martes, 30 de agosto de 2016

"La Catedral de Toledo en el siglo XVI", de Ángel Fernández Collado

FERNÁNDEZ COLLADO, Ángel, La Catedral de Toledo en el siglo XVI. Vida. Arte. Personas, Toledo, Cabildo Primado, 2015, pp. 344, ISBN: 978-84-15669-25-8

El mes pasado hacía referencia a la obra de María José Lop Otín, La Catedral de Toledo en la Edad Media, que nos presentaba la vida del tempolo primado a lo largo de los siglos medievales, desde su erección tras la Reconquista. Complemento perfecto de la misma es el libro que el actual obispo auxiliar de Toledo y canónigo archivero, Ángel Fernández Collado, ha escrito, mostrándonos cómo era la Dives Toletana en uno de sus momentos de mayor esplendor, el siglo XVI.


Monseñor Fernández Collado, uno de los mejores conocedores de la historia de la Catedral Primada, nos ofrece un detallado recorrido por los diferentes ámbitos de la misma, desde la organización del cabildo, empresas artísticas realizadas, personajes que vivían en la catedral, con algunas pinceladas biográficas sobre los canónigos del siglo XVI, así como de algunas instituciones surgidas a la sombra de la catedral, como el Colegio de Infantes. Concluye la obra con una semblanza de los arzobispos de Toledo a lo largo del periodo estudiado, desde el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros hasta Bernardo de Sandoval y Rojas.
Una obra imprescindible para todo aquel que quiera conocer a fondo una de las instituciones más importantes de la España Imperial.

jueves, 18 de agosto de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (IX)

El Real Patronato

Uno de los problemas que el primado hubo de afrontar fue el de la provisión de los cargos eclesiásticos en España. Eran muchos los que se quejaban de los abusos y perturbaciones que el sistema vigente acarreaba a la Iglesia española. La práctica hasta el siglo XVIII había consistido, en lo referente a las iglesias catedrales y colegiatas, en que las provisiones se iban haciendo en meses alternos por el papa y los obispos; el Concordato de 1753 alteró radicalmente este sistema, quedando reducida a cuatro meses la alternativa de los obispos y concediéndose los ochos restantes a la Corona. El derecho de los obispos se vio aún más reducido por el Concordato de 1851, en el que no sólo se reservó a la Corona el nombramiento para el deanato, sino que también la provisión de las vacantes producidas por resigna o promoción.
Pero a la altura de los años veinte, el viejo privilegio se consideraba ya como algo caduco, “una verdadera institución medieval” que al ejercerse en circunstancias tan distintas de las originarias, apenas justificaban siquiera el calificativo de Real. Se veía desligado de los motivos históricos que le dieron origen, de modo que los gobiernos anticlericales que habían regido el país durante el último siglo poco tenían que ver con los monarcas que se proclamaban defensores de la fe y que merecieron el privilegio. La misma prensa liberal denunciaba que los políticos que dirigían el ministerio de Gracia y Justicia estaban muy lejos de dominar con la debida competencia los asuntos eclesiásticos, siendo muy contados los que llegaban al cargo en condiciones de orientarse para los nombramientos del clero, lo que daba lugar a un régimen de favor y arbitrariedad. Además, tras la Gran Guerra, con la caída del Imperio austro-húngaro y otras monarquías, la Santa Sede había optado por ir haciendo desaparecer los viejos privilegios concedidos a los monarcas. Era, por tanto, deseo de la Iglesia, manifestado explícitamente por Benedicto XV y Pío XI, afirmar su independencia y libertad.
El 22 de diciembre de 1923 Reig envió al nuncio un escrito del obispo de Calahorra, en el que éste exponía los daños que sufría la Iglesia con el procedimiento de provisión de las prebendas en catedrales y colegiatas, así como los remedios posibles; de ello había dado cuenta en la reunión de metropolitanos, y estos convinieron que dado el estado de cosas en el que se encontraban, no se podría lograr una reforma que lesionaría en tal modo el Real Patronato que tendría que ser objeto de nuevo Concordato.
Lo que denunciaba el obispo calagurritano, Fidel García Martínez, era que, con el sistema existente, no solo el nombramiento de la mayor parte de los principales puestos de las diócesis había venido a caer en manos de una autoridad extraña a la Iglesia, como era el ministerio de Gracia y Justicia, sino que además gozaba en ello de una libertad que no tenía para los nombramientos de funcionarios civiles de su departamento, lo cual conducía a que no siempre se designaran los más dignos o capaces; el obispo denunciaba además las corruptelas existentes; los ascensos de personas medianas, mediocres e ineptas; los servicios políticos pagados con beneficios eclesiásticos; los nombramientos debidos a la influencia de caciques o de partidos políticos, todo ello concretado en cuatro daños producidos: primero, para el gobierno de las diócesis, pues los cabildos así formados no merecían la confianza de los prelados; para los cabildos, la admisión de personas incapaces y el cese de estímulos para los que verdaderamente lo merecían; para el clero diocesano, la desilusión y el escándalo; para el pueblo fiel, la esterilidad del ministerio sacerdotal. Como remedio radical proponía que la Iglesia pudiera recuperar su libertad, en conformidad con el propio derecho vigente, como aparecía en el canon 403 o, al menos, acercándose lo más posible; a su juicio, podría la Corona reservarse, como recuerdo histórico y honorífico, una dignidad o canonjía en cada cabildo, o al menos, no pudiendo conseguirse otra cosa, que nombrara siempre en terna propuesta por el obispo.
La solución que finalmente se impuso fue la de la creación de una Junta eclesiástica que, delegada por el rey, propusiera a éste, como patrono de las iglesias de España, las personas que debían ocupar las prebendas y beneficios vacantes; Alfonso XIII firmaba el real decreto el 10 de marzo de 1924. El nombre oficial era el de Junta Delegada del Real Patronato, y estaba compuesta por el arzobispo de Toledo, como presidente nato; un arzobispo y dos obispos titulares; un prebendado dignidad; un canónigo y un beneficiado, pertenecientes estos tres últimos al cabildo de cualquier catedral o colegiata del reino. La Junta designaría a uno de los vocales para la función de secretario. Los obispos españoles elegirían a los prelados que fueran vocales en la forma que ellos consideraran mejor, pero el resto se haría por voto corporativo de cada catedral o colegiata, computándose en cada una de ellas un voto por clase de aquellas a las que fueran a pertenecer los elegidos, remitiéndose las actas de elección al arzobispo de Toledo, quien procedería al escrutinio, ayudado por un capitular y un beneficiado de la catedral primada, comunicándose el resultado al ministerio de Gracia y Justicia, para que procediera al nombramiento; la Junta, excepto su presidente, se renovaría cada dos años. Para la elevación de presbíteros al episcopado, los obispos pertenecientes a la Junta debían hacer en el mes de enero de cada año una clasificación de un número aproximado al de posibles vacantes, señalando sus méritos y condiciones, y con carácter reservado, entregar la lista al ministerio de Gracia y Justicia, para que lo tuviera en cuenta para las propuestas al rey; la promoción a los arzobispados, así como los destinos de todos los prelados sería a propuesta del Gobierno. Cuando un beneficio o prebenda quedara vacante, se comunicaría al presidente de la Junta para que se anunciara la vacante en los boletines oficiales de todas las diócesis y pudieran los aspirantes acudir ante la Junta. Esta elevaría al rey, por medio del ministerio de Gracia y Justicia, la relación nominal, con la indicación de los méritos de quienes considerara con la virtud y capacidad necesarias para ocupar la vacante que se tratara de proveer, así como otros nombres que aunque no hubieran solicitado la vacante, constasen sus merecimientos; asimismo la Junta informaría al ministerio de las exclusiones acordadas.
Esta normativa fue vista como una gran novedad. Para algunos era una dejación, por parte del Gobierno, de una de sus funciones; para otros, como expresaba El Debate, se había quedado corto, pues era preciso aspirar a la plena libertad de la Iglesia a la hora de nombrar los diversos cargos. A juicio del nuncio, con el que coincidió el secretario de Estado, Gasparri, debería contar con un reglamento especial para la elección de los candidatos episcopales, en el que se impusiera el secreto pontificio.
La primera Junta quedó constituida por el cardenal Reig, como presidente y como vocales numerarios el arzobispo de Valladolid, Remigio Gandásegui; el obispo de Salamanca, Ángel Regueras; el de Pamplona, Mateo Múgica; el arcipreste de la catedral de Zaragoza, José Pellicer; Víctor Marín, canónigo de la iglesia primada de Toledo y Acisclo de Castro, beneficiado de Zamora. Para los años 1926 y 1927, los vocales fueron Remigio Gandásegui, arzobispo de Valladolid; Mateo Múgica, obispo de Pamplona; Ramón Pérez, obispo de Badajoz; José Pellicer, arcipreste de Zaragoza, Víctor Marín, canónigo de Toledo y Felipe Ibave, beneficiado de la misma catedral. El 25 de noviembre de 1924 enviaba el cardenal Reig al nuncio la lista con los nombres de aquellos que se consideraba pudieran ser promovidos al episcopado y que habían sido aceptados unánimemente por la Junta Delegada. El 30 de marzo de 1925 se volvía a reunir la Junta, proponiendo al Gobierno una nueva lista de nombres de sacerdotes que reunían las condiciones para ser promovidos al episcopado. El 17 de junio Tedeschini respondía al primado, indicando que, a su parecer, y salvo juicio superior de la Santa Sede, todos ellos, salvo uno, el penitenciario de Vich, podían ser presentados para el episcopado.
Ese año, el 14 de diciembre, se firmaba el real decreto sobre turnos para la provisión de cargos eclesiásticos, con el fin de que la misma pudiera hacerse lo más equitativamente posible, evitando que los distintos servicios de los aspirantes aparecieran confundidos, estableciendo para el orden de los concursos ocho categorías.
En la reunión que tuvo lugar el 12 de marzo de 1926 se acordó proponer al Gobierno los nombres de Miguel Moreno Blanco, maestrescuela de la catedral de Córdoba y secretario de cámara de dicha diócesis; el padre Juan Perelló, superior general de la congregación de los Sagrados Corazones y catedrático de Teología Moral en el seminario de Mallorca; don Justo Goñi, arcediano de Tarazona y vicario general de la diócesis; Teodolindo Gallego, arcediano de Lugo; además se repetía la propuesta que se hizo el 24 de noviembre de 1924 a favor del arcediano de Tarragona, Isidro Gomá. El 10 de abril el nuncio escribió al cardenal Reig que no había obstáculo para que fueran propuestos Isidro Gomá, Juan Perelló y Miguel Blanco Moreno, mientras que de los otros se reservaba el parecer hasta que recibiera algunos datos que había pedido sobre ellos. Esto parece demostrar el interés de la Santa Sede de realizar una selección de los candidatos, antes de que llegara la lista al Gobierno; es más, el propio Reig había solicitado de Tedeschini el nombre de los candidatos que merecían su beneplácito. Poco después, el nuncio volvía a escribir al primado, indicándole que los arcedianos de Lugo y Tarazona quedaban descartados, uno por la edad y delicado estado de saludo, y el otro por un conjunto de circunstancias que no le hacían idóneo. El 18 de noviembre de 1926 se reunió de nuevo la Junta, acordando presentar a Silvio Huix Miralpeix, del oratorio de San Felipe Neri; a Antonio Cardona, magistral de Ibiza y secretario de cámara; Germán González Oliveros, magistral de Valladolid; Justo Goñi, vicario capitular de Tarazona; Joaquín Ayala, doctoral de Cuenca y José Pellicer, arcipreste de la catedral de Zaragoza. De ellos Tedeschini indicaba el 7 de febrero de 1927 al primado que podía presentar al Gobierno los nombres de Silvio Huix, Antonio Cardona y Justo Goñi. Esta sería la última vez que actuara Reig como presidente de la Junta; la siguiente reunión, tras la muerte del prelado, sería el 28 de enero de 1928, presidida ya por el cardenal Pedro Segura. Tras la caída de Primo de Rivera, la Junta fue suprimida, por decreto del ministro de Gracia y Justicia, José Estrada, el 16 de junio de 1930, con la justificación de que era función del Gobierno volver a la normalidad, y por tanto era preciso restablecer el ejercicio de las disposiciones concordadas en su pleno vigor. Dicha supresión fue duramente criticada por el nuncio, quien en su informe al secretario de Estado, Eugenio Pacelli, alababa el funcionamiento de la misma, pues había servido al mejor ejercicio de las disposiciones concordatarias, sin que, a su juicio, y opuestamente a lo que opinaba el ministro, se hubiera salido de la normalidad en este asunto; Tedeschini creía que se había querido, ante todo, destruir también en esta materia todo vestigio de Primo de Rivera y que en España se volvía a instaurar el régimen de las influencias políticas, con las consiguientes clientelas, prestándose el campo de los beneficios eclesiásticos muy bien a estos fines. No es de extrañar, por tanto, que cuando un año más tarde se proclamara la república, fuera vista por la Santa Sede como una oportunidad inmejorable para la consecución de la ansiada libertad en los nombramientos eclesiásticos españoles.


martes, 16 de agosto de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (VIII)

Las conferencias de Metropolitanos

Uno de los principales problemas de la Iglesia en España había sido su profunda división a lo largo del siglo XIX. A pesar de las reiteradas llamadas a la unidad por parte de los romanos pontífices, estas divisiones seguían (y seguirían por mucho tiempo), reinando en la Iglesia española. Se echaba en falta una mayor coordinación entre los diferentes obispos, tanto a la hora de afrontar retos pastorales como a la de lograr ayudas económicas. Asimismo se sentía que la falta de criterio en el episcopado era la causa del entorpecimiento que tenía la acción religiosa y social en España, mientras que la falta de comunicación y de acuerdo hacía que se quedaran sin resolver cuestiones de gran interés para la Iglesia. El nuncio Tedeschini observaba que los obispos, en el gobierno de las diócesis, estaban aislados e indiferentes entre sí, no teniendo otro elemento común que las disposiciones genéricas de la Santa Sede, que cada uno interpretaba, aplicaba y seguía como mejor creía; por otro lado, las conferencias provinciales, que según el canon 292 del Código de Derecho Canónico, debían celebrarse cada cinco años, no se hacían con la debida regularidad. Dada la situación en la que se encontraba la Iglesia en España, Tedeschini consideró necesario poner en marcha reuniones periódicas de los obispos, pero antes, quiso escuchar la opinión de algunos, especialmente al obispo de Plasencia, al cardenal de Tarragona y al arzobispo de Valencia, Reig, promovido a la sede primacial de Toledo. En la carta a Reig, fechada el 22 de junio de 1922, el nuncio, tras señalar la suma conveniencia de la realización de dichas reuniones, excusándose de que era nuevo en España, le pedía, de modo confidencial, que le informara sobre cual era la costumbre existente en el país, es decir, si los obispos españoles celebraban cada año las conferencias y si estas eran provinciales, de todos los sufragáneos con el metropolitano y nacionales, de todos los metropolitanos con el primado; en el caso de que ya se celebraran, rogaba al arzobispo que le indicara qué modificaciones creía conveniente y si no se realizaban, si creía oportuno que la Santa Sede diera las disposiciones pertinentes.
El obispo de Plasencia, Ángel Regueras, respondió mediante un informe, fechado el 19 de junio de 1922, en el que señalaba las ventajas, en orden a la defensa de acerbo religioso español, de la acción colectiva, reforzado por el hecho de tener un orden legal común que regulaba las relaciones con el Estado, concretado en el Concordato; asimismo, a su juicio, esta actuación colectiva podría producir bienes en el orden económico, de cara a regular de forma más justa la distribución de las ayudas estatales y en el terreno de los arreglos parroquiales, en orden a la erección de parroquias y reorganización eclesiástica, que requerían un plan uniforme, meditado y resuelto, pudiéndose aplicar lo mismo al terreno de la acción católica y social. Otro informe recibido señalaba que la falta de unidad de criterio en el episcopado había entorpecido el desarrollo de la acción religiosa y social en España, mientras que la falta de comunicación y acuerdo, había sido la causa de que se quedaran sin resolver cuestiones de gran interés para la Iglesia, de modo que tanto las conferencias provinciales, en las que se reunieran los obispos de la provincia eclesiástica bajo la presidencia de su metropolitano, como las interprovinciales, de los metropolitanos presididos por el primado, darían resultados positivos.
El 8 de julio enviaba su respuesta monseñor Reig. En ella manifestaba que siempre había considerado estas conferencias muy a propósito para unificar la acción, coordinar los criterios y esfuerzos y dar más eficacia a la labor del episcopado, en unión con la Santa Sede; asimismo, informaba que en España nunca se habían celebrado conferencias episcopales de carácter nacional, mientras que las de metropolitanos con sus sufragáneos, le parecía que se celebraban cada cinco años. Reig consideraba que las reuniones de los metropolitanos con el primado, en su opinión necesarias, tendrían que tener la sanción, consejo o mandato de la Santa Sede, quien podría fijar las normas a las que debería sujetarse, normas que, según él, se concretarían en un requerimiento previo a los metropolitanos para que indicaran los puntos que convendría tratar; la redacción del cuestionario y presentación del mismo a la aprobación del nuncio; el envío del cuestionario a cada uno de los metropolitanos, quienes podrían consultar a alguno de sus sufragáneos; la designación, una vez recibidas las contestaciones de los metropolitanos, de ponentes que formularan las conclusiones prácticas para cada una de las cuestiones; la redacción del acta correspondiente, de la que se daría cuenta a la Santa Sede.
Recabadas estas informaciones, Tedeschini escribió el 13 de julio al cardenal Gasparri, secretario de Estado, informándole del proyecto. Argüía la necesidad de instaurar las conferencias por una parte para superar la desconexión y falta de coordinación existente entre el episcopado, pero por otra para poder afrontar los problemas de la institución eclesiástica, comenzando por el clero, del que afirmaba no era un misterio “la miseria, la indisciplina, la insubordinazione nel basso clero”, el descuido de la cura de almas, especialmente la parroquial, a lo que añadía la situación de los seminarios, necesitados de reformas radicales en sus reglamentos disciplinarios y en sus planes de estudio. Asimismo destacaba la pobre existencia de la Acción Católica y la situación moribunda del movimiento social. Por todo ello creía necesario que los obispos se reunieran en conferencias periódicas para afrontar los problemas prácticos más urgentes, tanto de orden religioso como social. La respuesta de Secretaría de Estado, el 20 de agosto, recordaba lo prescrito en el canon 292, e indicaba el modo en que había de realizarse, e incluso preveía que, en caso de que el metropolitano no demostrara interés en las conferencias, se celebrarían encomendando la nunciatura su realización a cualquier obispo.
Aún sin haber tomado posesión de la sede toledana, Reig se puso manos a la obra y convocó a los metropolitanos a una reunión en Madrid, en el Palacio de Cruzada, perteneciente al arzobispo de Toledo como comisario de la bula de Cruzada, el 4 de febrero de 1923; en dicha convocatoria les pedía que le enviaran una indicación de los asuntos que creyeran debían ser objeto de deliberación, a la vez que les adjuntaba algunos puntos que habrían de tratar. Reig llegó a Madrid el 3 de febrero y el día siguiente, domingo, se reunió con el nuncio para tratar varios asuntos. Ese día se inauguraron las conferencias, prolongándose la reunión hasta el día 7, tratando numerosos temas, entre los que destacaron el relativo a la Institución Libre de Enseñanza y el modo de combatir su influencia, así como la oposición del episcopado a la reforma del artículo 11 de la Constitución. Otros puntos destacados fueron el establecimiento de reuniones anuales de los obispos sufragáneos con el metropolitano y semestrales entre estos; la cuestión de la contribución territorial de las comunidades religiosas; la selección de los candidatos al episcopado. Ante los metropolitanos se presentaron los directores de El Siglo Futuro, Manuel Senante, de El Universo, Rufino Blanco y de El Debate, Ángel Herrera, a los que Reig, como primado, les exhortó a la unión y les expuso el deseo de los metropolitanos de que todos los periódicos católicos practicasen reunidos en una sola tanda los Ejercicios Espirituales y el propósito del episcopado de adquirir una amplia casa con el objeto de alquilarla a los diarios católicos.
A partir de esta primera reunión, las conferencias de metropolitanos se convertirían, hasta la creación de la Conferencia Episcopal Española tras el concilio Vaticano II, en el principal órgano de coordinación de la Iglesia en España. La siguiente conferencia, en cumplimiento de lo estipulado, se reunió en Madrid entre los días 12 y 16 de diciembre de 1923. La capital del reino sería el lugar habitual de celebración, aunque alguna, como la de los días 21 al 23 de octubre de 1926, se realizó en el palacio arzobispal de Toledo. Por otro lado Reig reunió también la conferencia de los obispos de la provincia eclesiástica. En la que tuvo lugar del 22 al 24 de octubre de 1923, se analizaron las condiciones de la vida eclesiástica y diocesana y se decidió que el cardenal primado presentara al presidente del Directorio militar, Primo de Rivera, una petición en la que se solicitaba que la reforma escolar se hiciera sobre la base de la educación católica y se salvaran los derechos de la autoridad eclesiástica sobre todos los centros escolares en lo que atañese a la religión y la moral; que se estableciese un fondo para la jubilación de los párrocos; que se aumentase la dotación para el culto; por último, se lanzó la idea de celebrar un concilio provincial para el año 1926, centenario de la catedral de Toledo.
En 1926 los metropolitanos españoles, al finalizar la conferencia celebrada entre el 28 y el 30 de abril, publicarían su primera pastoral colectiva, sobre la inmodestia de las costumbres públicas. En la misma conferencia acordaron, en vista de la expulsión de sacerdotes y religiosos españoles realizada en México, dirigir una carta al episcopado mexicano protestando de la situación creada a la Iglesia y de las medidas tomadas contra sus ministros.
En 1927 se planteo la cuestión de dar mayor impulso a las conferencias regionales, tras el encargo que hizo el papa Pío XI a las Congregaciones Consistorial, de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios y del Concilio de estudiar el asunto; en España, el nuncio consultó a los diferentes obispos un proyecto que agrupara a los prelados por zonas, reuniéndoles no una sino dos o más veces según las exigencias de cada región. Se trataba de crear un marco más amplio que el de las provincias eclesiásticas y con más participación que el ámbito restringido de las reuniones de los metropolitanos. Sin embargo diversas dificultades impidieron su concreción, entre ellas la opinión adversa del cardenal Segura, sucesor de Reig en Toledo, de modo que, en 1929, la Santa Sede decidió que se siguiera con el sistema de reunión de los metropolitanos, si bien precedida por la de estos con sus sufragáneos, de modo que se pudiera recoger el sentir del episcopado y hacerse eco del mismo en la reunión de metropolitanos.
La última conferencia a la que asistió Reig fue la celebrada en Toledo, en el palacio arzobispal, los días 21 al 23 de noviembre de 1926. La siguiente, en mayo de 1927, ya con el primado enfermo, fue presidida en Madrid por el cardenal arzobispo de Tarragona, Francisco Vidal y Barraquer. Al propio Vidal le correspondería la presidencia en la celebrada el 9 de octubre de ese mismo año, la primera tras la muerte del primado.



viernes, 12 de agosto de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (VII)

Promotor de la Acción Católica

El 29 de julio de 1923, al poco tiempo de tomar posesión de la archidiócesis, el nuncio Tedeschini escribía al cardenal Reig para comunicarle que la Santa Sede le confiaba, como a sus predecesores los cardenales Aguirre y Guisasola, la dirección general de la Acción Católica en España, destacando cómo era deseo del papa que el cardenal procurara la unión de todos los católicos en organizaciones poderosas, sobre la base de la organización eclesiástica, parroquia, diócesis, provincia, primado; de modo que todas estuvieran ligadas entre sí y dependientes todas del episcopado, e indicando, de modo especial, que era deseo del Santo Padre que se quitara el dualismo existente en la dirección de la Acción Católica femenina, pues, como el propio Tedeschini había manifestado a Reig, la Santa Sede juzgaba tan urgente la unificación de las organizaciones femeninas que había dado al nuncio encargo de proceder a realizarla, aunque Tedeschini creyó oportuno esperar a la toma de posesión del primado, y que este asumiera dicha reorganización e unificación, que no debería ser destrucción de los organismos existentes, sino fusión de los dos centros directivos nacionales en un centro único. ¿Qué se trataba de unificar? Por un lado estaba la Acción Católica de la Mujer, fundada por el cardenal Guisasola en 1919, y por otro, la Unión de Damas del Sagrado Corazón. En realidad, ambas eran, en la práctica, una reunión de señoras nobles, cuyo campo de actuación práctico era muy limitado; en concreto, la Acción Católica de la Mujer sería definida, pocos años más tarde por Tedeschini, como una institución aristocrática, áulica, académica, patriótica y “specialmente incompetente”, en la que sus miembros no sabían qué era propiamente la Acción Católica, ni qué era el pueblo, mientras que la Unión de Damas no hacía nada, viviendo del amor propio, de rivalidades entre sus miembros y del enfrentamiento con la Acción Católica. Ambas asociaciones habían comenzado una lucha entre sí, que la Santa Sede quiso resolver con la fusión de las mismas. El cardenal Almaraz había sido favorable a la idea, pero su fallecimiento le impidió llevarla a cabo; Reig, por su parte, también se había mostrado de acuerdo con la fusión, pero al llegar a Toledo comenzó a dudar, tal vez por no quererse enfrentar a las aristócratas que desde la dirección de la Acción Católica de la Mujer no querían ceder ante las disposiciones de Roma, mientras que la Unión de Damas sí estaba dispuesta a ello, de modo que el problema no se resolvería durante su pontificado. No sería hasta 1934, en un contexto totalmente distinto, cuando se produciría la fusión.
En enero de 1925 cardenal aprobó expresamente la circular que la Junta Central de Acción Católica hizo pública, protestando contra lo que definían como “conatos revolucionarios y venenosas calumnias” contra España y contra el rey, en la que, además, se pedía que todos los católicos manifestaran su amor a la patria y al rey dirigiéndole el 23 de enero, día del rey, al ser la fiesta de su santo patrón, san Ildefonso, mensajes, telegramas o tarjetas, además de que se iniciase una colecta nacional para levantar en el cerro de los Ángeles una estatua que perpetuara el momento de la consagración de España al Sagrado Corazón; este último proyecto había contado con la aprobación explícita del cardenal primado, el cual se dirigió a sus diocesanos, pidiendo que todos los fieles de la archidiócesis, especialmente las entidades católicas, hermandades y congregaciones, secundaran con entusiasmo estas iniciativas y aportaran su donativo, abriendo él mismo la suscripción con la cantidad de 500 pesetas.
Tras la celebración del Congreso Eucarístico en Toledo, en  el cardenal Reig promulgó el 31 de octubre de 1926, fiesta de Cristo Rey, Los Principios y Bases de reorganización de la Acción Católica. De este modo secundaba el impulso dado por el papa Pío XI a la misma; el pontífice había definido la naturaleza, funciones, fines y medios de la misma, como medio para que los seglares cooperasen en la renovación de la sociedad. Al mismo tiempo cumplía con el encargo recibido en 1923 de dirigir, como habían hecho sus inmediatos antecesores, Aguirre, Guisasola y Almaraz, la Acción Social Católica en España.

En efecto, el 19 de julio de 1923 el cardenal secretario de Estado, Pietro Gasparri se dirigió, en nombre del papa Pío XI, al cardenal Reig para comunicarle que el sumo pontífice le confiaba la dirección general de toda la Acción Social en el reino de España, confiándole las mismas facultades y atribuciones con las que había investido a su predecesor, el cardenal Enrique Almaraz y Santos. Éste apenas pudo hacer nada, ya que falleció al poco tiempo de posesionarse de la sede primada, tras un fecundo pontificado en Palencia y Sevilla. Reig no quiso dar inmediatamente publicidad al documento, sino que antes prefirió recibir impresiones para confirmar o rectificar el juicio que tenía sobre la Acción Católica en España. Por ello hasta el 26 de febrero de 1924 no firmó la carta pastoral en la hacía público el nombramiento, a la vez que señalaba los puntos principales referentes al ser y al actuar de la Acción Católica. Para el primado lo importante de la misma era lograr la unidad orgánica de las diversas actividades, destacando el gran interés que el papa Pío XI tenía en su promoción, como había manifestado repetidamente, tanto en la encíclica Ubi arcano Dei, como en otras alocuciones. Reig destacaba la necesidad de la confesionalidad de las obras promovidas por católicos, de modo especial las obreras, manifestando su tristeza ante la campaña de neutralidad religiosa en el campo de la sindicación de los obreros, campaña que a su juicio no cesaba, por lo que volvía a insistir en el tema, amenazando con tomar medidas severas; basándose en la doctrina pontificia insistía en el carácter pacífico y religioso que las corporaciones obreras debían de tener. A su juicio, la base necesaria de la Acción Católica, al ser un verdadero apostolado, era la abnegación, y junto a ella era preciso acudir a la comunión frecuente. A la hora de denunciar las actuaciones defectuosas en el terreno de la Acción Católica, el cardenal ponía en primer lugar la de aquellos que combatían la confesionalidad o prescindían de ella; junto a ella, veía como peligro el afán de importar teorías y procedimientos del extranjero; recomendaba evitar dar carácter político o personal a la obras emprendidas, pues lo primero alejaría cooperaciones y comprometería a la Iglesia, mientras lo segundo las haría pequeñas o estériles. Reig insistía, además, en la necesidad de una buena preparación y competencia, llegando incluso a definir la falta de esta como auténtica falta de honradez. El cardenal consideraba que, de todas las necesidades del momento, la de la organización de las fuerzas católicas era la más urgente, pues en la medida en que estas, en lugar de actuar separadas, se unieran, crecerían en fuerza, por lo que sentía el deber de promover la coordinación de las diversas obras; a dicho fin estarían encaminados una serie de Congresos previstos, como el de la Prensa Católica. El prelado era consciente de la necesidad de un organismo superior, como el constituido en Italia, en el que estuvieran representados todos los sectores de la Acción Católica, y aunque en España ya existía la Junta Central de Acción Católica, procuraría darle nueva forma. Por último, Reig concluía invitando a los católicos a la oración y a la acción, unidos y disciplinados, destacando cómo cada día aparecía más patente a los seglares conscientes la necesidad, en términos de la época, de asociarse al apostolado de los sacerdotes, cundiendo la convicción de que todos los fieles debían prestar a las diversas obras una ayuda personal y efectiva.
La preocupación social del primado no era nueva, sino que arrancaba de sus años de colaboración con el cardenal Sancha, cuando desempeñaba la cátedra de Sociología en el seminario, y se había plasmado de un modo particular durante su pontificado en una diócesis de gran problemática social como era Barcelona, donde escribió dos cartas pastorales en las que abordaba la cuestión social, y había promovido Acción Popular, heredera de la decapitada Acción Social Popular del jesuita Gabriel Palau, de la que formaban parte algunos antiguos colaboradores del mismo, así como la plana mayor del catolicismo social español, como Severino Aznar o Comillas. Confió, además, en un joven sacerdote, llamado con el tiempo a sucederle en Toledo, Enrique Pla y Deniel, fundador del Patronato Obrero de Pueblo Nuevo y director de las revistas Reseña Eclesiástica y Anuario Social.
Estas Bases, que plasman el modelo de Acción Católica de Pío XI,  hay que situarlas en el contexto  de la dictadura primoriverista, que, al contrario de lo que ocurría con la Acción Católica italiana, permitía el desarrollo de las obras confesionales e invitaba a instalarse en un régimen de cristiandad, al mismo tiempo que era patente el peso de la tesis integrista frente a la posibilista dentro del catolicismo español. Aunque fue el primado quien las promulgó, habían sido elaboradas por el jesuita Sisinio Nevares; ambos eran partidarios de la confesionalidad inequívoca de las obras católicas, de modo que las Bases de 1926 dedicaron una parte importante de sus principios a justificar dicha confesionalidad explícita, considerando inviable el sindicato “neutro” profesional, advirtiendo severamente a los partidarios del mismo.
De las Bases debería nacer un proceso organizativo capaz de reunir desde el punto de vista jerárquico todo el movimiento católico español; se multiplicaron las pastorales de los prelados acerca de la Acción Católica con el fin de implantar Juntas en cada diócesis, pastorales en las que aparecía explícita la estrecha unión entre el desarrollo de la Acción Católica y la instauración del Reinado social de Cristo, exaltando, además, muchos prelados el carácter de la Acción Católica como baluarte frente al socialismo y al comunismo. Se buscaba asentar los cimientos de una organización sólida, que pudiera convertirse en artífice de la coordinación entre las diversas obras católicas, de tal modo que los principios de las Bases imponían a la Acción Católica un esquema de funcionamiento jerárquico y centralizado, impulsando la consolidación de juntas parroquiales dependientes de las diocesanas, y estas, a su vez, de la Junta Central.
El 14 de enero de 1927, Reig escribía una circular sobre la ayuda y cooperación económica con la Acción Católica, poniendo como ejemplo el donativo que recibió de 15.000 pesetas de María Lázaro, de la Acción Católica Femenina, y las 1000 enviadas por el marqués de Castejón.
En este marco de renovación de la Acción Católica se creó la Federación de Estudiantes Católicos, formada por asociaciones de estudiantes de las diferentes facultades universitarias; Reig encomendó a uno de sus colaboradores más directos, el valenciano Hernán Cortés Pastor, la consiliaría de la Asociación de Jóvenes Católicos de España y más tarde le nombró vicesecretario general de la Acción Católica. Cortés se dedicó intensamente a esta actividad, recorriendo pueblos y ciudades para dar conferencias, dirigir círculos de estudio y predicar.
En 1927, pocos meses antes de fallecer, el cardenal establecía en la archidiócesis la Asociación Católica de Padres del Familia. El 19 de marzo, día de San José, y bajo la presidencia del prelado, se realizaba la inauguración. Las cuatro secciones que la integraban comenzaron los trabajos de propaganda en la capital. Entre los objetivos estaban la extirpación de la blasfemia y el lenguaje soez; la represión de la pornografía; velar por la moralidad de los festejos públicos y vigilar acerca de la formación intelectual de los jóvenes. La dirección espiritual de la Asociación fue encomendada al capellán de Reyes Nuevos, Benito López de las Hazas, como consiliario, siendo nombrado viceconsiliario el profesor del seminario, José de Dueñas.
La muerte del cardenal impidió que pudiera desarrollar plenamente las Bases, tarea que correspondería, iniciando una etapa claramente integrista, a su sucesor, el cardenal Pedro Segura.