jueves, 24 de marzo de 2016

Sábado Santo

A lo largo de este día la Iglesia permanece velando junto al sepulcro de Cristo, meditando en su pasión y muerte, contemplando el misterio de su descenso a los infiernos, que proclamamos en el Credo, y que es hermosamente expresado en la lectura patrística del oficio, un bello texto cargado de gran densidad poética y profunda espiritualidad. Es la confesión de la realidad de la muerte de Jesús, cuya alma experimentó la separación del cuerpo, y se unió a las almas de los justos. No hay ninguna celebración sacramental, sino que la comunidad cristiana sólo reza la Liturgia de las Horas. Es una jornada de silencio contemplativo, de un estar, como María, y junto a ella, aguardando la resurrección del Señor, pues el descenso de Cristo al lugar de los muertos es, asimismo, el primer acto de su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte. Para ayudarnos en esta contemplación, la Iglesia nos invita, y esta es una característica de esta jornada, al ayuno pascual; este ayuno, ya desde el siglo II, era una prolongación del ayuno del Viernes Santo, pero sin el sentido penitencial de éste, sino con un carácter cultual, celebrativo, para poder llegar, con ánimo elevado y abierto, al gozo de la Resurrección.
La Piedad (Miguel Ángel)
Y este es el gozo, la alegría que, al declinar el Sábado, cuando las tinieblas han cubierto la tierra, proclamamos, pues dichas tinieblas y oscuridades son disipadas con la luz gloriosa y gozosa de la Resurrección del Señor, dando así comienzo al Domingo de Pascua. Como el pueblo hebreo, liberado en la noche de la esclavitud del faraón, nosotros, guiados por la columna de fuego, por el resplandor que emana el cirio pascual, símbolo del Señor victorioso, caminamos, libres de la opresión del demonio, escuchando y proclamando las maravillas que Dios ha hecho por su pueblo, maravillas que se inician con la creación del mundo y que culminan con la recreación del universo en virtud de la Resurrección de Cristo. Es noche para contemplar, alegres, jubilosos, esperanzados, el triunfo del Señor. Con las lámparas encendidas esperamos el retorno del Esposo, para que, encontrándonos en vela, nos invite a participar de su banquete. Es el punto culminante de la celebración del misterio pascual de Cristo, el momento más importante del año; es, en palabras de san Agustín, la celebración de la “Madre de todas las demás vigilias”. Es la noche dichosa, en la que Cristo rompe las cadenas que nos aherrojan, en la que, triunfante, destruye con su poder la losa del abismo y nos eleva a la plenitud de los santos. Noche para celebrar, sin prisas, colmados de alegría, que hemos nacido a una vida nueva. En esta noche, en la que los catecúmenos reciben el bautismo y ven culminada su iniciación cristiana, los bautizados, que hemos vivido el itinerario cuaresmal en espíritu de conversión, renovamos, también, gozosos, nuestras promesas bautismales. Noche de gozo, en la que nos alimentamos del Cordero inmolado que se nos da en la mesa que el propio Señor nos ha preparado, en la que gustamos el vino de la alegría de la sangre contenida en el cáliz del triunfo pascual. Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, pero se levanta glorioso y vencedor para asociar a los fieles en su triunfo. La Pascua no es un rito que celebramos, sino una persona viviente, Cristo, Él es la Pascua de nuestra salvación, nuestra remisión, nuestro rescate y nuestra vida.

  

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