miércoles, 19 de diciembre de 2018

Feliciano Montero García. In memoriam

Esta tarde, en torno a las 19 horas, fallecía en la Fundación Jiménez Díaz el profesor Feliciano Montero. Profesor, pero, ante todo y sobre todo, aunque él no quería que se le llamase así, maestro.  Y lo ha sido. Un gran maestro. La aportación del profesor Montero a la renovación de la historiografía española, con la introducción del concepto de Movimiento Católico, tomado de la historiografía italiana, así como del modelo francés de cara abordar el estudio del catolicismo español ha abierto líneas investigadoras muy fecundas y novedosas. Hace poco, aunque él no pudo asistir, dada la enfermedad que le minaba, pudimos participar en el reconocimiento público a dicho magisterio, en el acto celebrado en la UNED y presidido por el Secretario de Estado de Educación, Alejandro Tiana.

El 17 de junio se le entregaba a Feliciano, por sorpresa, el libro homenaje
Pero en este momento de humana tristeza, hay algo mucho más importante de la personalidad del profesor Montero que quiero destacar. Y es que era una persona buena, capaz de aglutinar e integrar gente de las más diversas tendencias, desde el respeto y el aliento. Creo que en nuestro mundo estamos demasiado escasos de personas así, que irradian bondad y hacen el bien. Feliciano, además de maestro, ha sido, para muchos historiadores que hemos tenido la suerte de compartir con él trabajos y proyectos, amigo generoso. En él creo que se han realizado plenamente las palabras del libro de la Sabiduría "Aprendí la sabiduría sin malicia, la reparto sin envidia y no me guardo sus riquezas" (Sb 7, 13). Sin duda, la semilla sembrada por su fecundo magisterio, dará fruto bueno y abundante. Por eso, en el momento de la despedida, que para un creyente (y Feliciano, que en su juventud fue militante de la JEC, lo era), no es sino un  hasta luego, no quiero sino agradecer profundamente su amistad y su magisterio. Por eso concluyo con unos versos de otro gran creyente, José Luis Martín Descalzo, en los que, al final de su también larga y dolorosa enfermedad, atisbaba el encuentro definitivo con Aquel que es la plenitud:

Morir sólo es morir. Morir se acaba. 
Morir es una hoguera fugitiva. 
Es cruzar una puerta a la deriva 
y encontrar lo que tanto se buscaba

Gracias, maestro y amigo



miércoles, 12 de diciembre de 2018

De la Historia Eclesiástica a la Historia Religiosa. Estudios en homenaje al profesor Feliciano Montero García

Comparto la reseña que he escrito en la revista Toletana sobre el libro homenaje a Feliciano Montero



DE LA CUEVA MERINO, Julio et ál. : De la Historia Eclesiástica a la Historia Religiosa. Estudios en homenaje al profesor Feliciano Montero García, Universidad de Alcalá. Servicio de Publicaciones, Alcalá de Henares 2018, 708 pp., ISBN 978-84-16978-66-3

Uno de los ámbitos que la historiografía española ha tenido durante las últimas décadas más abandonado ha sido el de la historia religiosa, en gran parte debido a una serie de prejuicios e incomprensiones, además del hecho de que ésta, en España, ha sido tradicionalmente un campo reservado a los historiadores eclesiásticos. Sin embargo, mirando a la producción histórica realizada en nuestro espacio cultural más cercano, sea Francia, Italia o Portugal, esta laguna no dejaba de ser una anomalía, dado que en estos países hay una tradición muy consolidada sobre dicha temática, con producciones de excelente calidad. Afortunadamente este desfase se ha venido corrigiendo poco a poco, a pesar de estar aún lejos de haber logrado la plena homogenización con nuestro entorno historiográfico, gracias a una serie de excelentes tesis y trabajos que se han venido publicando últimamente, así como a diversas líneas de investigación abiertas en este campo. Y, en gran medida, tras este esperanzador resurgimiento, ha estado una persona, el profesor Feliciano Montero García, cuya obra ha supuesto una profunda renovación dentro del panorama de la Historia Contemporánea en España, marcada por la evolución, que da título a la obra que comentamos, desde una tradicional Historia eclesiástica hasta una novedosa Historia religiosa.



Es difícil ponderar la importancia que ha tenido el profesor Montero en dicha evolución. Nacido en 1948 en el pueblo cacereño de Guijo de Granadilla, se formó en Salamanca, en cuya Universidad se licenció en Filosofía y Letras, al mismo tiempo que participaba activamente en la militancia juvenil católica, en la JEC, durante aquellos difíciles años de la crisis de Acción Católica, heredando, según sus propias palabras, “una tradición de compromiso cristiano social”. Integrado en Madrid, a partir de 1975, en el departamento de Historia de la naciente UNED, defendió en 1980 su tesis doctoral en la Universidad de Salamanca, con un trabajo titulado Reformismo conservador y catolicismo social en la España de la Restauración, 1890-1900”, dirigido por María Dolores Gómez Molleda. En 1995 ganó la cátedra de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá. A partir de este momento se convirtió en impulsor de sucesivos proyectos de investigación, en torno al conflicto entre catolicismo y secularización en España, al mismo tiempo que dio a luz varias obras sobre el Movimiento Católico en España, concepto que tomó de la historiografía italiana, y que aplicó en España con gran fruto. Creó y dirigió el grupo de investigación “Catolicismo y laicismo en la España del siglo XX”, que comenzó a reunir anualmente en Alcalá de Henares un amplio y diverso grupo de investigadores. Asimismo, a partir de 2017, puso en marcha otro proyecto, largamente acariciado, la Asociación Española de Historia Religiosa Contemporánea (AEHRC), que desde su constitución ese año en el Colegio Mayor Mendel de Madrid ha venido realizando en el mismo centro una serie de seminarios y encuentros que han continuado la tradición de los realizados en Alcalá de Henares. El interés por el estudio del catolicismo español le llegó por el conocimiento de la historiografía francesa, que en este campo venía realizando trabajos muy novedosos, así como la impresión que dejó en él la constatación de la existencia en Francia de una potente historiografía religiosa moderna y contemporánea, agrupada en la red de investigación “El Greco 2”, que poseía un amplio programa de estudios, desde una perspectiva no confesional y con una metodología social y cultural, que había trasladado a la historia religiosa el programa de historia “total” de la Escuela de Annales. A partir de ahí su reto y su “utopía historiográfica”, como él mismo la definió, fue el trasladar el modelo francés a España. Desde la perspectiva de 2018 podemos afirmar que, si bien queda aún mucho por hacer en este campo, se han logrado grandes y prometedores avances, que auguran una fructuosa renovación del modo de afrontar la historia religiosa en España, con nuevos temas que dilatan el horizonte, no reducido ya al exclusivo campo del catolicismo, al mismo tiempo que abordan el estudio de éste con una renovada metodología.

Feliciano Montero García
Todo ello ha llevado a la realización de un merecido homenaje al profesor Montero, en la Facultad de Humanidades de la UNED, el 22 de noviembre de 2018, presidido por el Secretario de Estado de Educación, Alejandro Tiana, en el marco del cual se presentó el libro que estamos comentando. En dicho homenaje intervinieron también los profesores Abdón Mateos, Antonio Moral Roncal y Julio de la Cueva, siendo moderado por Luis Gutiérrez Martínez-Conde. Participó un nutrido grupo de amigos, compañeros y discípulos, que quisieron, de este modo, manifestar su cariño y agradecimiento.
La obra que presentamos no sólo pretendía ser un homenaje al profesor Montero, sino que también quería ofrecer nuevos estudios relacionados con los intereses historiográficos del mismo, sirviendo de aportación a la renovación de la historia religiosa en España. En ese sentido se convierte en un estupendo complemento de otra obra, publicada recientemente, coordinada por el profesor Montero, La historia religiosa en la España contemporánea. Balance y perspectivas, fruto del Encuentro Internacional sobre la Historia Religiosa en la España Contemporánea, celebrado en Alcalá de Henares en abril de 2015, que supuso una actualización de todo lo que se venía trabajando en dicho campo en los últimos años.
Tras una presentación del porqué del libro, el texto se abre con dos trabajos que abordan la figura de Feliciano Montero, en primer lugar una entrevista hecha al mismo por Julio de la Cueva, publicada con anterioridad en la revista Historia del Presente número 30, que dicha revista, amablemente, permitió reproducir; junto a la misma, un texto de la doctora Chiaki Watanabe, que en un tono profundamente personal y humano narra su experiencia con el que define como maestro (un título que muchos reconocen en la figura de Montero, y que él siempre ha preferido eludir, reconociéndose más bien como animador de múltiples iniciativas, compañero y amigo de todos los que participan en las mismas)
Luis Martínez Gutiérrez-Conde recoge a continuación toda la bibliografía referida al profesor Montero, en lo que se convierte en una muy útil herramienta de consulta y ayuda para cualquier investigador interesado en el Movimiento Católico y el en catolicismo social español.
El resto del libro se estructura en una serie de capítulos, en los cuales escriben diferentes expertos en los temas agrupados bajo los epígrafes. En primer lugar “La Historia Religiosa Contemporánea comparada e internacional”, con estudios que abarcan desde el mundo de la educación a los casos portugués, argentino o francés; a continuación siguen tres capítulos, ordenados en secuencia cronológica: “Historia Religiosa española: años 1820 a 1930”; “Años treinta: República y Guerra”; “Del primer al segundo franquismo”; “Historia Religiosa española actual: la batalla del postconcilio”. Más de cuarenta colaboradores, españoles y de otras nacionalidades, de perfiles muy distintos, expresan gráficamente la impronta que la figura de Feliciano Montero ha dejado en el marco de la historiografía española contemporánea. Una diversidad que refleja otra de las grandes cualidades del profesor Montero, la de haber sabido aglutinar diferentes tendencias y sensibilidades, siempre en un marco de respeto mutuo y diálogo que no siempre están presentes en el ámbito académico.
Se trata, pues, de una obra muy amplia, marcada por los sentimientos de gratitud al profesor Feliciano Montero, pero que ha tratado de ser, al mismo tiempo, rigurosa y exigente. Obviamente tiene los defectos propios de estas obras de conjunto, que suelen ser desiguales, pero esto mismo se convierte en una manifestación caleidoscópica de los distintos intereses investigadores de sus autores, en una esperanzadora diversidad temática que augura que la labor comenzada por el profesor Montero de frutos abundantes y renovadores dentro del ámbito historiográfico español, ya plenamente enraizado en los parámetros de una actualizada historia religiosa de España.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Juan de Ávila. Entre nobleza y santidad como identidad personal

Comparto el texto de la ponencia que impartí en la V Jornada Internacional “La idea de nobleza en la Edad Moderna”, organizada por la Universidad Rey Juan Carlos, y celebrada en Madrid el 8 de noviembre de 2018.

Podemos afirmar que, junto a la nobleza de sangre existe otra nobleza, la del espíritu, que fue muy cultivada en la España del siglo XVI. Toda una miríada de figuras de primera categoría jalonan los reinados del César Carlos y de Felipe II: Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Pedro de Alcántara, Juan de Dios, Juan de Rivera, Tomás de Villanueva, Alonso de Orozco, Francisco de Borja (en el que se enlaza ambos tipos de nobleza), etc., amén de otras figuras que, sin estar en el canon de los santos, alcanzan los primeros puestos en el campo de la espiritualidad. Sin embargo, este conjunto de santos portentosos no surgen de la nada; son los herederos directos de la profunda renovación que en la Iglesia castellana realizaron el cardenal Cisneros y la reina Isabel. Y entre ambos, como sarmiento que transmite la savia potente de la reforma cisneriana para que fructifique en el racimo de la gran espiritualidad del XVI está la figura potente y fascinante de Juan de Ávila.

San Juan de Ávila (Catedral de Córdoba)
Sus raíces están en la pequeña nobleza que, en este caso sí, a la honra unía, en su pueblo natal de Almodóvar del Campo, tierras del arzobispado de Toledo, la riqueza material, junto a una profunda vida cristiana. Su madre era de linaje hidalgo, aunque su padre, cristiano nuevo, tenía antecedentes conversos. Nacido en torno a 1500, en el año de gracia de 1513 lo encontramos en Salamanca, estudiando Derecho. Allí se dedicó cuatro años a “las negras letras”, como los definió, hasta que regresó a su casa a llevar una vida retirada. Entre 1520 y 1526 estudió, en la flamante y renovadora Universidad cisneriana de Alcalá Artes y Teología, teniendo por maestro a Domingo de Soto, y entablando amistad con el futuro arzobispo de Granada, Pedro Guerrero. En el ambiente erasmista de Alcalá1, Juan pudo impregnarse de la ideas renovadoras de Erasmo, defensoras de una espiritualidad interior y de una auténtica reforma de la Iglesia. En 1526 se ordenó sacerdote, y tras vender su hacienda, se ofreció para ir a evangelizar a tierras de América. Sin embargo, por consejo del arzobispo de Sevilla, Alonso Manrique, convirtió Andalucía en sus Indias, dedicándose, a partir de ese momento, a la predicación y a misionar por el sur de España.
Denunciado en 1531 a la Inquisición, “por doctrina sospechosa”, fue detenido, pero tanto la defensa que él mismo realizó, como su vida en la cárcel y los numerosos testimonios que aportaron en su favor, le logró la absolución. Durante este periodo esbozó la que sería su gran obra, Audi filia, un tratado sobre la perfección cristiana, junto a una introducción y traducción de la Imitación de Cristo. A partir de 1535 se estableció, invitado por el obispo fray Juan Álvarez de Toledo, en la diócesis de Córdoba. Se encargó de la formación del clero, con la creación de dos centros de estudio; explicaba al pueblo la escritura y organizó misiones populares por Andalucía, Extremadura y parte de La Mancha. Recorrió las principales ciudades de Andalucía, convirtiendo en Granada al futuro san Juan de Dios, y ayudando en su transformación individual al duque de Gandía, Francisco de Borja.
En torno a él se formó un grupo de discípulos, y con esta ayuda, Juan se dedicó a fundar colegios para educar a los jóvenes y seminarios para clérigos. De aquí surgieron la Universidad de Baeza, y los colegios mayores de Jaén y Córdoba. Sus dos grandes ministerios fueron la predicación y la pluma. Su doctrina, de marcado carácter paulino, ha hecho que fuera declarado por el papa Benedicto XVI doctor de la Iglesia. Gran conocedor de la Sagrada Escritura, de los padres de la Iglesia, de los filósofos escolásticos, así como de los autores de su tiempo. Es autor de obras ascéticas y místicas que alcanzan, en la edición hecha por la BAC entre 2000 y 2003, cuatro volúmenes. Una de sus principales actividades fue la epistolar, que debieron ser millares, por lo que sabemos, aunque no se han conservado todas. Aconsejaba, con una gran penetración psicológica, discernimiento de los espíritus diríamos, a todo tipo de gentes, de los más diversos estados, desde altos prelados a simples monjas, pasando por fundadores como san Ignacio, sacerdotes, religiosos, nobles, señoras, doncellas. Se carteaba con Teresa de Jesús, quien tenía gran interés en que leyera el libro de su Vida. También escribió cartas que excedían lo meramente espiritual, como la enviada al asistente de Sevilla sobre el buen gobierno de la república cristiana. Además de con Teresa, Ávila mantuvo epistolario con san Ignacio, Francisco de Borja, Juan de Dios, Pedro de Alcántara, fray Luis de Granada, quienes se referían a él como “Maestro Ávila”.
Escribió, asimismo numerosos sermones, que abarcan todo tipo de temas. Creó toda una escuela de predicadores, de la que salieron grandes oradores sagrados, como el padre Ramírez, jesuita. Muchos de sus discípulos entraron en la Compañía de Jesús, y él parece que estuvo también planteándoselo, aunque finalmente no se decidió. Muy enfermo, se retiró a Montilla en 1554, permaneciendo allí hasta su muerte en 1569. La influencia de Juan de Ávila se dejó sentir también fuera de España, con sus Memoriales al Concilio de Trento. En dicho Concilio influyó en muchos aspectos, también a través de escritos como el Audi filia, obra pronto traducida al inglés, francés, italiano y alemán. Ya antes, en 1547, el cardenal infante don Enrique de Portugal, arzobispo de Évora, le había pedido sacerdotes para la fundación de un colegio en el que se formasen clérigos que se dedicaran luego a predicar. Su obra serviría de inspiración para la espiritualidad sacerdotal posterior. Modelo de pobreza, renunció a los obispados de Segovia y Granada, así como al capelo cardenalicio que le ofreció Paulo III. Beatificado por León XIII en 1894, Pío XII le declaró patrono del clero diocesano español y Pablo VI le canonizó en 1970.
Juan de Ávila realizó, en sí mismo, todo un ideal de perfección espiritual que le sitúa en un plano de nobleza que no es la de la sangre. Una nobleza que le permitía dar pautas de vida a los nobles de sangre, que buscaban en el Maestro Ávila normas que les llevaran a alcanzar esa perfección espiritual. Muchos señores y damas de la nobleza tenían con él lo que llamaríamos una dirección espiritual, gran parte de ella conservada en su epistolario. Un estudio detenido el mismo desde esta clave nos llevaría, en un aspecto creo poco hollado de la historia de las mentalidades, a conocer cuál era el ideal de perfección espiritual al que aspiraban los nobles castellanos del siglo XVI. Esto es algo que desborda el presente trabajo, necesariamente breve, pero lanzo el reto o la invitación. Pienso que daría de sí para una muy interesante monografía, para una buena tesis doctoral. A modo de muestra, escojo alguna, como la carta 122, dirigida “a una señora de título”, en la que señala “Comience vuestra señoría la guerra del amor padeciendo dolores”; “El ejercicio y el esfuerzo y la gracia sacarán maestra a vuestra señoría si ella no rompe el libro, ni quita los ojos de las letras, ni se hace sorda a la lección que le diere el Maestro”. Otro ejemplo es el sermón que predicó en la toma de velo, al profesar de monja, la condesa de Feria, que la misma remitió después a la emperatriz Isabel; dicho sermón trata sobre el amor eterno que mostró Cristo hacia la Magdalena, convertida en modelo para la condesa: “¿No os parece que la ilustrísima señora condesa ha hecho otro tanto (como María Magdalena)? Dicen algunos que para qué se encierra en un monasterio; qué le faltaba aquí fuera para servir a Dios; para qué era la monjía. ¿Sabéis a qué entra en el monasterio? A fregar, si se lo mandaren; a barrer, si le pareciese a su prelada; a cocinar, si fuere menester; a abajarse, a ser esclava de las otras...” O las dos (número 245 y 246) que dirige al duque de Arcos; en la 246 le insta a superar su afición al juego de la pelota y lo pospusiera para “cumplir con ella, tantas cosas con quien con justísima razón se debe cumplir”; “no querría que vuestra señoría se burlase tanto con Señor tan alto, cuyos juicios son muy para temer a los que no sólo no le aplacan por las ofensas hechas, más las añiden (sic) de nuevo”

1 En 1526 se publica en Alcalá la traducción de la obra de Erasmo Manual del caballero cristiano, en el que se consideraba que las armas del verdadero caballero cristiano eran el conocimiento de la Escritura y la oración mental.

lunes, 3 de septiembre de 2018

De la guerra santa a la "inútil matanza": El catolicismo español y la Gran Guerra (y II)


El episcopado español ante la Gran Guerra
España fue uno de los pocos países europeos que mantuvo la neutralidad durante el conflicto. El gobierno de Eduardo Dato, que coincidió con el desencadenamiento del conflicto, tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, apostó desde el primer momento por la neutralidad. Muchas razones avalaban para ello, no siendo la menor la división existente en el seno de la familia real, con una reina madre, María Cristina de Habsburgo-Lorena, austriaca, y una reina consorte, Victoria Eugenia de Battenberg, inglesa. Sin embargo la guerra suscitó en el país grandes pasiones, que condujeron a una polarización ante el conflicto1. Mientras muchos liberales eran abiertamente partidarios de la Triple Entente, e incluso el conde de Romanones hizo un alegato para entrar en la guerra a su lado, con un artículo que generó gran polémica ("Neutralidades que matan"), en el ámbito conservador, y en el seno de la Iglesia, se tendía a apoyar a los Imperios Centrales. Se dio, por tanto, una mezcla de neutralidad política y beligerancia social, con una opinión pública que repetía la división ideológica o simpatizante de la familia real entre aliadófilos y germanófilos2. Estos pertenecían a unas derechas que englobaban al alto clero, gran parte del Ejército, los terratenientes del cereal y del olivo y algunos miembros de la alta burguesía y de los negocios; los aliadófilos, vinculados a Francia, eran ideológicamente liberales, agrupando a intelectuales (el caso de Manuel Azaña es paradigmático), clases medias urbanas, elementos de la clase obrera, algunos sectores del Ejército y del clero ilustrado, así como financieros e industriales vascos y catalanes.
La neutralidad, por otro lado, tendría unas profundas repercusiones económicas para España, que se benefició de las exportaciones industriales y agrícolas a los contendientes3, lo que conllevaría unas hondas consecuencias sociales y políticas, que se manifestarían en la crisis de 1917. Mientras unos pocos se enriquecieron de modo súbito, las masas populares se vieron afectadas por la subida de los precios, la especulación comercial e industrial o la hipertrofia de las exportaciones. La carestía de la vida, con las secuelas de hambre, agravó el conflicto social, empujando a las clases trabajadoras a un sindicalismo cada vez más violento.
¿Cual fue, más allá de este doble posicionamiento, la actuación de la Iglesia? Partiendo del hecho de que la Iglesia, en sus diversos ámbitos, no ha sido nunca, a pesar de las apariencias, un bloque monolítico, sino que en su seno se albergan realidades muy diversas y, en ocasiones, contradictorias, y a falta de un estudio en profundidad de los posicionamientos de la jerarquía (erróneamente presentados como los de "la Iglesia"), vamos a centrarnos en la figura de quien en aquellos años era la cabeza de la Iglesia en el país, el arzobispo de Toledo y primado de España, el cardenal Victoriano Guisasola y Menéndez4. Una figura que destaca por ser la del miembro del episcopado español más avanzado de su tiempo en la cuestión social5, y que mostró una profunda preocupación por las consecuencias de la guerra.
A principios de 1917, el nuncio Ragonesi, por medio de una carta confidencial al primado, le preguntaba acerca de si no sería oportuno que los obispos españoles invitaran a los fieles a rogar para que Dios conservara a España "el inapreciable beneficio de la paz"6. El cardenal, en su respuesta, aún considerando que era una indicación muy oportuna para hacerla en privado, dados lo susceptibles que estaban los ánimos, creía preferible que no se tocara la cuestión de modo colectivo, para que no se entendiera como un posicionamiento del episcopado, y que se abordara de modo indirecto en las pastorales de Cuaresma, como el se proponía hacer7.
¿Cuál era el problema de fondo para la prudencia del cardenal? Como hemos señalado, la opinión pública española se encontraba muy dividida, y esta división se había ido acentuando, creciendo el belicismo ambiental, por lo que el primado quería evitar que dicho conflicto se avivase.
El 1 de marzo firmaba Guisasola la carta pastoral El Papa y la paz de las Naciones8, con motivo del inicio de la Cuaresma. Dentro del esquema habitual de estas cartas cuaresmales, que incidían en la conversión y en la penitencia, aprovechando un tiempo litúrgico de gracias espirituales, el cardenal se centraba en el conflicto que asolaba Europa, haciendo un análisis de sus raíces más profundas, que en última instancia derivaban del olvido del derecho cristiano en la vida de las naciones, poniendo de relieve la responsabilidad de los hombres de estado que habían conducido a la catástrofe. Guisasola dedicó la mayor parte de la carta a reivindicar el papel del Romano Pontífice en la escena internacional y el poder pacificador que se derivaban de su figura. A pesar de denotar cierta nostalgia del poder temporal del papado, el primado defendía la autoridad del Sumo Pontífice por encima de éste, de modo que, aún sin dominio temporal, visto como garantía de su independencia, el papa seguía ejerciendo una autoridad moral internacional. De este modo se avalaban las intervenciones y llamamientos, ya hemos visto que infructuosas, de Benedicto XV en favor de la paz. El cardenal veía muy difícil, en las circunstancias presentes, la llegada de la paz, pues lo que se buscaba era vencer o morir, la aniquilación del contrario, y en estas circunstancias todos los intentos pacificadores eran inútiles, o sólo lograrían una paz precaria, que acabaría en nuevos conflictos:

"Esta paz satisfaría momentáneamente el orgullo de algún pueblo, pero sería una paz violenta y, por lo tanto, absurda, sin duración posible, como que el vencedor estaría influido por el peligro de una nueva guerra, que prepará el vencido impulsado por el odio y la venganza."
Hay que reconocer la clarividencia del prelado, pues eso fue lo que ocurrió dos años más tarde cuando los vencedores se reunieron en París, y mediante los diversos tratados, sembraron la semilla de nuevos conflictos9. Debido a esa pugna, según el cardenal, sólo habría una paz duradera si se escuchaba la voz del papa, avalada su intervención por una serie de condiciones, entre las que se encontraban su independencia moral, su libertad de espíritu y su desinterés. Advertía que rechazar a la Iglesia en la construcción de la paz era seguir fomentando la discordia y la guerra. Para el establecimiento de la paz duradera era preciso, y aquí entroncaba con la temática cuaresmal, la conversión, la perfección interior de los hombres y el triunfo de Jesucristo en la sociedad.
Poco después el cardenal emprendía viaje a Roma para la realización de la visita ad limina10. Allí pudo comprobar la preocupación del papa sobre la guerra, como expresó a su regreso a Toledo en la alocución pastoral que dirigió a los fieles de la archidiócesis11. El primado afirmaba que

"El azote de la guerra abruma el corazón del Papa, que, olvidado de sí mismo y de su triste situación, lanza su dolorida mirada por toda Europa, hoy devastada y en ruinas, y llora sin consuelo al ver cómo crece la hecatombe"

El cardenal exhortaba a los fieles a seguir orando por la paz, y recordaba las diversas intervenciones de Benedicto XV en favor de la paz, su grito que era el de la justicia y del derecho que amparaba el honor de todos los beligerantes, a la vez que trazaba las bases sobre las que se podría construir el equilibrio de las naciones. Como la solución al conflicto sólo podía provenir de la vuelta a Cristo, a su divino Corazón, dispuso que en todas las iglesias de la archidiócesis se celebraran cultos al Sagrado Corazón de Jesús pidiendo la paz. Asimismo pedía que se rezara a María, con el título de Reina de la Paz, para que España se mantuviera en una situación de neutralidad, a la vez que se alejaran los peligros de orden interior que amenazaban la estabilidad del país.
Guisasola hizo reproducir en el Boletín de la diócesis el documento de Benedicto XV a los jefes de los pueblos beligerantes12. El cardenal no la comentó, si bien, en su exhortación de octubre, sobre el mes del Rosario, al instar al rezo del mismo, señalando que se hiciera por la paz, evocaba el lenguaje del mismo, al denominar al conflicto "sangrienta carnicería"13. De "carnicería humana" volvió a definirlo en la invitación pastoral que escribió con motivo del día de la Inmaculada14, en la que mandó se hicieran rogativas públicas tras la misa mayor del día, por las necesidades "gravísimas...de Europa y las de España".
No dejaba de preocupar a Guisasola el terrible conflicto que seguía, tras casi cuatro años de guerra, asolando Europa. Por ello, el 5 de febrero de 1918 enviaba una carta reservada al nuncio, en al que le pedía su parecer acerca de un proyecto que tenía de enviar a los obispos de las naciones beligerantes una nota del episcopado español solicitando su colaboración para apresurar la paz15. El cardenal lamentaba la ineficacia de la Nota que el papa Benedicto XV había dirigido a los jefes de las naciones beligerantes, en la que el papa hacía referencia al conflicto como "inutile strage" señalando la actuación de los aliados para inutilizar dicha intervención pontificia. Siendo España un país neutral, el episcopado español podría hacer un llamamiento que fuera secundado por las más prestigiosas entidades católicas y pudiera promover un movimiento mundial en pro de la paz. Ragonesi, inmediatamente, informó de ello al cardenal Gasparri, tras responder al cardenal que su generosa idea debía ser muy estudiada, y preguntaba si podría insinuarle confidencialmente al primado que tratase de realizarlo, por su cuenta, con las máximas cautelas16. Gasparri respondió el 11 de febrero que, aún apreciando la generosa idea que informaba el proyecto del cardenal, no consideraba que fuera oportuno, ni que lograra la finalidad pretendida17. Al día siguiente Ragonesi escribía al primado informándole en es sentido, señalando que "no parece oportuna su realización, ni brinda esperanza de conseguirse algún éxito"18. El 14 de febrero, Guisasola hacía acuse de recibo, aceptando con respeto la decisión, a la vez que manifestaba la honda pena que sentía por lo que significaba lo indicado19.
Ese año la exhortación de Cuaresma, firmada al día siguiente del envío de la carta del nuncio, no hizo alusión a la guerra, quedando dentro de los límites tradicionales de una exhortación a la conversión, abandonando el pecado20.
Volvería a aludir a la guerra en la alocución pastoral sobre el mes del Sagrado Corazón21, lamentando que se hubieran cumplido las previsiones que el papa había hecho, acerca de haber perdido toda esperanza de reconciliación entre las naciones. Guisasola volvía a denunciar que lo que se imponía era la dialéctica "o vencedores o vencidos, u oprimidos u opresores", no pregonándose la paz de la justicia y el derecho, sino el triunfo de la fuerza. Ésta sería la última ocasión en la que se referiría al conflicto bélico mientras éste durara; la siguiente intervención, en la que reflexionaría sobre los desastres de la guerra y la lección que habría que sacar de la misma, sería en su alocución pastoral sobre el día de la Inmaculada22.

Conclusiones
Para la Iglesia Católica la Gran Guerra supuso una terrible conmoción, dada la participación de católicos en ambos bandos contendientes. Sin embargo, a lo largo de la misma, y más allá del escaso eco que tuvieron las repetidas llamadas a la paz del Papa y de algunos prelados, como hemos visto en el caso del cardenal Guisasola, a la larga, el prestigio del pontificado salió reforzado. Los esfuerzos humanitarios granjearon la simpatía de aquellos que se vieron beneficiados por los mismos, en un proceso similar al que experimentó el rey Alfonso XIII de España, quien realizó también una gran campaña humanitaria.
Paradójicamente, por otro lado, la participación de sacerdotes y religiosos en la lucha, movilizados por sus países respectivos, hizo que el fuerte anticlericalismo imperante en algunos países, como Francia o Portugal, se viera mitigado, y sin volver a la anterior situación previa a la separación Iglesia-Estado, las relaciones fueron normalizándose. Algo similar ocurrió en el reino de Italia, donde al año siguiente al final de la guerra irrumpiría en la política nacional la presencia de los católicos, con el Partito Popolare de Don Sturzo, preparando el terreno para la normalización de relaciones.
La condena de la guerra, por otro lado, supuso un avance en la doctrina de la Iglesia. Los desastres del conflicto, calificado de inútil matanza, llevaron a una progresiva conciencia de la maldad de la misma, más allá de la tradicional doctrina de la guerra justa.
En el caso de España, esta defensa de la guerra justa volvería a ser invocada durante la guerra civil, si bien en un contexto totalmente distinto, marcado por la violenta persecución anticlerical desatada en el ámbito del territorio republicano. De nuevo se hablaría de guerra santa y de cruzada, si bien habría que matizar que dicha conceptualización también se vería influida, y fuertemente, por el enfrentamiento, soterrado, pero real, entre el modelo estatalizante y pro nazi de Falange y la defensa de la tradicional España católica por parte de la Iglesia, liderada por el cardenal primado, Isidro Gomá23. Pero esta cuestión excede los límites cronológicos de la presente aproximación.
1 SECO SERRANO, Carlos, La España de Alfonso XIII, Madrid, Espasa Calpe, 2005, pp. 326-357.
2 SÁNCHEZ JIMÉNEZ, José, La España contemporánea II 1875-1931, Madrid, Istmo, 2010, pp. 321-322.
3 HALL, Morgan C., Alfonso XIII y el ocaso de la monarquía liberal 1902-1923, Madrid, Alianza Editorial, 2005, pp. 184-185.
4 FERNÁNDEZ COLLADO, Ángel, Los Arzobispos de Toledo en la Edad Moderna y Contemporánea. Episcopologio Toledano, Toledo, Cabildo Primado Catedral de Toledo, 2017, pp. 205-209.
5 DIONISIO VIVAS, Miguel Ángel, "El movimiento católico agrario en la archidiócesis de Toledo durante el pontificado del cardenal Guisasola", en DÍAZ, Pilar et alia, El Poder de la Historia. Huella y legado de Javier Donézar Díez de Ulzurrun Vol. II, Madrid, UAM Ediciones, 2014.
6 Archivio Segreto Vaticano (en adelante ASV), Arch. Nunz. Madrid, b. 753, f. 16.
7 ASV, Arch. Nunz. Madrid, b. 753, f. 17.
8 GUISASOLA, Victoriano, El Papa y la paz de las Naciones. Carta Pastoral del Emmo y Rvdmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Toledo, Primado de las Españas, a su clero y pueblo diocesanos con motivo de la Santa Cuaresma, Toledo, Imprenta Religiosa de Mauricio S. Gómez, 1917.
9 MACMILLAN, Margaret, París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo, Barcelona, Tusquets Editores, 2017.
10 FERNÁNDEZ COLLADO, Ángel, Los Informes de visita ad limina de los arzobispos de Toledo, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2002, pp. 188-196.
11 Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo (en adelante, BOAT), 1 de junio de 1917, pp 179-184.
12 BOAT, 1 de septiembre de 1917, pp. 275-279.
13 BOAT, 1 de octubre de 1917, pp. 308-309.
14 BOAT, 16 de noviembre de 1917, pp. 374-378.
15 ASV, Arch. Nunz. Madrid, b. 758, ff. 261-262.
16 ASV, Arch. Nunz. Madrid, b. 758, f. 267.
17 ASV, Arch. Nunz. Madrid, b. 758, f. 264.
18 ASV, Arch. Nunz. Madrid, b. 758, f. 263.
19 ASV, Arch. Nunz. Madrid, b. 758, ff. 265-266.
20 BOAT, 16 de febrero de 1918, pp. 49-59.
21 BOAT, 16 de mayo de 1918, pp. 145-148.
22 BOAT, 2 de diciembre de 1918, pp. 353-357.
23 DIONISIO VIVAS, Miguel Ángel, "Condenarla y tener miedo" El cardenal Gomá frente a la ideología nazi-fascista”, Revista Universitaria de Historia Militar, Vol. 7, Nº 13, pp. 279-296, 2018.

viernes, 31 de agosto de 2018

De la guerra santa a la "inútil matanza": El catolicismo español y la Gran Guerra (I)

Comparto el texto de la conferencia que impartí el pasado miércoles 29 de agosto en las X Jornadas de Historia Moderna y Contemporánea "Guerra y Paz en la Edad Moderna y Contemporánea", celebradas en Salta, Argentina, los días 29, 30 y 31 de agosto



La Gran Guerra supuso para Europa una tremenda conmoción que afectó no sólo a los países combatientes, sino también a aquellos que permanecieron neutrales, como fue el caso de España. Asimismo, el conflicto creó dentro de la Iglesia católica grandes divisiones, pues los católicos de ambos bandos defendían tener a Dios de su parte. Esto llevó a que la Santa Sede a una difícil posición, en la que las continúas llamadas a la paz por parte del papa, recibidas con indiferencia e incluso con rechazo, conducirían a una condena de la guerra en sí que supondría un avance en la reflexión moral sobre el hecho de la guerra como tal. Sobre dicha actuación y su reflejo en España, uno de los países católicos más importantes vamos a presentar brevemente unos rasgos generales, que nos sirvan de aproximación.

Benedicto XV y la llamada a la paz
El 3 de septiembre de 1914, apenas comenzada la guerra, el cardenal Giacomo della Chiesa, arzobispo de Bolonia, fue elegido papa como sucesor de Pío X1. Su labor pastoral iba a estar marcada, en gran medida, por las consecuencias del conflicto bélico. Sus llamadas a la paz caerían en saco roto y su deseo de estar por encima de los bandos encontraría incomprensión en unos y otros. Olvidado por la historiografía, sólo recientemente se ha empezado a estudiar en profundidad su figura y su labor, rescatándolo poco a poco del desconocimiento que se ha hecho ya un lugar común en torno a su figura. Sin embargo, en el ámbito de la historiografía en lengua castellana está lejos de ocupar el lugar que objetivamente le correspondería.
El nuevo pontífice nació en Génova el 21 de noviembre de 1854, en el seno de una noble familia lombarda. En Roma estudió como alumno del prestigioso colegio Capránica, siendo ordenado el 21 de diciembre de 1878 en la basílica de San Juan de Letrán. Ingresó en la Academia de nobles eclesiásticos, donde aprendió las prácticas diplomáticas y Derecho Internacional. Acompañó a Mariano Rampolla del Tindaro en su misión diplomática en España. Más tarde, elevado Rampolla a la Secretaría de Estado, ocupará la función de minutante en la sección de asuntos ordinarios, lo que le permitió conocer por dentro los engranajes de la curia romana. Fue enviado a Viena, completando así su experiencia. Sustituto de la Secretaría de Estado, en octubre de 1907, fue, de modo inesperado, nombrado arzobispo de Bolonia.
Su elevación al cardenalato se hizo esperar, no llegando sino en el consistorio secreto de mayo de 1914. Tres meses más tarde era elevado a la sede de Pedro. Como Secretario de Estado escogió al cardenal Pietro Gasparri, diplomático y canonista.
En su primera encíclica, del 1 de noviembre, Ad Beatissimi, el papa señalaba como programa de su pontificado una Iglesia Madre y Maestra, compañera del ser humano a lo largo de todo el ciclo de su vida, tanto individual como colectiva, siendo la disciplina religiosa la única garantía de un mundo fraterno y moral; al contrario, la guerra, que se nutría de sangre y de lágrimas y que había transformado Europa en un campo de muerte, demostraba el padecimiento de los elementos mortales fermentados por el materialismo, y que sólo encontraría salida con la restauración de los derechos de Dios.
Sus primeros esfuerzos para aliviar los desastres de la guerra fueron dirigidos a la atención a los prisioneros, para lo cual confió, en diciembre de 1914, a Eugenio Pacelli, entonces secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, la dirección del servicio de asistencia pontificia creado especialmente con esta intención. El papa envió simultáneamente a los soberanos de las naciones beligerantes un telegrama en el que les rogaba de acabar con "este funesto año" y comenzar el nuevo con un acto generoso, acogiendo su sugerencia de cambiar los prisioneros de guerra, inválidos o heridos, considerados inútiles para el servicio de las armas. La casi totalidad de los destinatarios, desde el zar Nicolás II a Jorge V, incluyendo a Poincaré, respondieron favorablemente, teniendo lugar los primeros intercambios a comienzos de 1915. Más de 30.000 franceses, belgas, ingleses y austriacos pudieron, de este modo, beneficiarse de una hospitalización en Suiza. Entre otras iniciativas, se permitió a los prisioneros el descanso dominical y se dedicó una tumba monumental a los cristianos muertos en los Dardanelos. Un decreto del 15 de enero de 1915 prescribió una jornada universal por el restablecimiento de la paz, fijada para el 7 de febrero en Europa y para el 21 de febrero en las diócesis fuera de Europa. La obra de los prisioneros, abierta en los palacios vaticanos, pudo recoger 170.000 demandas de información, asegurar 40.000 repatriaciones y permitir 50.000 comunicaciones a las familias. Una extraordinaria organización internacional, en la que participaban obispos, organizaciones de laicos y la diplomacia vaticana se encargó de recoger noticias sobre prisioneros, muertos y heridos, ayudó a la recuperación en Suiza de los enfermos, y buscó información sobre desaparecidos. Se logró distribuir medicinas y alimentos, independientemente de la religión o la etnia. Asimismo el papa intervino, si bien con escaso resultado, ante el sultán otomano en favor de los armenios, en pleno proceso de genocidio, el Metz Yeghern, por parte del Imperio Turco.
Otras intervenciones del pontífice, sin embargo, tuvieron menos éxito. Se multiplicaron las exhortaciones favorables a la paz (8 de septiembre y 6 de diciembre de 1914; 25 de mayo, 28 de julio y 6 de diciembre de 1915; 4 de marzo y 30 de julio de 1916; 10 de enero y 5 de mayo de 1917). No logró obtener de las potencias beligerantes una tregua para la Navidad de 1914. El papa trató de poner toda su autoridad moral al servicio de la paz, exhortando a una paz justa, pero no sólo no encontró eco en los políticos, sino que fueron malinterpretadas, produciendo incomprensión y rechazo en ambas partes, que esperaban la condena del adversario, al mismo tiempo que se creía que dichos discursos inducían a la pérdida del ardor bélico.
El otro ámbito en el que el papa se volcó fue el de la diplomacia y la política. Ya a finales de 1914 en Londres comprendieron que la posición de la Entente en Roma estaba en clara desventaja. Francia, desde la crisis de 1906, había suprimido su embajada ante la Santa Sede. Al ser urgente la necesidad de tener relaciones se acreditó a Sir Henry Howard a la cabeza de una misión extraordinaria ante Benedicto XV. La entrada de Italia en la guerra en 1915 modificó el tablero: los representantes de los Imperios Centrales cerca del Vaticano tuvieron que abandonar suelo italiano, instalándose en Suiza, lo más cerca posible de la frontera. Las dificultades de comunicación entre el papa y los nuncios se acrecentaron, limitando las posibilidades de mediación. El papa confió una misión especial en Suiza al conde Carlo Santucci, acogido por el responsable de Asuntos Extranjeros, Giuseppe Motta, con quien tuvo buen entendimiento, y lo mismo ocurrió con Gustave Adar, presidente de la Cruz Roja Internacional. Hubo también una tentativa de mediación por parte de monseñor Baudrillart, comenzada en septiembre de 1915, ante el gobierno francés, para proponer una paz de compromiso con Alemania, que fracasó. Otros intentos, también secretos, se hicieron en marzo de 1918 entre Gasparri y el ministro Nitti, de cara a una negociación entre Italia y Austria.
Durante el invierno de 1916 los contactos oficiosos con las diversas artes parecían augurar que el Imperio Alemán vería con agrado que la Santa Sede realizara gestiones oficiales. El nuncio en Viena, al mismo tiempo, intervenía ante el emperador Carlos, sucesor de Francisco José, el cual parecía que estaba dispuesto a desbloquear la situación. El papa envió a uno de sus mejores diplomáticos, Eugenio Pacelli en mayo de 1917 como nuncio a Munich y asimismo tomó la iniciativa de nombrar un capellán jefe para el ejército italiano, en la persona del coadjutor del arzobispo de Turín, Angelo Bartolomasi. Con la delegación de facultades especiales a los sacerdotes que se encontraban en el frente, se constituyó toda una organización eclesiástico militar, puesta bajo la autoridad de este "obispo de campaña"; lo mismo se hizo con las fuerzas armadas belgas, francesas, inglesas, alemanas y austriacas.
La situación respecto a Italia era especialmente delicada. El papa hubiera querido que no entrara en la guerra, y el gobierno italiano, por su parte, vigente el conflicto derivado de la cuestión romana, deseaba evitar que la Santa Sede pudiera tener cualquier tipo de protagonismo. Por los acuerdo de Londres, firmados en abril de 1915, Italia había conseguido de sus aliados que el Vaticano no participara en las instancias internacionales que se constituirían al finalizar la guerra. Durante 1918 la Santa Sede intentará la supresión de este artículo 15, considerado injurioso, ya que sólo se aplicaba al Vaticano y no a los neutrales en general.
En este contexto tuvo lugar la intervención más importante del papa durante todo el conflicto bélico, y quizá también el acto más importante de todo el pontificado. El primero de agosto de 1917 se firmó el documento que el papa Benedicto XV envió a los gobiernos de las dos partes en conflicto2. El tenor del mismo era de una total condena de la guerra, quizá como nunca hasta entonces había pronunciado la Iglesia, definiendo el conflicto como "inutile strage"3.
Comenzaba señalando que desde el principio del conflicto se había propuesto, en primer lugar, guardar una perfecta imparcialidad; esforzarse en hacer a todos el mayor bien posible, sin acepción de personas ni de nacionalidad y religión; no omitir nada, en cuanto estaba en su mano, para poner fin a la guerra, buscando atraer a todos a resoluciones moderadas y a deliberaciones serenas sobre una paz justa y duradera. Después de recordar sus continuos llamamientos a la paz y lamentar de nuevo los desastres de la guerra, señalaba que, pasando del ámbito de los términos generales, descendía a posiciones más concretas. El papa ofrecía la perspectiva de un nuevo modo de regular las relaciones internacionales. El mensaje contenía siete puntos y proponía unas bases muy concretas sobre las que desarrollar la negociación. El documento señalaba que era preciso evacuar el norte de Francia y Bélgica, mientras que a Alemania se le restituirían sus colonias; se deberían realizar las negociaciones con disposiciones conciliadoras; se examinarían las cuestiones territoriales pendientes entre Francia y Alemania y el Imperio Austro-húngaro e Italia, además de lo concerniente a Armenia, los estados bálticos y Polonia; se renunciaría recíprocamente a las indemnizaciones de guerra, excepto en el caso de Bélgica; se aceptaría un principio que asegurase la libertad de los mares y su utilización conjunta; desarme simultáneo; institución de un arbitraje internacional que sustituyera a las armas, estableciendo la fuerza suprema del derecho.
Las respuestas de los gobiernos fueron tardías y desilusionantes, mientras que en la prensa se desató una áspera campaña, crítica con el papa, incluidos muchos católicos, que se dividieron entre el rechazo, el no hacer caso, el tener una deferencia reticente o hacer una interpretación libre.
¿Qué ocurrió para que, a unas alturas en las que era deseable una salida al conflicto, no se tuviera en cuenta el equilibrado mensaje papal? Por un lado, Alemania no mostró ningún gesto de buena voluntad, mientras que los Aliados pensaban que, con la entrada de los Estados Unidos, la victoria estaba de su parte, viendo en la intervención del papa tan sólo un intento de salvar a los Imperios centrales, sobre todo Austria-Hungría, del desastre al que estaban abocados. Tanto los Estados Unidos como Gran Bretaña querían llegar hasta las últimas consecuencias de la guerra, para acabar con el militarismo alemán e imponer el nuevo orden internacional buscado por el presidente Wilson. Éste se comprometería, poco después, con el primer ministro italiano, Sonino, en excluir a la Santa Sede de los acuerdos de paz, renovando lo convenido en Londres entre Italia, Francia y el Reino Unido.
De este modo se malogró un intento que quizá pudo poner fin a la terrible sangría que destrozaba Europa, y que con unos acuerdos justos hubiera evitado las desastrosas consecuencias que traerían los diversos acuerdos y tratados postbélicos, germen de la II Guerra Mundial.

1 Sobre la figura del papa Benedicto XV: POLLARD, John Francis, Il papa sconosciuto: Benedetto XV (1914-1922) e la ricerca della pace, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2001. Asimismo pueden verse síntesis en DE ROSA, Gabriele, "Benedetto XV", en I Papi. Da Pietro a Francesco, Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, 2014, pp. 608-617; JANKOWIAK, François, "Benoît XV", en LEVILLAIN, Philippe (Ed.), Dictionnaire Historique de la Papauté, Paris, Fayard, 1994, pp. 219-224.
2 Véase MONTICONE, Alberto, "Il Pontificato di Benedetto XV", en GUERRIERO, Elio-ZAMBARBIERI, Annibale, Storia della Chiesa XXII/1 La Chiesa e la società industriale (1878-1922), Milano, Edizioni San Paolo, 1995, pp. 186-187; POLLARD, John Francis, Il papa sconosciuto..., op. cit., pp. 144-151.
3 Sobre la referencia del papa a la inutilidad de la guerra, véase MENOZZI, Daniele, Chiesa, pace e guerra nel Novecento. Verso una delegittimazione religiosa dei conflitti, Bologna, Il Mulino, 2008, pp. 40-46. Para un estudio más amplio sobre las repercusiones del conflicto en el catolicismo, véase BOTRUGNO, Lorenzo (a cura), "Inutile strage" I cattolici e la Santa Sede nella Prima Guerra Mondiale. Raccolta di Studi in ocasione del Centenario dello scoppio della Prima guerra mondiale (1914-2014), Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2016.