo aspire, que mirar aquellas.”

Envuelto en la música del órgano, que comienza a sonar; acariciado por los últimos rayos del sol que bañan la nave de la basílica, silencioso, contemplo, lleno de serenidad, la sublime perfección de lo Bello encarnado en mármol.

domingo, 30 de enero de 2022

DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO

El pasado domingo, Lucas nos presentaba a Jesús en la sinagoga de Nazaret, proclamando el libro del profeta Isaías y mostrando el cumplimiento en Él de dicha palabra. Hoy proseguimos con el mismo episodio (Lc  4, 21-30), viendo la reacción de los paisanos de Jesús. Estos no pueden entender que "el hijo de José", a quien han conocido de niño, que ha convivido con ellos, sea el Mesías, y responden, primero con incredulidad, después con ira. "Ningún profeta es aceptado en su pueblo". Enlaza así con el rechazo que el pueblo mostró ante los profetas a lo largo de la historia de Israel, como ocurrió de un modo paradigmático con el profeta Jeremías, tal y como nos recuerda la primera lectura (Jr 1,4-5-17-19), destinado por Dios a ser profeta de las naciones, ampliando de este modo el anuncio profético fuera del estrecho marco del pueblo elegido; es lo que señala también Jesús, evocando las misiones de Elías y Eliseo. Pero Jesús es algo más que un profeta; es la Palabra de Dios, la Buena Noticia para todos. Pero muchos, como antes Israel con los profetas, no quieren escuchar a Jesús.

La pregunta qué hemos de hacernos nosotros, ante esta palabra, es cómo recibimos el mensaje de Jesús, si descubrimos un anuncio de salvación y de liberación, o preferimos continuar en nuestras rutinas, justificando, como los habitantes de Nazaret, la no acogida de Cristo. Acostumbrados a ser cristianos desde niños, nos instalamos en la comodidad, impidiendo que el Evangelio sea, de verdad, Buena Noticia que transforma la existencia. Y sin embargo, cuando dejamos que esa palabra renovadora nos toque el corazón, podemos iniciar un nuevo modo de plantear nuestras vidas. Una forma de pasar por la vida como Jesús, haciendo el bien, porque la edificamos, como nos invita el apóstol Pablo en el bellísimo texto de la segunda lectura (1 Cor 12,31-13,13), sobre el amor, que no es un mero sentimiento sino, ante todo, una virtud teologal, que parte de Dios, como don, y tiene al propio Dios como objeto, a través de la mediación del amor a los hermanos. Sólo el amor permanece, sólo lo que se construye sobre él resulta sólido. Un amor que nos impele, además, como cantamos en el salmo 70, a contar, a proclamar, a anunciar la salvación que Dios realiza, porque la habremos experimentado.

sábado, 29 de enero de 2022

LA TUMBA VACÍA DE GONZALO PÉTREZ

 Comparto mi artículo en La Tribuna de Toledo sobre el sepulcro romano del arzobispo Gonzalo Pétrez

Tras el paréntesis producido por la pandemia, he podido regresar a Roma con el fin de dedicarme unas semanas al estudio y la investigación. Para quienes nacimos en la “Roma mesetaria” – Jorge Bustos dixit- volver a la Urbe es como seguir en casa, con el sonido de fondo del tañido de las campanas, la umbría de los estrechos callejones o el rumor del correr del Tíber, testigo multisecular de la Historia. Pero es que, además, Roma y Toledo comparten personajes, a veces de gran relevancia. Y, a poco que indagues, te encuentras con ellos.

Es el caso de una de las figuras más fascinantes, pero por desgracia olvidada –tanto que, durante siglos ni siquiera se le ha llamado por su verdadero nombre-, del Toledo medieval,  el  primer cardenal mozárabe, el arzobispo Gonzalo Pétrez, quien, hasta que la sabiduría y el celo investigador de don Ramón Gonzálvez lo descubrió, era denominado como Gonzalo García Gudiel. Un personaje muy ligado a ese extraordinario renacimiento cultural que se dio en Castilla en el siglo XIII, personificado en la figura del rey Alfonso X, pero que incluye una pléyade de personalidades que hicieron posible todo aquel despertar de las ciencias y de las letras.

Pues bien, paseando por las naves de la basílica papal de Santa Maria Maggiore, me encontré con su cenotafio, una tumba vacía desde que, apenas pasados cuatro años de su fallecimiento, que tuvo lugar el 7 de noviembre de 1299, sus restos fueron trasladados a Toledo por el arcediano Ferrant Martínez, autor del Libro del Caballero Zifar, y enterrados junto a la Virgen Blanca. Se trata de una obra excepcional, de la que ya nos advertía Gonzálvez que mostraba el exquisito gusto artístico del arzobispo, a la sazón muerto en Roma después de renunciar a la sede de Toledo, una vez que el papa Bonifacio VIII le nombro cardenal obispo de Albano. Anteriormente había gobernado las diócesis de Cuenca y  Burgos, tras haber sido rector de la Universidad de Padua y canónigo y deán de Toledo.

Sepulcro de Gonzalo Pétrez en Santa Maria Maggiore

La tumba se halla al final de la nave derecha, en una pequeña capilla, conformando una arquitectura gótica, obra de Giovanni di Cosma, similar a la que este escultor realizó para el sepulcro de Guillermo Durando en Santa Maria sopra Minerva. El cardenal, yacente, revestido de pontifical, aparece flanqueado por sendos ángeles que sostienen un cortinaje que desciende por detrás y debajo del prelado, cayendo por el frontal del sepulcro. Debajo aparece repetido cinco veces su escudo, y más abajo aún, sendas inscripciones señalan tanto al difunto como al artista. Un arcosolio de tracería gótica lo cubre, adornado con un mosaico del círculo de Pietro Cavallini, en el que se representa a la Virgen con el Niño, flanqueada por los santos Matías y Santiago, con el cardenal orante a los pies, revestido de rica casulla roja.

Un sepulcro magnífico, para un personaje extraordinario.

domingo, 23 de enero de 2022

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO

El evangelio de este domingo (Lc 1,1-4; 4,14-21) nos presenta a Jesús en la sinagoga de Nazaret, donde había aprendido a orar, a leer y escuchar la Escritura, proclamando solemnemente que la palabra del profeta Isaías que acababa de leer, se cumplía en Él. Repite, de este modo, la tradición del pueblo de Israel, que escuchamos en la primera lectura (Ne 8, 2-4a.5-6.8-10), de realizar una lectura pública y comunitaria del texto sagrado, seguida de su explicación, convirtiéndolo en fuente de vida y de alegría. La importancia de la Palabra proclamada deriva del hecho de que, por medio de ella, Dios mismo, en Cristo, habla a la Iglesia. La Palabra, como cantamos en el salmo 18, es espíritu y vida. Este domingo se nos invita a redescubrir el significado de la Sagrada Escritura para nuestra existencia personal y para la de las comunidades cristianas.

San Pablo, en la segunda lectura (1Cor 12, 12-30) nos recuerda que todos formamos parte del mismo cuerpo de Cristo, aunque cada uno tenemos una misión diferente. Dentro de la común vocación a la santidad, derivada de nuestra incorporación a Cristo por el bautismo, cada miembro de la Iglesia recibe una vocación propia, un camino personal para vivir esa santidad, un carisma que, siempre, está puesto al servicio de los demás.

Jesús en la sinagoga de Nazaret (J. Tissot)

Cada vez que escuchamos el Evangelio en la celebración litúrgica, repetimos la experiencia de los que en la sinagoga de Nazaret escucharon las palabras de Jesús, "hoy se cumple esta Escritura", pues la proclamación del texto evangélico es presencia viva de Cristo en medio de nosotros. La escucha, y la acogida en nuestro corazón de la Palabra de Dios, a imagen de María, es la fuente que alimenta, sacia y colma de alegría nuestra existencia como seguidores de Jesús.