domingo, 26 de mayo de 2019

Olvidado rey Godo

Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, en la que trato de llamar la atención sobre el lamentable estado de conservación de parte del patrimonio escultórico de Toledo:


Han leído bien. Godo. No Gudú. Aunque siempre es interesante volver sobre la obra maestra de Ana María Matute, una de las grandes novelas del siglo XX. Pero no es el caso. Se trata de un rey godo, Wamba. Y no sólo de él, sino de otros dos reyes más que le acompañan. Reyes medievales castellanos de la casa de Borgoña. Alfonso VII, “el emperador”. Y Alfonso VIII, “el bueno”, quien reconquistó Cuenca. Seguro que han pasado muchas veces ante ellas, pues se encuentran en el Paseo de Merchán, en la Vega. Se trata de parte del lote que el cardenal Lorenzana trajo de Madrid, del Palacio Real nuevo, para decorar la ciudad de Toledo, dentro de su amplio mecenazgo ilustrado, renovador y embellecedor de la sede primacial. En otros puntos se pueden encontrar el resto, hasta seis, como Sisebuto en el paseo homónimo, Sisenando en el de Recaredo y Alfonso VI junto a la Puerta de Bisagra.
Tienen una curiosa historia. Cuando tras el incendio del alcázar de los Austria, Felipe V decidió construir un nuevo palacio, más acorde con  los gustos imperantes, a la hora de abordar su decoración, ya bajo Fernando VI, se decidió colocar estatuas de todos los reyes españoles anteriores, desde Ataúlfo al propio soberano reinante, incluyendo a algunos emperadores precolombinos, como Moctezuma y Atahualpa.
Se encargó a fray Martín Sarmiento la lista de los mismos, así como sus atributos. La realización fue dirigida por los escultores de la Corte, Domenico Olivieri y Felipe de Castro. Esculpidos en piedra blanca de Colmenar, fueron colocados en la balaustrada que coronaba el palacio. Pero la llegada del rey Carlos III cambió su destino. Los gustos artísticos habían cambiado y se decidió quitar las estatuas, pues rompían la estética del edificio. La leyenda, que todo lo embellece, sin embargo, lo atribuye a un sueño que tuvo la reina Isabel de Farnesio, en el que veía cómo las estatuas de los reyes se caían, entendiendo que aludía a que sus hijos serían destronados, por lo que hizo que se bajaran. Otra versión dice que caían sobre ella y la aplastaban, de modo que persuadió a su hijo Carlos III para que un 8 de febrero de 1760 las retirara.
A partir de 1787 muchas de estas estatuas comenzaron a repartirse por varias ciudades españolas, mientras otras decoraron calles y plazas de Madrid. El  secretario de la Real Academia de San Fernando, Antonio Ponz, promotor de  la iniciativa, logró que el cardenal Lorenzana se hiciera eco de su propuesta.
Paseando por la Vega, he contemplado, melancólico, estas esculturas, y lamentado su pésimo estado de conservación. Partida la de Alfonso VIII por la mitad; casi irreconocible, fragmentada y con una inscripción ilegible la de Wamba.

Escultura del rey Wamba
Toledo es también ese patrimonio escultórico digno de mejor suerte. Nuestros olvidados reyes godos, aunque no lo sean todos, merecen (y aguardan) que, a quien corresponda, les haga un “lifting” rejuvenecedor.

miércoles, 1 de mayo de 2019

El genocidio del pueblo armenio

El pasado 24 de abril se conmemoró el aniversario del inicio del genocidio armenio. Con ese motivo publiqué en La Tribuna de Toledo la columna que ahora comparto. Sobre el mismo tema escribí, en la revista Toletana, el artículo titulado El Metz Yeghern y el fin del Imperio Otomano, consultable en Academia.edu


METZ YEGHERN

Hoy es una de esas fechas que deberían estar grabadas a fuego en nuestros corazones. Un día fatídico, en el que comenzó el primero de los grandes genocidios que azotaron el mundo durante el siglo XX. Un 24 de abril de 1915 se iniciaba el Metz Yeghern, el Gran Mal, tal y como lo llamaron los armenios que lo sufrieron. Ese día empezó la masacre de la población armenia y de otras minorías cristianas que vivían en el Imperio Otomano. Ignoramos las cifras exactas, sobre las que existe una dura polémica. Cientos de miles de personas, millones probablemente, fueron masacradas, exterminadas o deportadas; niños y ancianos, mujeres y hombres, campesinos e intelectuales, comerciantes y obispos. Nadie se libró. Sólo por ser distintos, por pertenecer a otro pueblo, por rezar a otro Dios. Por ser un Otro al que no se podía tolerar, con el que no se podía convivir. Por considerar que eran una amenaza para la supervivencia del Imperio en el contexto terrible de esa inútil matanza que fue la Gran Guerra de 1914.
Durante decenios ha sido un genocidio olvidado. Sólo recientemente, a raíz de nuevas investigaciones y, sobre todo, del esfuerzo del pueblo armenio para que su memoria no desapareciera, especialmente en el centenario, hemos podido conocer la magnitud de la masacre. Y el destino de los supervivientes, mujeres y niños entregados a familias turcas y obligados a convertirse al Islam.


Olvidar es otra forma de matar. Aquellas poblaciones sufrieron un exterminio masivo y luego el silencio vergonzante. Aún hoy, en Turquía, es un tema tabú. Y sin embargo, aquella atrocidad abrió las puertas a las que vendrían después: judíos en el Tercer Reich, ucranianos y otros pueblos en la URSS, los campesinos chinos bajo Mao Zedong, los camboyanos víctimas de los delirios de Pol Pot, Ruanda…un largo etcétera que ha cubierto de ignominia a la Humanidad. Una Humanidad que no aprende, que sigue jugando con lo más precioso, la vida de las personas.
Olvidar es asesinar doblemente. Por eso hoy es preciso mirar atrás, volver los ojos a aquellas poblaciones de la vieja Armenia, arrasadas; a las columnas de deportados en condiciones inhumanas, abandonadas a las crueldades de los kurdos y a las inclemencias de la naturaleza; al patrimonio cultural bimilenario sistemáticamente aniquilado.
Olvidar es arriesgarnos a repetir la Historia. Porque siempre existe la posibilidad de negar al que piensa diferente, al que es distinto, al que no cuadra con nuestro modo de ver el mundo. Y de negar que se pueda disentir, se pasa a negar la existencia al que disiente. El siglo XX ha vivido demasiados de estos episodios. Estos días, también en nuestro entorno, vemos como reaparecen actitudes que tratan de acallar al que piensa de modo diverso. Se puede, y se debe, discrepar de las ideas distintas u opuestas a las nuestras, pero no es admisible criminalizar a las personas.
Recuerden. Todo empezó un 24 de abril con los armenios.