viernes, 18 de marzo de 2016

Viernes de Dolores

El Viernes de Dolores es, a nivel de la devoción popular, la entrada en la Semana Santa. La devoción a los Dolores de María data de la Edad Media, del siglo XII, naciendo en ambientes monásticos por influjo de san Anselmo y san Bernardo, siendo propagada de un modo especial por los servitas. El concilio provincial de Maguncia, en Alemania, estableció en 1423 una fiesta de los Dolores de María. El papa Benedicto XIII la introdujo en el calendario romano en 1727, fijándola en el viernes anterior al domingo de Ramos. Si bien la reforma litúrgica suprimió esta fiesta, reservando la celebración de la Virgen de los Dolores para el 15 de septiembre, uniéndola a la de los Siete Dolores que los servitas venían celebrando desde 1668, hoy son numerosos los pueblos y ciudades que contemplan a María, la Madre Dolorosa que está al pie de la cruz, y acompañan su imagen por las calles.

Virgen de la Soledad, Toledo

María es siempre el camino privilegiado para encontrarnos con Jesús, y ella, que recorrió en silencio, discreta, su particular subida a Jerusalén, es la que mejor nos puede introducir en el misterio de la Semana Santa. Ella, por especial disposición divina, ha sido llamada a compartir los dolores del Hijo; la Iglesia, asociada con ella a la pasión de Cristo, desea, y así lo pide en la oración colecta de la misa propia de la Virgen de los Dolores, participar, por esta asociación, de la resurrección del Señor. El canto del Stabat Mater nos invita a mirar a la madre piadosa, llorando junto a la cruz, de la que el Hijo pende, realizando el cumplimiento de la profecía de Simeón, con su alma traspasada por el filo del dolor, de sus Siete Dolores. Los que pasamos junto a ella somos interrogados, con las palabras del profeta, si acaso hemos visto dolor como su dolor. Pero no es el sentimiento de compasión, de pena, de llanto estéril el que María quiere suscitar en nosotros. Mirar a la Madre, firme, resuelta a compartir con el Hijo los sufrimientos y el dolor por la humanidad pecadora, ha de llevarnos a querer unirnos a ellos, a ofrecer también nuestras vidas por la salvación de nuestros hermanos. Y a dejar que la sangre redentora del Salvador nos limpie, purifique, renueve y transforme. Lo que pide María no es un llanto superficial que a nada compromete, sino el deseo profundo de que nuestras vidas sean distintas, que completemos en nosotros, al recordar sus dolores, en favor de la Iglesia, lo que falta a la pasión de Jesucristo. Y Jesús, que nos la dio como Madre amorosa desde la cruz, espera que, como Juan, nosotros la acojamos en nuestra casa, es decir, en lo más íntimo y profundo de nuestra existencia, nos dejemos guiar por ella, que sea la estrella que, en medio de nuestras oscuridades y tinieblas, marque el rumbo, la ruta que hemos de recorrer. A punto de celebrar la Pascua del Cordero inmaculado que ofrece su vida por la salvación del mundo, el Viernes de Dolores nos ha de llevar, de la mano de María, la “hermosa cordera” (el bello título que aparece en la homilía de Melitón de Sardes que leemos en el oficio de lecturas del Jueves Santo), a llegar a las puertas de Jerusalén para vivir en plenitud los días más santos del año.


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