domingo, 12 de julio de 2020

Planto por las Humanidades

Comparto mi columna del miércoles pasado en La Tribuna de Toledo


Estos días me encuentro participando como profesor vigilante y corrector en las pruebas de acceso a la Universidad, la EvAU, la vieja selectividad. Un momento importante en la vida de cualquier estudiante, que le abre, si lo supera, las puertas para una de las etapas más ricas de la existencia humana, el periodo universitario. En ella se recogen y exponen los conocimientos que se han ido adquiriendo a lo largo de los años previos de estudio, el fruto de todos los esfuerzos formativos anteriores. Un momento de madurez personal e intelectual.
Mientras paseo entre los bancos, me detengo a observar las respuestas, especialmente las más relacionadas con mis áreas de conocimiento. E inmediatamente he de retirar la mirada, pues mis ojos se ven acuchillados por los abundantes maltratos que a la ortografía castellana, al estilo literario y a la belleza expresiva infligen los alumnos. La ausencia de tildes es peccata minuta frente a las lacerantes transgresiones de las normas que el buen Elio Antonio de Nebrija elaboró para elevar la rica lengua de Castilla.
Pero no sólo es la gramática o la ortografía; errores de bulto en historia, ignorancia de los clásicos de la literatura, confusión acerca de los estilos artísticos. El nivel, en general muy bajo, de conocimientos humanísticos del alumnado es escandaloso y debería llevar a preguntarnos qué estamos haciendo, como sociedad, con el espléndido legado que nos transmitieron generaciones anteriores. Porque no es sólo un problema de nuestros educandos, ni culpa de un profesorado maltratado y abandonado por unas autoridades educativas que nos someten al oscilante baile de leyes ineficaces, efímeras y partidistas, sino de toda la sociedad, que parece menospreciar unos conocimientos que no resultan prácticos y eficientes para nuestra mentalidad pragmática.

Clío (Pierre Mignard, 1689)
Diríase que en la era de la tecnología las viejas humanidades no tienen nada que aportar, ni producen ningún beneficio económico, sino que son una reliquia de un pasado ya superado.
Y, sin embargo, esta sociedad tecnificada y deshumanizada, precisa, más que nunca, el soplo vivificador de las humanidades. Estas son el mejor fruto de la cultura occidental, desarrolladas a lo largo de más de dos mil ochocientos años, y que ha llevado a que seamos sociedades democráticas, en las que se reconoce la dignidad de la persona, con sus derechos inalienables: la literatura, que nos ofrece esparcimiento, disfrute, pero también nos enriquece aumentando nuestras capacidades discursivas y expresivas. La música, capaz de elevar el espíritu humano a cotas insospechadas. La filosofía, que nos ayuda a comprendernos como personas y como sociedad, y nos hace seres libres frente a los poderes que tratan de controlarnos. El arte, con sus múltiples ramificaciones, expresión de la extraordinaria capacidad del ser humano para crear belleza.
Sí, necesitamos más que nunca las humanidades. Y las necesitamos porque sin ellas nuestro llanto no será por unos saberes perdidos, sino por una humanidad más pobre, menos libre, más manipulable, menos feliz.

domingo, 7 de junio de 2020

Ni unidos, ni más fuertes

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo


Cuando nos acercamos a la España de la Restauración, una de sus notas características es la constatación, y así lo veían ya los contemporáneos, de la profunda separación entre el país real y el país oficial. Posiblemente no sea una anomalía de aquel periodo, sino una constante en la historia humana, aunque en algunos momentos se vea más acentuada que en otros. Dicha distancia se puede comprobar, de manera fehaciente, entre lo que nos muestra la propaganda gubernamental y lo que los ciudadanos experimentamos, como si fueran dos realidades paralelas. Otra constante histórica desde que Ramsés II convirtió la batalla de Qadesh, un empate técnico con los hititas, en una gran victoria sobre los muros del templo de Abu Simbel.
Esto es lo que lo que estamos observando, una vez más, estos días, en relación con la pandemia. Por un lado, la propaganda que construye un relato triunfalista, narrando lo extraordinariamente bien que los poderes públicos lo han hecho, apelando a la unidad que, como si estuviéramos en una batalla, nos conduce, desde el voluntarismo más optimista, al triunfo. Por otro, la desoladora experiencia que hemos podido comprobar a través de las escasas imágenes que se nos han proporcionado, fruto de una concepción paternalista de lo que es la ciudadanía, reducida a masa infantiloide incapaz de asumir el drama de miles de muertos. Pero los fallecidos, día tras día, a pesar de las diferentes y desconcertantes formas de contabilizar, han ido aumentando en un incesante goteo; el dolor, la tragedia han golpeado a miles de familias; la precariedad económica, la angustia por el futuro laboral se ha apoderado de cientos de personas. El relato épico está teñido, más allá de la buena voluntad de quienes han tenido que afrontar la pandemia y buscar soluciones, de errores y equivocaciones humanas, comprensibles cuando son asumidas con humildad, pero profundamente irritantes cuando se encaran con el soberbio “sostenella y no enmendalla” del romancero.
No, no hemos salido más fuertes. Por el camino han quedado demasiadas historias personales truncadas; demasiados dolores, sufrimientos, angustias. Nuestra economía ha sido golpeada y costará recuperar los niveles previos a la Covid-19; nuestro heroico personal sanitario, que ha demostrado quienes son, junto a cajeras, bomberos, conductores y tantos otros, el verdadero capital humano de un país que les ha minusvalorado mientras ponía pedestales a héroes de pies de barro o a influencers vacuos, ha sufrido bajas, ha quedado agotado física y, en muchas ocasiones, psíquicamente. No, no estamos más fuertes.
Pero tampoco estamos unidos. He lamentado, en esta columna, las divisiones, los enfrentamientos, la creciente intolerancia. En las redes sociales, en los medios de comunicación, en las Cortes, en las declaraciones insensatas de una clase política mediocre y cortoplacista.
Saldremos, cuando salgamos, heridos. Pero como sociedad, a lo largo de nuestra historia, hemos sido capaces de restañar lesiones hondas. Harán falta generosidad y altura de miras. Ojalá las tengamos.

domingo, 24 de mayo de 2020

La cuerda tensada

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo


Les he comentado en alguna ocasión que suelo ser una persona positiva, que trata de sacar lo bueno de cada situación, por dura que sea. Cuando comenzó la pandemia y, sobre todo, cuando pudimos comprobar sus terribles secuelas, pensé que esta crisis colectiva, la más dura quizá que hemos vivido en España desde el final de la guerra civil, traería, como consecuencia, una mayor cohesión social. Creí que la tremenda prueba colectiva nos uniría en una experiencia común, que todos asumiríamos el dolor por los muertos, el sufrimiento de los enfermos, la incertidumbre ante el oscuro panorama económico, como algo propio compartido con los demás, a modo de lazo que nos hermanaría y nos ayudaría a afrontar la dura travesía por el desierto, apoyándonos unos en otros. Me equivoqué. Lo que hemos visto en estos meses ha sido un progresivo enrarecimiento del ambiente, un creciente clima de hostilidad, una intolerancia cada vez mayor, un enfrentamiento brusco, acerbo, incapaz de comprender la postura opuesta o diferente.
No es nada nuevo. Llevamos doscientos años, desde el reinado de Fernando VII, de guerracivilismo, de negación del pan y la sal a quien consideramos nuestro enemigo. La Restauración de Cánovas y la Transición trataron de restañar las heridas de dos siglos marcados por enfrentamientos civiles, de inestabilidad política, de exclusión del adversario. La primera, sufridas diversas crisis y dificultades, fue clausurada por la dictadura de Primo de Rivera, tras la que llegó la Segunda República, cerrando el ciclo la terrible guerra civil. La Transición, tan denostada hoy por algunos, trató de superar esas dos Españas que se habían combatido hasta la aniquilación; con sus sombras innegables, trajo un espíritu de concordia, de mirar hacia delante juntos, de no ver enemigos sino adversarios con los que se podía dialogar. Ese espíritu parece difuminado y lo que se está imponiendo de nuevo es la confrontación que levanta muros y destruye puentes. La Covid-19  ha hecho revivir un virus más peligroso, el de la intolerancia. Hace unas semanas lamentaba su presencia en las redes sociales, pero ha infectado a toda la sociedad. La violencia verbal es cada día mayor, y de ahí a la física existe una tenue línea divisoria.
En esta deriva que nos arrastra y envuelve a todos, existen algunos más responsables que otros. Una clase política mediocre y cortoplacista, incapaz de visión amplia; unos medios de comunicación sometidos a intereses partidistas, que rehúyen su misión de ser conciencia libre y crítica; una clase intelectual que ha devenido en intelligentsia al servicio del grupo político; los agitadores de uno y otro lado que apuestan por el “cuanto peor, mejor”. Pero también los demás tenemos nuestra responsabilidad, al demostrar excesiva inmadurez e infantilismo como ciudadanía, dejándonos arrastrar por la falta de compromiso y exigencia.
Estamos tensando la cuerda demasiado. O reaccionamos y somos capaces de detener esta vorágine o la cuerda, quizá más pronto que tarde, se romperá.

viernes, 8 de mayo de 2020

Hijos de Caín

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo


Suelo ser positivo por naturaleza, siempre trato de ver la botella medio llena, buscando el lado bueno de las cosas. Pero últimamente estoy profundamente preocupado. No sólo por el terrible drama de la pandemia que nos está azotando, con su desgarradora secuela de fallecidos y la oscura amenaza de una honda crisis económica, en la que es probablemente nuestra mayor crisis como sociedad desde la guerra civil. Junto a esto, constato la existencia de otro grave virus que se va extendiendo entre nosotros y que puede significar, para nuestro futuro como colectividad, una amenaza mucho más profunda y destructora. Se trata de la creciente intolerancia hacia el que piensa distinto, sobre todo a nivel político, una violencia verbal que descalifica no sólo las ideas sino que se extiende a la propia persona del que disiente de nuestro modo de entender cómo ha de configurarse la sociedad, un rechazo que considera inadmisible que haya otras cosmovisiones.
Se está propiciando que crezca la voluntad de no convivir, excluyendo al disidente, descalificándole, incluso animalizándole. No es un fenómeno nuevo, se ha dado a lo largo de la historia con demasiada frecuencia y el siglo XX abunda en ello especialmente. Si el otro queda deshumanizado, no sólo sus ideas resultan devaluadas, sino que su propia realidad como persona desaparece, es identificable con un animal dañino, al que se le puede aniquilar si llegara el caso. ¿Exagero? Basta entrar en las redes sociales, mundo paralelo, pero en el que parece desarrollarse la existencia de muchas personas. Twitter es quizá el ejemplo más claro. Una magnífica herramienta de comunicación, susceptible de convertirse en un espacio de diálogo y confrontación de ideas, se ha transformado en una sentina de odio, donde la amenaza física puede palparse. Un abanico de “antis”, desde los antifascistas a los anticomunistas, van sembrando de aversión, de aborrecimiento, de inquina las redes, machacando, destrozando verbalmente al contrario. Desde el odio profundo, desde el rechazo más visceral. Pero no solo en Internet. El debate político, los medios de comunicación, las conversaciones, todo se tiñe de esa intolerancia creciente. De cainismo.

"Duelo a garrotazos" (Francisco de Goya)
Una sociedad plural como la nuestra es lógico que abunde en posturas ideológicas, en profesiones de fe, en planteamientos económicos y sociales diferentes y opuestos. Es normal estar en desacuerdo con otros posicionamientos. Pero lo que no es admisible es la negación del otro por su forma de pensar. Se puede y se debe disentir, pero siempre desde el respeto a la persona, aunque se tenga la certeza de su error.
Conozco demasiado bien, por mis investigaciones, los años treinta en España y Europa. Por eso me aterra y preocupa lo que veo y oigo. “La flor de la guerra civil es infecunda”, dijo hace mil años el poeta cordobés Ibn Házam, cuando se hundía el califato. El odio sólo genera dolor, muerte, destrucción.
Me gustaría que mis prevenciones fueran infundadas. Deseo equivocarme. Temo no hacerlo.

domingo, 26 de abril de 2020

Domingo III de Pascua

La vida es camino. Un camino marcado en muchas ocasiones por la frustración, el desánimo, el desengaño. En no pocas, por el dolor. Vagamos sin rumbo, desconcertados por el derrumbe de nuestras certezas y seguridades. Parece que ya nada tiene sentido. La oscuridad, como día que declina, se va cerniendo sobre nosotros, ahogando el corazón. Y, sin embargo, ese camino es el que escoge Jesús para hacerse presente en nuestra existencia. Sin que nos demos cuenta, sin que, a primera vista, seamos capaces de reconocerlo. Poco a poco se nos va desvelando, a través de palabras, de compartir ese recorrido que vamos haciendo. Y en un momento determinado, nos da la oportunidad de que le dejemos entrar en nuestro corazón. No nos fuerza, no se nos impone. Deja que sea nuestra libertad la que le invite a entrar: "quédate conmigo". Y entonces, se nos revela plenamente; nuestro corazón, helado, descubre el fuego que le ha ido, despacio, calentando. Sacia, por fin nuestros anhelos, colma nuestras aspiraciones, apaga nuestra sed y se nos ofrece como alimento de vida.
Esta fue la experiencia de los discípulos de Emaús que nos relata Lucas en el evangelio de este domingo (Lc 24, 13-35). Jesús se hace el encontradizo a unos discípulos frustrados, hundidos en sus expectativas. No le reconocen, pero permiten que les acompañe. Poco a poco, el desconocido les va revelando el auténtico sentido de la vida de Jesús, que se hallaba ya anunciado en la Escritura. Esa palabra va calando, sin que aún lo sepan, en su corazón. Pero algo ha cambiado. Se sienten bien y no quieren que el desconocido les deje. Jesús entra, para quedarse con ellos. Y entonces, sentados a la mesa, al partir el pan, lo reconocen. Todo cambia. Vuelven a Jerusalén y se reencuentran con los hermanos, que también han experimentado el encuentro con el Resucitado. 
Emaús es no sólo el relato de una experiencia que se transforma en modelo de tantas experiencias de encuentro con Cristo. Es también el recuerdo de cómo cada Eucaristía, la fracción del pan como la llamaban los primeros cristianos, es encuentro verdadero con Jesús, precedido por la escucha de su palabra, recibida en lo más hondo del corazón. Aquí, en este texto, están anunciadas las dos mesas que constituyen la Eucaristía, la de la Palabra y la de la Eucaristía.

La cena de Emaús
Este encuentro con el Señor no es algo que deba quedar reducido a experiencia íntima, sino que exige su anuncio. Es lo que nos recuerda la primera lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 14.22-33). Pedro, tras la experiencia pascual de encuentro con el resucitado, anuncia el Kerigma: Cristo, muerto por nuestros pecados, resucitado para nuestra salvación, que invita a la humanidad a acogerle y dejarse transformar por Él, a seguir el sendero de la vida (salmo 15) La segunda lectura, de la Primera Carta de Pedro (1, 17-21) nos recuerda el valor del sacrificio de Cristo, el cordero pascual que con su sangre ofrecida nos ha rescatado y liberado de la esclavitud del pecado, como a nuestros padres israelitas los liberó de la muerte y de la opresión del faraón.


En medio de las incertidumbres y oscuridades que estamos viviendo en esta pandemia, Cristo se hace presente para confortar nuestros corazones y llenarlos de esperanza. Sólo tenemos que pedirle que se detenga con nosotros y se quede en nuestra vida.

La corbata


Os comparto el artículo que publiqué el pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Hay prendas que son imprescindibles en la vida cotidiana. Y otras que, sin serlo, han venido a convertirse en un complemento necesario para el trabajo, la actividad política o académica, las reuniones sociales más solemnes. Es el caso de la corbata. Una prenda que, como tantas cosas relacionadas con la moda, nos vino de Francia, donde durante la Revolución se convirtió en símbolo de adscripción política. Más allá de su uso en el trabajo, ceremonias o incluso en la diversión, es un elemento que denota mucho de quién la lleva. La forma del nudo, la combinación con la ropa, la formalidad o informalidad del estilo, la gama de colores,  nos hablan de cómo es la persona. Los colores sobre todo. Son un código a veces subjetivo, pero en ocasiones sirven para expresar, de modo convencional, un estado de ánimo o una situación.
Es el caso del color negro. Es signo de duelo, de luto, de muerte. Expresa el drama por la pérdida de un ser querido, o la solidaridad y cercanía con quien está experimentando ese dolor. Por eso, estos días, estamos muy pendientes de algunas corbatas. Porque el evitar el negro se ha convertido en la negación expresa de lo que ese color significa. De este modo se construye el relato de que esa muerte no existe, o que se puede minimizar, o que, sí, es duro, pero es mejor enviar mensajes positivos. El problema llega cuando la cantidad de muertes es dolorosamente insoportable, si es que acaso hay una cantidad tolerable. Entonces ningún relato puede cubrir la tragedia que como sociedad estamos viviendo, el paso devorador de las parcas que cortan el hilo vital de tanta gente que, después de una vida de esfuerzos, sacrificios, entrega, no merecía un final en soledad. El grito silencioso de nuestros ancianos, la muerte heroica de las personas que se contagiaron por ayudar a los demás, la ida prematura de jóvenes que aún tenían mucho camino por delante, no se merece la tergiversación de expertos en marketing, escritores de historias paralelas que buscan alienarnos como ciudadanos maduros y libres, mercenarios de la pluma que fingen hermosas arquitecturas que buscan ocultar el horror de una realidad que no nos esperábamos instalados en las seguridades de nuestras certezas bien pergeñadas.
Son días de dolor, de ruptura interior para muchas personas que no han podido tener el consuelo de acariciar por última vez la mano o besar la frente de sus seres queridos. Como sociedad tenemos derecho a animarnos para afrontar el amenazador futuro, pero eso no puede significar la ocultación, el olvido de tantas personas, historias concretas truncadas, de las que ni siquiera podemos saber hoy el número exacto. Merecen, al menos, un signo visible, una expresión de nuestro recuerdo y cariño.
Por cierto, Napoleón siempre usó corbata negra con borde blanco. El día que la cambió, sufrió la derrota de Waterloo. Quizá el gurú lo sepa.

domingo, 19 de abril de 2020

El verdear de los almeces

Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo


En estos días de encierro colectivo paso muchos momentos mirando por la ventana. A veces, sin pensar en nada, o tratando de ahuyentar tantos fantasmas como acechan mi mente. La tristeza, el desánimo, llegan como olas negras ante tanto dolor como estamos viviendo. Es, probablemente, el mayor drama que ha sufrido España desde el final de la guerra civil. Como entonces, el luto por los difuntos, de los que ni siquiera sabemos su número exacto, entra en las familias, rompiendo historias concretas, que no son las frías cifras de la rueda de prensa oficial diaria, sino personas de carne y hueso, sueños rotos por un enemigo invisible e implacable. Y la incertidumbre por el futuro de los vivos, por ese puesto de trabajo que se ha esfumado, por ese proyecto que ya no se podrá realizar. Un duro porvenir para el que tal vez no nos encontremos preparados, sumidos como estábamos en las seguridades de nuestra plácida existencia.
Pero en ese mirar, a veces perdido, a través de la ventana, he ido asistiendo, día a día, casi imperceptiblemente, a un pequeño milagro. En medio de la oscuridad de la pandemia, una señal de vida se yergue como antorcha de esperanza con su verdor. Son los almeces, el celtis australis que diría mi amigo Eduardo Sánchez Butragueño, quien me los descubrió, como quizá a tantos de ustedes, como un árbol típicamente toledano. Los almárcigos, como se les llama en Toledo y con cuyo fruto los niños toledanos de antaño libraban batallas de almárcigas. Enfrente de mi ventana hay varios. Cuando comenzó el encierro estaban desnudos, tristes, invernales. Pero poco a poco, primero de un modo tímido, han ido echando pequeños brotes, que despacio, cautelosamente, se han desplegado, desarrollando un tenue vestido verde que, día tras día, los ha ido recubriendo, no sin sufrir el desgarro de alguna rama por parte de las numerosas aves que, tranquilas por la ausencia humana, construyen laboriosa y despreocupadamente sus nidos, inundando el aire de trinos, sólo amortiguados por el romper del Tajo en las presas cercanas al puente de San Martín. Es la vida, que fluye potente a pesar de los diversos avatares, últimamente tristes y dolorosos. Es la primavera, que se abre paso, invitándonos a mirar, más allá de las brumas que nos envuelven, al futuro, un porvenir que sin duda será duro, pero no más que el que otras generaciones anteriores a las nuestras tuvieron que afrontar, construyendo, en esa cadena llena de eslabones, nuestro presente.

Hojas y frutos de almez (celtis australis)
Los almeces con su flexibilidad y resistencia, que impiden que los vientos los tronchen, devienen metáfora de cómo hemos de encarar la catástrofe que nos ha sobrevenido. Son alegoría de la resiliencia que nos permitirá salir adelante hasta que el huracán pase, cuando, tras hacer piadosa memoria de los fallecidos, sin olvidar el pasado como los lotófagos que se comían el fruto del almez, afrontemos la reconstrucción.

miércoles, 8 de abril de 2020

Esta extraña Semana Santa

Comparto mi artículo de hoy en La Tribuna de Toledo


Hasta estos días no he sentido fuertemente la ruptura que en nuestra vida cotidiana está suponiendo el encierro. Desde el primer momento me creé una rutina, con el tiempo ordenado, las mañanas dedicadas a atender a los alumnos, las tardes empleadas en leer, escribir, orar, y pronto me habitué, con los altibajos emocionales propios de esta situación, al nuevo ritmo de vida “monacal”. Pero a partir del Viernes de Dolores, la sensación ha cambiado. Estos días tan especiales de Semana Santa, los más importantes para los cristianos, pero que también conllevan para toda la población, especialmente en una ciudad histórica como Toledo, unos momentos intensos desde el punto de vista cultural, artístico, folclórico, además el espiritual, generan, con el encierro, una sensación de profundo vacío.
La Semana Santa, junto a la celebración de la muerte y resurrección de Cristo, imprime, año tras año, en la existencia de las personas unos ritmos particulares, unas costumbres que se han convertido en parte de la vida. El viernes por la noche recordaba, como seguro muchos de ustedes, la subida al casco histórico para apostarme en la plaza de San Vicente o en la de Amador de los Ríos y ver pasar en silencio, precedida de su cortejo de mujeres, la imagen de la Virgen de la Soledad. O el volver, en la mañana del Domingo de Ramos, con las ramas de olivos en las manos para colocarlas en las ventanas. O la salida de la borriquilla de Santa Justa. O el canto del motete por parte de los seminaristas en la plaza de San Andrés, al comienzo del Vía Crucis con el Cristo de la Esperanza. Y así, cada día. Todos tenemos nuestra pequeña tradición, que este año vamos a echar de menos, aunque tal vez, gracias al esfuerzo de los medios de comunicación, de hermandades y cofradías, de particulares, podamos paliarlo contemplando imágenes de años pasados. Un pequeño consuelo que nos ayuda en medio de esta dura situación.

Toledo, Cristo de los Ángeles, que procesiona el Martes Santo
Pero más allá de todos estos aspectos sentimentales y culturales, está la realidad profunda de la Semana Santa, la celebración de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Jesús. Para el creyente esto es lo verdaderamente importante. Lo otro es un ropaje hermoso, pero no esencial. Por ello esta Semana Santa tan extraña, tan especial, no deja de ser el momento central de todo el año. En medio de la oscuridad, del dolor y sufrimiento que está produciendo la COVID-19, estos días nos recuerdan que la muerte no tiene la última palabra, que es más fuerte la Vida, que las tinieblas del Viernes Santo, tras la larga espera, silencio y soledad del Sábado Santo, son disipadas por la luz resplandeciente de la mañana de Pascua.
Este es mi deseo en esta Semana Santa tan peculiar, que la luz del Domingo de Resurrección nos ilumine en este Vía Crucis colectivo. Por ello ¡Feliz Pascua de Resurrección!

miércoles, 1 de abril de 2020

Soledad sonora

Comparto mi artículo de hoy en La Tribuna de Toledo


En estos días de cuarentena me asomo con frecuencia a la ventana. Por la habitualmente saturada carretera apenas pasa algún coche de vez en cuando. El estrépito de los motores, el bullicio de la gente que va y viene, que entra al bar a tomarse un café y que comenta cualquier asunto de mayor o menor interés, han dado paso a un silencio clamoroso. A veces, a lo lejos, se oye el tañer de las campanas de algún convento, al que la reclusión forzosa del resto de la ciudadanía no ha venido a alterar su ritmo secular. Se puede escuchar el rumor del padre Tajo, que corre manso, apacible, acaso más limpio que de costumbre, y el trinar de los pájaros que sienten cómo va llegando la primavera. El ruido ha dado paso a un silencio quizá para muchos ensordecedor.
Son días extraños. Estábamos acostumbrados a lo inmediato, al “aquí y ahora”, y de repente, nos encontramos con el lento fluir de los días, sin una meta temporal clara, atemorizados por la angustia del acecho imprevisible de ese virus que se nos esconde, un enemigo oculto del que no sabemos cuándo puede asestarnos el zarpazo fatal.
Y sin embargo, son días que nos ofrecen una oportunidad única para dedicarnos a algo que no solemos hacer, el adentrarnos en nuestro interior, el pensar en nosotros mismos, no en el sentido de búsqueda egoísta de nuestro interés, sino en el de plantearnos nuestra realidad, nuestra vida. Es tiempo para, sobre todo si tenemos que estar aislados totalmente, vivir una “soledad sonora”, como la denominaba San Juan de la Cruz. La soledad puede ser asfixiante, angustiosa, cuando es vivida por necesidad, como una imposición, pero desde nuestra capacidad como seres racionales, espirituales en el sentido más amplio, podemos transformarla en algo fecundo, en una posibilidad de crecimiento y maduración personal, con espacios para leer, pensar, reflexionar, meditar, orar. Son momentos para cultivar nuestro yo más profundo, esa “atención a lo interior” a la que también se refería el santo carmelita, y a la que también otro santo, teólogo y filósofo, Agustín de Hipona, aludía al invitarnos a no dispersarnos con lo que ocurre a nuestro alrededor, metiéndonos dentro de nosotros mismos, buscando la verdad que anida en lo más hondo del corazón humano, en el interior del hombre, en el hombre interior. Ese buceo en nuestras profundidades tal vez pueda confrontarnos con nuestro verdadero yo, ese que se ve arrastrado, en tiempos “normales”, por la vorágine de nuestras agitadas existencias.
Es probable que no tengamos que volver a enfrentarnos a una situación como la que estamos viviendo. Superaremos el coronavirus, y con el tiempo restañaremos las heridas que va a dejar en tantas personas y en la sociedad. Pero mientras pasa la tormenta, aprovechemos, en este “carpe diem” que nos viene impuesto, para crecer como personas, para humanizarnos, para reubicar los valores que guían nuestra vida.

sábado, 28 de marzo de 2020

Reflexiones en una cuarentena

Supongo que nadie se habría imaginado una situación como la que estamos viviendo estos días. Lo habíamos leído en novelas distópicas o visto en alguna película de terror. Y sin embargo, ha llegado. El coronavirus ha transformado nuestras vidas. Vivíamos sostenidos por nuestras certezas y seguridades, en medio de de nuestras rutinas y con la seguridad de nuestros proyectos. Y, hete aquí, que de repente todo se ha vuelto incierto, inseguro, nuestra vida se ha transformado como ni en la peor de nuestras pesadillas hubiéramos podido imaginar.
Son días duros. Llevo encerrado, guardando cuarentena preventiva, ya que estuve en contacto con una persona infectada, semana y media. Trato de guardar unas rutinas establecidas, mañana de trabajo, tarde de lectura, escritura cuando corresponde, oración. Comidas y cenas a la misma hora. Un nuevo ritmo vital. Y descubro muchas cosas. Como que nuestra agitada vida, arrastrada por la vorágine del activismo, nos hace olvidar las cosas esenciales. Quizá todo sea mucho más simple, pero nos empeñamos en complicarnos la existencia. Ahora tengo tiempo para leer con tranquilidad, para escribir sin agobios, para meditar y orar con calma. Puedo entrar en mi interior, ese yo profundo que descuido en los ajetreos cotidianos. Obligado a parar, veo que muchas de las cosas que considero importantes en mi día a día no lo son tanto. Mientras otras, que no solemos apreciar, por su sencillez,  por su cotidianidad, ahora son evocadas con nostalgia: el estar con los seres queridos, un paseo por el parque disfrutando de la belleza de la primavera, esa cerveza con un amigo animada con una charla, el coger el coche y salir al campo...gestos, acciones, a las que no prestamos la importancia que merecen.
Pero no todo es tan maravilloso en estos días de encierro. Las noches, sobre todo las primeras, se convierten en fuente de angustia. La duda terrible, ¿estará ahí agazapado? ¿A qué espera para salir? La incertidumbre de qué ocurrirá mañana. El deseo irracional de que, si tiene que aparecer, que lo haga ya, que disipe las dudas. La agobiante sensación de que un enemigo invisible te acecha y no sabes cuándo te atacará. Los miedos a que todo lo construido hasta ahora se derrumbe como un castillo de naipes y el viento arrastre todo. Y lo más aterrador, ¿habrá un mañana?
No sé si como persona ni como sociedad saldremos mejores. Ni siquiera estoy seguro de que salgamos distintos. Pero valdría la pena que así fuera, que el torrente de generosidad, de entrega, de altruismo, de amor que estamos viendo en estos días, no se disipara, y que, cuando todo esto pase, seamos una comunidad humana más unida, más fraterna y solidaria, mejor.

jueves, 26 de marzo de 2020

En medio de la distopía

Os comparto mi columna de ayer en La Tribuna de Toledo

Sin duda todos hemos visto alguna película, o leído algún libro, cuyo argumento se basaba en la aparición de un virus letal y las peripecias para acabar con él. Otra variante es imaginar un mundo tras las secuelas devastadoras de una pandemia. Esta era la situación que recreaba Niccolò Ammaniti en su novela Anna, que trata el tema de la adolescencia en una Sicilia devastada por un virus, procedente de Bélgica, que tenía la particularidad de que sólo atacaba a los adultos. He de confesar que su lectura me generó momentos de agobio, y que más de una vez viene a mi memoria cuando veo las dramáticas noticias que llegan de Italia.

Portada de Anna 
El drama, la tragedia que estamos viviendo estos días es que, de nuevo, la realidad, cruda, cruel, se impone a la imaginación. Nos encontramos ante un enemigo invisible, desconocido, que ha alterado nuestros hábitos, que ha desconfigurado los códigos con los que nos movíamos habitualmente. La distopía ha mostrado su capacidad de encarnación en la vida real. Sin duda, en el futuro, será el marco narrativo para la creación literaria, cinematográfica o artística, como tantas otras epidemias a lo largo de la historia de la Humanidad. Pero ahora su presencia oculta ha desmoronado el castillo de naipes que afanosamente construimos en nuestro día a día. Ya no hay seguridades ni certidumbres para la jornada de mañana. Todos nuestros planes, desde los más cotidianos y prosaicos hasta los especiales que aguardábamos con anhelo, se han visto anulados sin saber cuándo podremos volver a lo que creíamos normalidad.
De repente hemos de improvisar nuevas rutinas, nuevas ocupaciones, nuevas formas de emplear nuestro tiempo o afrontar nuestro trabajo. Los docentes hemos visto cómo las nuevas tecnologías nos ayudan a estar en contacto con nuestros alumnos, a los que empezamos a echar de menos en la frialdad de Internet; muchos profesionales están descubriendo el valor del teletrabajo, un modelo que quizá debería haberse implementado antes para facilitar la conciliación familiar o para ayudar a que nuestros pueblos no se vacíen; las parroquias, tras la supresión del culto público, han debido salir de la rutina cotidiana y se lanzan a la retransmisión de las celebraciones en YouTube e ingenian nuevos modos virtuales de llegar a los feligreses; vemos cómo deportistas de élite tienen que seguir sus entrenamientos a través de Internet. Y así podríamos hacer una larga enumeración. Las redes sociales se nos han hecho un compañero insustituible para relacionarnos con el exterior.
Algunas personas están sacando estos días lo peor de sí mismas, mostrando su verdadero rostro, mientras muchas extraen lo mejor, dando muestras de solidaridad, de entrega generosa, de olvido de sí. Nuestro agradecimiento a sanitarios, personal de servicio, policía, ejército, cajeras de supermercados, dependientes de pequeños comercios que siguen heroicamente abiertos…tantas y tantas personas entregadas.

Esta experiencia colectiva cambiará nuestra sociedad. Quiera Dios que sea a mejor. De nosotros depende.

viernes, 20 de marzo de 2020

Leer en tiempos de coronavirus


Comparto el texto de mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, una invitación a la lectura y a la escritura creativa en medio de la pandemia.

Vivimos en una sociedad adanista, presentista, que cree que todo ha comenzado con ella. Esto es especialmente sentido por muchos jóvenes que desconocedores de la historia, como consecuencia de los nefastos planes educativos que soportamos, ignoran, como nos advirtió Qohelet, que “no hay nada nuevo bajo el sol”. La actual pandemia no es algo novedoso e inesperado, ni la distopía de unos literatos hecha realidad. No, a lo largo de su historia la humanidad ha conocido múltiples epidemias, algunas terriblemente letales, que, como un cisne negro, han trastocado la economía, el pensamiento, la percepción del mundo de las sociedades que las han sufrido.
Una de ellas fue la peste negra de 1348, quizá la más terrible pandemia de todas, que, procedente de Asia, aniquiló a gran parte de la población europea y que tuvo como consecuencia directa la persecución de las comunidades judías, acusadas de ser las causantes, dando lugar a diferentes pogromos por toda Europa. Es este el contexto que sirvió de marco para una de las obras cumbres de la literatura universal, el Decamerón de Giovanni Boccaccio. En ella se nos narra, tras describir la epidemia, cómo un grupo de diez jóvenes, tres hombres y siete mujeres, se refugian, huyendo de la plaga, en una villa en las afueras de Florencia, y para pasar el tiempo, se narran cien cuentos de diferente temática.

El Decamerón
Traigo este recuerdo porque estos días de cuarentena pueden ser una gran oportunidad para la lectura. Todos tenemos libros pendientes acumulados en los anaqueles o en el escritorio, que vamos dejando, en el fragor vertiginoso de los días, para “cuando tengamos tiempo”. Pues ahora lo tenemos de sobra. El encierro que, como ciudadanos responsables, hemos de guardar, nos permite saborear con sosiego el placer de la lectura. Matar las horas descubriendo nuevas obras, o releyendo viejos libros que en su momento nos atrajeron, e incluso tratando de vencer la resistencia de tal o cual novela o ensayo que se nos atragantó.
Por otra parte, las epidemias han sido motivo de inspiración para la escritura de algunas de las obras más señaladas de la literatura universal. No sólo Boccaccio dejó testimonio del impacto de la peste en su época. Baste evocar “La peste” de Albert Camus, donde nos muestra cómo el ser humano se enfrenta al absurdo, o “Muerte en Venecia”, de Thomas Mann, con la bellísima adaptación cinematográfica de Luchino Visconti, en la que se describe la pasión por la belleza de un escritor en una ciudad asolada por el cólera.
Quizá, además de leer, estos días podrían ser una oportunidad para animarnos a escribir relatos, microrrelatos, cuentos, algún ensayo. Este reto se lo lanzaba a mis alumnos para que fomentaran su creatividad. Tal vez descubramos un talento escondido que ignoramos. Tiempo tendremos. La peste de 1348 tuvo su Boccaccio, ¿quién escribirá la novela del coronavirus? Podría ser usted…o a lo mejor, hasta yo.

domingo, 15 de marzo de 2020

Domingo III de Cuaresma

La liturgia de este III domingo de Cuaresma, en el Ciclo A en el que nos encontramos, comienza un itinerario de renovación bautismal que se prolongará los próximos domingos, invitándonos a actualizar la Iniciación Cristiana que vivimos con los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Tratamos de responder a la pregunta "¿ Cómo se llega a ser cristiano?" En el pasaje del diálogo de Jesús con la mujer samaritana, que escuchamos en el Evangelio, hallamos la respuesta: respondiendo a la llamada que Dios nos hace a través de Jesucristo y recibiendo el agua viva del Bautismo, en el que se nos da el Espíritu Santo. Como Moisés en la primera lectura, Jesús sacia nuestra sed con el agua viva que brota de su costado abierto en la cruz, donde murió por los impíos, los pecadores, es decir, nosotros, tal y como nos recuerda san Pablo en la segunda lectura, siendo ésta la prueba de su amor por nosotros.

Jesús y la samaritana
La Cuaresma es momento privilegiado para encontrarnos con Jesús, o mejor dicho, para dejar que Él, que se hace el encontradizo con nosotros, nos hable al corazón, ponga en evidencia nuestra realidad y de este modo podamos dejar que nos renueve y transforme.

Esta Cuaresma que nos toca vivir, bajo la amenaza del coronavirus y las restricciones, que impiden asistir a las diversas celebraciones litúrgicas, puede ser una oportunidad para encontrar más momentos de silencio interior, para orar más, para meditar la Palabra de Dios. Para adorar, como nos recuerda Jesús este domingo, al Padre, "en espíritu y verdad"

Si siempre la oración es necesaria, mucho más en estos momentos. A través de ella estamos en comunión con Dios y con los hermanos, y podemos suplir, de este modo, la distancia física.

Y no olvidemos que la Cuaresma es tiempo de esperanza, "la esperanza no defrauda", porque sabemos que tras la Pasión está la Resurrección. Pidamos a Dios que en medio de la preocupación por la pandemia, mantengamos firme esa esperanza, sabiendo que, también a nivel humano, con nuestra oración y con el pequeño granito de arena de nuestro esfuerzo y sacrificio personal, estamos contribuyendo a la victoria sobre la misma.

miércoles, 26 de febrero de 2020

Miércoles de Ceniza


Un año más, en el cíclico fluir del tiempo, la primavera se acerca. Su luna llena será la señal de la celebración más importante para los cristianos, la Pascua, con su Semana Santa tan llena de arte, cultura y belleza, además de fe, y que adquiere un esplendor especial en nuestras viejas ciudades históricas. Pero como todo gran acontecimiento, es preciso prepararlo bien, con atención y profundidad. Cuaresma, cuarenta días que nos ofrecen la oportunidad de entrar en la vivencia personal de los días santos que se aproximan.
El pórtico de la Cuaresma es el Miércoles de Ceniza, con el rito de la imposición de ésta. Un signo sencillo, sobrio, que evoca el humus, la tierra de la que procede, en hermosa metáfora del Génesis, el ser humano. Tierra, barro modelado por el Alfarero divino, insuflada de espíritu vital, pero siempre quebradiza, frágil, imperfecta. Tierra que sin ese hálito se vuelve polvo. Y sin embargo, tierra capaz de florecer y germinar cuando es vivificada por el Agua, signo del Espíritu divino.
“Recuerda que eres polvo”. Frente a la soberbia y autosuficiencia con la que construimos nuestro proyecto vital en muchas ocasiones, el recuerdo de nuestra limitación. Y la limitación máxima, “al polvo volverás”, el encuentro con la finitud, el saber que nuestro paso por este mundo es fugaz. Sin embargo, el camino cuaresmal no es una autonegación masoquista ni un complacerse en lo negativo. Todo lo contrario. La luz de la Pascua,  la victoria del Crucificado-Resucitado, es la que permite avanzar con esperanza gozosa. No es la negación de la vida, sino su afirmación; no es el rechazo de lo humano, sino su exaltación a lo divino, rompiendo las ataduras de la biología, permitiendo una metamorfosis de la que la persona, siendo la misma, renace transfigurada para una proyección existencial más allá del tiempo y del espacio. La fórmula "conviértete y cree en el Evangelio", nos recuerda que la Cuaresma es un momento para adherirnos al mensaje de Cristo de un modo vital, a renovar la fe recibida en el Bautismo, a dejar que el agua purificadora que nos engendró y lavó se derrame de nuevo sobre nosotros en la eficacia del sacramento de la reconciliación.

El papa Francisco imponiendo la ceniza
La Cuaresma no es el intentar aplacar el enojo eterno de un Dios castigador, sino la purificación de los egoísmos para sentir el abrazo de un Padre misericordioso que sale corriendo a nuestro encuentro. Subimos a Jerusalén, y para recorrer ágiles el sendero es preciso quitar pesos superfluos, ataduras que nos esclavizan, vendas que nos impiden ver al hermano herido en el camino. Ayuno, limosna, oración, tres cimientos sobre los que construir nuestro camino hacia la Pascua. Ayuno, no sólo de alimento, sino de tantas cosas que creemos que nos sacian, y sin embargo nos dejan hambrientos. Ayuno que, liberándonos de lo innecesario, se convierte en limosna que alimenta al hermano, limosna de dinero, de tiempo compartido, de atención a enfermos, ancianos, marginados. Oración que es encuentro con el Totalmente Otro que ha querido hacerse entrañablemente cercano, compartiendo nuestra realidad hasta lo más hondo, sabiendo de dolor, sufrimiento, incomprensión; diálogo profundo que escucha en el silencio y responde desde el amor.
Cuaresma, tiempo de desierto para reconciliarnos no sólo con Dios, sino también con nosotros mismos, con los demás y con la Creación. Tiempo para alimentarnos más de la Palabra de Dios, para dejar que esta sea el pan y el agua que sacie nuestra hambre y nuestra sed espiritual.


sábado, 15 de febrero de 2020

Nostalgia de la Revolución

Os comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

Estos días estoy explicando a mis alumnos universitarios lo que el historiador Hobsbawm denominó “la era de la revolución”, ese periodo que, con la guerra de Independencia norteamericana como punto de arranque, se extendió por la vieja Europa desde 1789 a 1848. Un periodo fascinante, uno de los momentos de mayores transformaciones de la historia de la Humanidad, en el que un mundo se derrumbó y dio a luz a una etapa nueva. Toda una construcción social, política, económica, cultural, como era el Antiguo Régimen, elaborado a lo largo de los siglos que sucedieron al derrumbe del Imperio Romano, fue sustituida por nuevos modelos de hacer la política, de entender la economía, de estructurar la sociedad y de comprender la cultura.
En este proceso, uno de los momentos más decisivos fue la Revolución francesa. No voy a impartir aquí, obviamente, una lección sintetizada de la misma. Todos somos conscientes de sus repercusiones, algunas, referentes al patrimonio toledano, lamentablemente evidentes, pues una de las consecuencias de ella, las guerras de Napoleón, hizo que, con la llegada de las tropas del emperador, desaparecieran, por robo o por destrucción, elementos muy significativos de nuestro arte, como el antiguo convento de San Agustín o el riquísimo conjunto de pintura, retablos, libros y documentación, junto a uno de los claustros, de San Juan de los Reyes.
Sí quiero, sin embargo, evocar una de las aportaciones más valiosas nacidas de aquella vorágine que atravesó Europa. La Revolución, frente a la anterior estratificación social por órdenes, (clero, nobleza, estado llano), frente a la diversidad jurisdiccional y el conjunto de derechos, privilegios, fueros y franquicias que beneficiaban a territorios, lugares, ciudades, estamentos, trajo el reconocimiento de que es el ciudadano el sujeto de los derechos y obligaciones. A pesar de la imperfección de su aplicación inicial, pues la ciudadanía estaba restringida por motivos económicos o de sexo, esta idea ha ido ampliando poco a poco su contenido, hasta alcanzar a todo el conjunto de la población, entendida como un colectivo de ciudadanos libres e iguales, sujetos de derechos y obligaciones, sometidos a una misma legislación que no hace distingos entre lugar de nacimiento, clase social, sexo o religión.

La toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789
Por ello, cuando en una especie de espiral neoforalista, de nuevo se reclaman para según qué territorios una serie de derechos históricos, hacienda propia, privilegios legales, hay que reivindicar el viejo legado de aquellos hombres y mujeres que se levantaron frente a las desigualdades.
Debemos recordar que no son los territorios los sujetos de derechos, sino todos y cada uno de los ciudadanos, en su individualidad. Porque derechos históricos tenemos todos ¿o Toledo no tuvo fuero en la Edad Media? ¿No lo tuvo, e importante, Sepúlveda? ¿No es el fuero de Logroño (1095) inspirador de los vascos?
Una sociedad moderna, avanzada, ha de conocer, y bien, su historia. Pero ésta no puede ser nunca justificación para crear desigualdades entre sus ciudadanos.

sábado, 25 de enero de 2020

La bocca della verità

Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo


Siempre ha sido uno de los símbolos de Roma. Rodeada de leyendas, al menos desde el siglo XI, la más famosa de ellas es la que afirma que  quien miente, pierde la mano al introducirla en la boca. Esto ha hecho que sea usual acercarse a ella y realizar el consabido gesto. A la vez, permite conocer una de las más bellas, en su sencillez y antigüedad, iglesias de Roma, Santa María in Cosmedin.
Hace ya muchos años que me acerqué a ella por primera vez. Y con ocasión de cualquier viaje a Roma, me gusta pasear hasta allí y luego deambular por las naves de la preciosa iglesia, con su pavimento cosmatesco, sus restos arqueológicos, el bello baldaquino donde se celebra en rito oriental. Se pueden ver allí, aunque no tienen nada de románticos, los restos de San Valentín, el santo de los enamorados, cuyo cráneo se contempla a través del cristal del relicario. Un hermoso remanso de paz. Que dejó de serlo.
Desde hace algún tiempo los pequeños grupos de turistas o de personas aisladas que se acercaban a contemplar ese rostro masculino labrado en mármol, a modo de máscara con ojos, nariz y boca perforados, del que ignoramos si era una fuente, una salida de agua o una cloaca, han sido sustituidos por verdaderas masas de gente, sobre todo orientales, que hacen largas colas para cumplir el rito postmoderno de meter la mano el tiempo justo para poder  realizar la fotografía que inmortaliza el evento. El antiguo pórtico abierto ha sido clausurado por verjas, que impiden el acceso, antes directo, y ayudan a que el turista “colabore” con un donativo antes inexistente.

Bocca della Verità
Suelo seguir acudiendo a Santa María in Cosmedin, que, a pesar de todo, continúa siendo un oasis de belleza, acentuado por la música ambiental, habitualmente cantos litúrgicos del Oriente cristiano. Pero ya no repito el viejo rito de introducir la mano en la boca, y si voy acompañando a algún viajero amigo, hacer la broma. La masificación turística se impone. Una vez más me vuelvo a preguntar, con un poco de tristeza, sobre el modo en que algo tan maravilloso como es la posibilidad de que gentes de todas partes puedan viajar, conocer otros países, culturas, personas, se esté convirtiendo en algo impersonal, que obliga a repetir lo que está de moda, sin que el viaje nos penetre, nos humanice, nos embellezca el alma. Deambulando por la Urbe, observo cómo monumentos únicos apenas son visitados, pues no hacen ganar seguidores en Instagram, mientras otros, por obra y gracia de los “influencers” o de cualquier página de moda en Internet, se saturan hasta poner en peligro su propia existencia. Pero no sólo en Roma, sino en cualquier ciudad histórica. Como Toledo.
Concluyo con un sueño ante la Bocca: filas de políticos españoles, unos detrás de otros, metiendo la mano, mientras la leyenda se cumple. Sería divertido ¿no?

domingo, 12 de enero de 2020

Fiesta del Bautismo del Señor

Este domingo concluimos el ciclo de Navidad con la celebración del Bautismo del Señor. En las aguas del Jordán el Padre presenta a la humanidad a su Hijo, en el que pone toda su predilección, todo su amor. Hoy se nos invita a escuchar al Espíritu, a seguir al Hijo y a entrar en comunión con Dios. Lo que había sido roto por el pecado de Adán viene hoy recompuesto, restañado, por la encarnación y el sacrificio del Hijo. Hoy, junto al río Jordán, el cielo se abre y se puede escuchar la voz del Padre: aquel siervo tan esperado, que Isaías anunció, es Jesús. El Espíritu Santo, en forma de paloma, evocación del texto del Génesis sobre el fin del Diluvio, desciende sobre Él y mora en Él. No hay ninguna posibilidad de duda: la humanidad, finalmente, puede reencontrarse con Dios, un Dios que no hace acepción de personas, sino que, en Jesús, se ofrece para ser Señor de todos. Él se ha metido en la fila de los pecadores que piden el bautismo para estar en medio de nosotros, para poder acercarse a todos. Sin excepción. Hoy también pasa, bendiciendo, sanando, liberando a todos los que están bajo el poder del mal, del pecado, del demonio, porque Dios está con Él. Porque Dios, por Jesús, está con nosotros. No sólo nos ha liberado, sino que, lavados en las aguas bautismales, nos ha elevado a la condición de hijos. Hoy también es un buen momento para evocar nuestro bautismo y lo que significa, renovando nuestra vocación a la santidad, a la perfección del Amor.

El Bautismo de Jesús (Bartolomé Esteban Murillo)
La primera lectura, del libro de Isaías (42,1-4.6-7) presenta al Siervo de Yahveh, en el que Dios se complace, llamado a una misión de liberación, de cura de las heridas del pueblo, misión que rompiendo el marco estrecho del pueblo de Israel, se extiende a todas las naciones.
El salmo 28 recuerda la paz con la que Dios bendice a su pueblo y nos invita a la alabanza divina.
San Pedro, en el fragmento del libro de los Hechos de los Apóstoles que proclamamos (10,34-38) recuerda que esta paz que hemos cantado en el salmo ha sido anunciada por Jesús, la Palabra que Dios ha enviado a los hijos de Israel y cómo todo se inició en Galilea tras el bautismo de Cristo. El apóstol nos ofrece, a imagen de Jesús, todo un programa de vida: pasar haciendo el bien y curando las heridas de nuestros hermanos, tanto del cuerpo como del espíritu.
El Evangelio de Mateo (3, 13-17) nos narra el hecho del bautismo de Jesús, con la resistencia previa de Juan a realizarlo y la teofanía posterior al mismo, con la manifestación de la Trinidad. Se inicia así el ministerio público de Jesús, que seguiremos contemplando a lo largo del Tiempo Ordinario que comienza mañana.

viernes, 10 de enero de 2020

Meditaciones granadinas...y toledanas

Comparto mi columna del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo, una reflexión sobre "la invención de la tradición" que se está dando en nuestras ciudades históricas

Estas Navidades he regresado a Granada. Son pocas las ciudades que la pueden igualar o superar en belleza. La exuberancia barroca de la Cartuja, las florituras del último gótico en la Capilla Real, el severo y original clasicismo de la Catedral, el entramado urbano musulmán, y, sobre todo, los esplendores nazaríes de la Alhambra, hacen de ella un lugar único. Pocas experiencias son tan extraordinarias como contemplar el atardecer desde el mirador de San Nicolás o desde lo alto de la torre de la Vela. El sol parecer envolver en llamas los viejos muros bermejos mientras que las nevadas cumbres se recubren de un anaranjado metamorfoseándose en violeta.
Después de contemplar este maravilloso espectáculo, el callejeo por el Albaicín nos conduce de nuevo a la Gran Vía de Colón. Y aquí, ¡oh milagro! de repente, en la vieja calle Calderería, donde los gitanos elaboraban y  vendían antaño sus calderos, nos encontramos en el zoco de Marrakech o en el Gran Bazar de Estambul. Tiendas y más tiendas de artesanía árabe, teterías sin cuento nos ofrecen la posibilidad de trasladarnos a la Granada de Boabdil, para delicia de turistas nacionales y extranjeros.
Todo muy bonito si no fuera porque desde hace quinientos años, esa realidad no existe. Y en su momento tampoco debió ser muy parecido a lo que hoy se nos ofrece. Cerámica que se puede comprar en Turquía como de Iznik, lámparas similares a las que se encuentran en cualquier tienda “árabe” de Toledo, cueros semejantes a los que se venden por todo Marruecos. Dudo mucho que el plato típico de los Abencerrajes fuera el kebab o los nazaríes bebieran un té como el que se sirve en los establecimientos cubiertos de falsas yeserías.

Vista de la Alhambra
Nos encontramos ante uno de los grandes problemas de nuestras ciudades históricas. Con frecuencia, en lugar de dar a conocer el en sí valioso patrimonio monumental, artístico, las tradiciones locales o las antiguas leyendas, se “inventa” una tradición inexistente o se reelabora el pasado a gusto de lo que el turista espera encontrar. Este es un mal generalizado, y que debería preocuparnos. No es sólo Granada la que “reconstruye” un pasado árabe que poco tiene que ver con el original. Basta visitar cualquier ciudad monumental de España. O, más sencillo, pasear por Toledo con el oído atento a las barbaridades, estupideces o incluso mentiras flagrantes con las que se intenta vender la ciudad a masas presurosas. Instrumentos “inquisitoriales” que en realidad son alemanes, templarios –porque si hay que darle misterio a la cosa, “ponga un templario en su vida”- donde jamás los hubo; fenómenos paranormales que sólo son fruto de una imaginación desbordada; espadas del Señor de los Anillos o de Juego de Tronos…y podríamos seguir...

Nuestro patrimonio toledano (y español), material e inmaterial, es lo suficientemente rico y atrayente como para no necesitar de adulteraciones ni falsificaciones. Claro que quizá eso no venda. “Pecunia non olet”.