domingo, 8 de diciembre de 2019

Otoño romano

Comparto mi artículo de la pasada semana para La Tribuna de Toledo, escrito durante mi reciente estancia romana 

Soy un apasionado de Roma. He vivido en la Urbe, y con frecuencia regreso por mis trabajos de investigación. Sus calles, monumentos, sus plazas y gentes me resultan profundamente entrañables. Cada vez que vuelvo, me reencuentro con mi historia personal y me siento en casa. Y cada ocasión es siempre una oportunidad de descubrir nuevos rincones, desconocidos aspectos de esta ciudad sorprendente.
La belleza de Roma es una hermosura multiforme, cambiante. Cada época del año produce una metamorfosis en su aspecto, que se presenta con variados matices, con tornasolados colores, que hacen que sea la misma y diversa a la vez.
El otoño resulta particularmente bello en Roma. En estos últimos días de noviembre, y cuando diciembre arranca su carrera hacia la consumación del año, al encuentro del rostro bifronte de Jano, la ciudad se reviste de tonos dorados, que llenan de calidez el mármol de los viejos templos, transfiguran en antorchas las cúpulas de iglesias y basílicas y acarician las amarillentas hojas que aún se aferran a los plátanos que custodian el Tíber. La lluvia frecuente esmalta los sampietrini de un negro azabache, mientras las torres y fachadas se desdoblan en el suelo, rotas por las pisadas de apresurados turistas en busca de una nueva foto que compartir, en vorágine plástica, en las redes sociales.

Castel Sant´Angelo y el Tíber
Esta Roma otoñal invita a ser recorrida con pausa, con un sosiego que no es el de las masas de visitantes que pretenden, en pocas horas, aprehender su desmesurada belleza. Perderse en los estrechos callejones romanos, entrar en las pequeñas iglesias ignoradas por los turoperadores, escudriñar jardines llenos de decadencia y romanticismo. Una Roma oculta, que sólo se muestra al que la ama; a quien, dejando a un lado la vertiginosa planificación del viajero apresurado, se olvida del tiempo y deambula sin rumbo, envuelto en ese silencio sólo roto por el tañer de las campanas.
Roma es una y son muchas. La Roma del esplendor imperial, derramado por los Foros o incrustado en otras viejas construcciones, que rehacían la ciudad a base de destruirla. Es la ciudad medieval, apenas superviviente de los fastos mussolinianos. La ciudad renacentista, con los ecos de Miguel Ángel o Rafael. Aunque sobre todo es la urbe barroca, la que se extasía con Bernini o Borromini, la que se escandaliza con la crudeza de Caravaggio y sus violentos claroscuros, la que se retuerce en brutales escorzos en retablos y fachadas. La ciudad decadente del XIX, la innovadora y brutal del XX y la desnortada del XXI.
Amo Roma. Amo su historia, su belleza y su decadencia, su esplendor y su suciedad. “Civis romanus sum”. Aunque todos lo somos. Nuestra historia, nuestra cultura, arte, ciencia, nuestros anhelos de libertad y respeto a la individualidad brotan de la fuente fecunda de la romanidad, aderezada por el esplendor de Grecia y la espiritualidad cristiana.
Más tampoco olviden lo que dijo el poeta, “después de Roma, Toledo”.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Domingo I de Adviento

Con el inicio del Adviento comenzamos un nuevo año litúrgico, en el que iremos proclamando el Evangelio según San Mateo. El significado profundo de este tiempo lo encontramos en la espera vigilante, atenta del Señor, desde la invencible certeza de que Él viene para transformar nuestra historia con su salvación, llenando de gozo nuestra existencia.
Ya la antífona de entrada de este domingo nos invita a elevar nuestra mirada, nuestro corazón, nuestros anhelos y deseos hacia el Señor: "A tí, Señor, levanto mi alma" (salmo 24). El Adviento es un encuentro entre Dios, que viene a visitarnos, y nuestro deseo, que tiende hacia Él. Es la experiencia que expresaba San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para tí, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en tí". Un ser humano en busca de lo Absoluto y un Dios que se hace historia. Una espera dinámica, que nos mueve, como señala Isaías, a subir al monte, al lugar donde se manifiesta la gloria y la salvación de Dios.
La primera lectura del profeta Isaías (2,1-5) nos muestra al Señor reuniendo a todos los pueblos en la paz eterna de su Reino, ofreciendo a la Humanidad un horizonte de esperanza en medio de la experiencia de guerras y violencias. No es una utopía irrealizable desde las ideologías o sistemas políticos, sino una promesa que sólo la fuerza del amor de Dios es capaz de llevar a cabo en la transformación final de la Historia.
El salmo 121 nos invita a realizar este camino hacia el encuentro con Dios desde la alegría, a la que se nos insta una y otra vez en este tiempo de gozosa espera. Estamos alegres porque viene el Señor a liberarnos de tantas ataduras que nos esclavizan.
En la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos, San Pablo nos invita a cambiar de vida ante la proximidad del Señor, a alzarnos prestos porque ya relumbra en el cielo el anuncio del nuevo día, del Día del Señor, que disipará las tinieblas del pecado y alumbrará un amanecer radiante sobre cada uno de nosotros.
El Evangelio es, de nuevo, una invitación a la vigilancia, a estar preparados, a no olvidarnos de la cercana presencia del Señor. Corremos el riesgo de, en medio de los afanes cotidianos de la vida, olvidarnos de esa llegada continua de Dios, ignorar su paso a nuestro lado.


Adviento es una llamada constante a esta vigilancia, que no es una actitud de espera pasiva, sino de movimiento dinámico, de buscar al Señor que viene, acompañados por las buenas obras. Hemos de ser instrumentos de esperanza también para los que nos rodean, poniéndonos al servicio del bien, de la belleza, de la verdad y la justicia, preparando, de este modo, los caminos del Señor, para nosotros mismos y para el resto de nuestros hermanos.
Adviento es un camino que realizaremos alentados por la fuerza de la Palabra de Dios, que se anuncia poética y esperanzada, en Isaías; potente y transformadora, en Juan Bautista; acogida y hecha carne, en María.