miércoles, 23 de marzo de 2016

Miércoles Santo

La muerte de Cristo, que nos disponemos a celebrar, es el medio que Dios ha dispuesto para librarnos del poder del enemigo; en este Miércoles Santo, al celebrar la eucaristía, pedimos que esa muerte nos alcance, también a nosotros, la gracia de la resurrección. Es preciso vivir estos días santos desde la adoración, la contemplación. La antífona de entrada nos lo recuerda: ante el nombre de Jesús, que se ha humillado por nosotros, no cabe sino ponernos de rodillas, postrarnos, como haremos el Viernes Santo. Isaías nos muestra el rostro del Siervo, y por ende el de Cristo, cubierto de salivazos, sin ocultarse ante los insultos. Su espalda se ofrece para cargar, con los golpes que le infligen, el mal, el dolor, el sufrimiento, las penas de toda la humanidad. En sus mejillas se estrellan la opresión, el exilio, las torturas, la vejación, la marginación de todos los hombres y mujeres de la historia. La asunción que sobre sí hace Cristo se basa en la confianza total en el Padre. De este modo Jesús asume y reproduce la actitud que el salmista nos presenta en el salmo 68; el sufrimiento es la antesala de la gloria, la afrenta da paso a la alabanza con cantos del nombre de Dios, a la acción de gracias que proclama la grandeza de Dios. Cristo, nuestro rey, el único que se ha compadecido de nuestros errores, ha sido llevado, en obediencia al Padre, a la cruz, como manso cordero a la matanza.

Cristo de la Humildad (San Juan de los Reyes, Toledo)

Si en el evangelio del Martes Santo se anunciaba la traición de Judas, hoy, el relato de san Mateo, nos muestra su realización, junto a los preparativos del banquete pascual. Es el cumplimiento, como bien recalca Mateo, de las Escrituras, pero, al mismo tiempo, es la advertencia de la gravedad de lo que va a ocurrir. Era preciso que el Mesías padeciera, que entregara su vida como ofrenda en favor de la humanidad caída, que se hiciera, como aceituna prensada y triturada, aceite que curase las heridas de los hombres. La traición de Judas es la causa próxima de la pasión, pero la última, la más profunda, es el amor desbordado de Dios, que no se resigna a que su criatura, seducida por la envidia del demonio y la soberbia del querer ser como dioses, viviera en oscuridad y sombra de muerte. La culpa de Adán sólo podía lavarse con la aspersión de la sangre preciosa de Cristo, con la corriente impetuosa de agua viva nacida del costado abierto del Redentor. El fruto pecaminoso del árbol prohibido es sustituido por el fruto de vida que brota del árbol de la cruz, fruto que se nos da como alimento mediante la celebración sacramental. Los misterios santos que vivimos estos días nos tienen que llevar a creer y sentir en profundidad, que por la muerte temporal de Cristo el Padre nos ha dado la vida eterna.


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