domingo, 27 de marzo de 2016

Domingo de Pascua de Resurrección

Tras el gozo desbordado de la noche santa, a lo largo del Domingo de Resurrección, con el que concluimos el Triduo Pascual, proseguimos celebrando el triunfo del Señor Resucitado. Hemos de sobreponernos al cansancio de una noche tan rica e intensa, para poder aprovechar la riqueza de este día santo. Como las mujeres que madrugaron para ir al sepulcro, nosotros hemos de salir alegres al encuentro de Cristo. Como María, que, Virgen Dolorosa, Virgen de la Soledad en la tarde del Viernes Santo, hoy es la Virgen de la Alegría, la que, en tantos y tantos pueblos y ciudades, sale con su imagen, a buscar a su Hijo victorioso. La alegría que iniciamos en la noche, encuentra su culminación en a lo largo de todo este día. Se nos anuncia, de nuevo, el kerigma, la proclamación, el anuncio solemne de la resurrección de Cristo, hecho por Pedro el día de Pentecostés. Pablo nos invita a una vida nueva, que es fruto de nuestra unión con el Resucitado. Hoy hemos de ofrecer nuestras ofrendas de alabanza, alabanza que es, ante todo y sobre todo, la vida nueva en Cristo, a la Víctima Pascual, a su gloria, porque es el cordero sin pecado que con su muerte y resurrección ha salvado a las ovejas, el verdadero cordero que ha quitado el pecado del mundo; el que muriendo, ha destruido nuestra muerte, y resucitando, ha restaurado la vida. Le pedimos que nos haga participar de su victoria, que nos renueve y transforme, que nos haga ser luz del mundo, sal de la tierra, lámpara que brilla en lo alto de un monte e ilumina a la humanidad. La experiencia del resucitado ha de ser aliento para cambiar el mundo, fuerza para anunciar su salvación, su misericordia, su victoria, a todos los que nos rodean. La Iglesia, renovada en la experiencia de la Pascua celebrada y vivida en estos días santos, está llamada a testimoniar a su Señor y a comunicar a toda la humanidad la buena noticia de que ¡Cristo ha resucitado! ¡Sí, verdaderamente, ha resucitado! ¡Aleluya!

Resucitado (Iglesia parroquial de Sonseca)

jueves, 24 de marzo de 2016

Sábado Santo

A lo largo de este día la Iglesia permanece velando junto al sepulcro de Cristo, meditando en su pasión y muerte, contemplando el misterio de su descenso a los infiernos, que proclamamos en el Credo, y que es hermosamente expresado en la lectura patrística del oficio, un bello texto cargado de gran densidad poética y profunda espiritualidad. Es la confesión de la realidad de la muerte de Jesús, cuya alma experimentó la separación del cuerpo, y se unió a las almas de los justos. No hay ninguna celebración sacramental, sino que la comunidad cristiana sólo reza la Liturgia de las Horas. Es una jornada de silencio contemplativo, de un estar, como María, y junto a ella, aguardando la resurrección del Señor, pues el descenso de Cristo al lugar de los muertos es, asimismo, el primer acto de su victoria definitiva sobre el pecado y sobre la muerte. Para ayudarnos en esta contemplación, la Iglesia nos invita, y esta es una característica de esta jornada, al ayuno pascual; este ayuno, ya desde el siglo II, era una prolongación del ayuno del Viernes Santo, pero sin el sentido penitencial de éste, sino con un carácter cultual, celebrativo, para poder llegar, con ánimo elevado y abierto, al gozo de la Resurrección.
La Piedad (Miguel Ángel)
Y este es el gozo, la alegría que, al declinar el Sábado, cuando las tinieblas han cubierto la tierra, proclamamos, pues dichas tinieblas y oscuridades son disipadas con la luz gloriosa y gozosa de la Resurrección del Señor, dando así comienzo al Domingo de Pascua. Como el pueblo hebreo, liberado en la noche de la esclavitud del faraón, nosotros, guiados por la columna de fuego, por el resplandor que emana el cirio pascual, símbolo del Señor victorioso, caminamos, libres de la opresión del demonio, escuchando y proclamando las maravillas que Dios ha hecho por su pueblo, maravillas que se inician con la creación del mundo y que culminan con la recreación del universo en virtud de la Resurrección de Cristo. Es noche para contemplar, alegres, jubilosos, esperanzados, el triunfo del Señor. Con las lámparas encendidas esperamos el retorno del Esposo, para que, encontrándonos en vela, nos invite a participar de su banquete. Es el punto culminante de la celebración del misterio pascual de Cristo, el momento más importante del año; es, en palabras de san Agustín, la celebración de la “Madre de todas las demás vigilias”. Es la noche dichosa, en la que Cristo rompe las cadenas que nos aherrojan, en la que, triunfante, destruye con su poder la losa del abismo y nos eleva a la plenitud de los santos. Noche para celebrar, sin prisas, colmados de alegría, que hemos nacido a una vida nueva. En esta noche, en la que los catecúmenos reciben el bautismo y ven culminada su iniciación cristiana, los bautizados, que hemos vivido el itinerario cuaresmal en espíritu de conversión, renovamos, también, gozosos, nuestras promesas bautismales. Noche de gozo, en la que nos alimentamos del Cordero inmolado que se nos da en la mesa que el propio Señor nos ha preparado, en la que gustamos el vino de la alegría de la sangre contenida en el cáliz del triunfo pascual. Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, pero se levanta glorioso y vencedor para asociar a los fieles en su triunfo. La Pascua no es un rito que celebramos, sino una persona viviente, Cristo, Él es la Pascua de nuestra salvación, nuestra remisión, nuestro rescate y nuestra vida.

  

Viernes Santo

Celebramos en este día la Pasión del Señor. Día de contemplación, de adoración, de oración agradecida. Ya a fines del siglo IV encontramos en Jerusalén el primer testimonio de su celebración, una jornada de oración itinerante, que llevaba a los fieles del Cenáculo, donde se veneraba la columna de la flagelación, hasta el Gólgota, donde el obispo presentaba el madero de la cruz a la veneración del pueblo. Hoy es un día en el que, según una antiquísima tradición, la Iglesia no celebra la eucaristía. Todo gira en torno al misterio de la cruz gloriosa, de la que pende la salvación del mundo; las miradas se vuelven hacia el árbol donde comienza la vida, a Cristo, que dio el paso hacia la muerte porque Él quiso, abriendo así, de par en par, el paraíso. Proclamamos la Pasión del Señor en la liturgia de la palabra; la invocamos en las oraciones solemnes; la veneramos mediante la adoración de la cruz y entramos en comunicación con ella a través de la comunión eucarística. El cuarto cántico del Siervo de Yahveh, profecía del Mesías en su Misterio Pascual, se realiza en la pasión de Jesús, el cordero llevado al matadero, como eran llevados, para ser sacrificados en el templo, en aquella misma tarde, los corderos de la Pascua; entrega de la vida hecha en libertad y en abandono confiado a la voluntad del Padre, como canta el salmo 30. El autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una lectura de la pasión en clave sacerdotal y de experiencia obediencial del Hijo, proclamando cómo toda la vida de Jesús tuvo un sentido sacerdotal. La proclamación solemne, en las catedrales cantada, de la pasión del Señor según san Juan, nos muestra la progresiva exaltación de Cristo, Cordero sacrificado en la Pascua, pero a la vez Rey de las naciones que atrae a todos hacia sí. Es el nuevo Adán de cuyo costado abierto por la lanza brota el agua y la sangre, el bautismo y la eucaristía, que engendran a la nueva Eva, la Iglesia, madre de todos lo vivientes. Día de contemplar también, junto a la cruz del Hijo, a la Madre, a María; ella participa también en la Pasión del Señor y nos es dada por Él como madre en la persona de Juan.
La salvación que brota del árbol de la vida se extiende a toda la humanidad; por ello la Iglesia, en la solemne oración universal, abre los brazos, como Cristo en la cruz, para elevar preces por la salvación del mundo, mediante las diez solemnes oraciones, cuyas raíces están arraigadas en la antigua liturgia romana.

Cristo de la Buena Muerte (Toledo, San Juan de los Reyes)


En este día veneramos el madero santo por el que nos ha venido la salud y la gracia. Se nos presenta la cruz como árbol de la vida y su adoración como un profundo signo de amor y de agradecimiento. Nos ambienta el canto de antiguos textos de la liturgia romana y del Oriente cristiano, como los improperios y la antífona “Tu cruz adoramos, Señor”. Es todo nuestro ser, nuestra mente, nuestros labios, nuestro corazón, los que se elevan, meditan, besan y aman el leño que porta la redención. La comunión del Cuerpo del Señor nos permite entrar en lo más profundo del misterio, uniéndonos sacramentalmente con Aquel que se ha entregado por nosotros. El ayuno que guardamos en este día, sólo roto por la recepción del pan eucarístico, origen de la penitencia de la Cuaresma, nos recuerda que el Esposo está ausente y nos invita a velar esperando su regreso, triunfante de entre los muertos.

Jueves Santo

La mañana del Jueves Santo está marcada, en la liturgia, por la celebración, por parte de los sacerdotes, de la misa crismal, aunque por razones prácticas, se adelanta en las diócesis a uno de los días anteriores, como el Martes Santo. Es, según el deseo del beato Pablo VI, una gran fiesta del sacerdocio, en las que los sacerdotes renuevan ante su obispo los compromisos adquiridos, el día de la ordenación sacerdotal, por amor a Cristo y servicio de la Iglesia. En esta eucaristía se bendicen los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, y se consagra el santo crisma. La mañana del Jueves Santo era también, en la disciplina antigua del rito romano, el momento en el que los penitentes eran reconciliados por el obispo, para poder participar de la fiesta de Pascua; aún hoy, es una mañana en la que podemos acercarnos a recibir el perdón sacramental.

El lavatorio de los pies (Duccio di Buoninsegna)

Por la tarde, con la Misa vespertina de la Cena del Señor, comenzamos el Santo Triduo Pascual, el sagrado triduo del crucificado, sepultado y resucitado del que hablaba san Agustín. La misa in cena Domini, de la que la peregrina Egeria nos cuenta que ya se celebraba en su tiempo en Jerusalén, celebra el misterio del Cenáculo que mira hacia la cruz y la resurrección. Cristo anticipa su oblación en perspectiva de victoria, instituyendo el memorial de su pasión. Como Iglesia cumplimos todos los días este mandato, pero en esta tarde lo hacemos de un modo especial, particularmente sentido, preparando, de este modo, la gran eucaristía del año, que será la de la noche santa de Pascua. Las lecturas, en pleno contexto pascual, están íntimamente relacionadas. El libro del Éxodo nos presenta las prescripciones sobre la cena pascual de Israel, el anuncio en el Antiguo Testamento de lo que sólo adquiriría sentido pleno en el Nuevo, y nos recuerda el ambiente pascual en el que se desarrolló la cena de Jesús y el carácter pascual de su inmolación. El cordero, que con su sangre libró a Israel de la muerte y le sirvió como alimento, es figura del Cordero de Dios que con su sangre preciosa, derramada por nosotros, nos libra de la muerte, física y eterna, y se nos da como alimento de vida eterna en la eucaristía. Jesús quiso seguir las prescripciones que Moisés dio al pueblo, pero transformando el contenido de las bendiciones sobre el pan y el vino, refiriéndolas a su Cuerpo y Sangre. El cáliz de la bendición se convierte así en el medio, como canta el salmo, de entrar en comunión con la Sangre de Cristo. La comunidad cristiana, desde el principio, tal y como nos narra san Pablo en su primera carta a los Corintios, guardó como precioso don, el mandato del Señor, celebrándolo en un clima de fraternidad, proclamando con un profundo sentido pascual, la íntima unión entre la pasión, la resurrección y la vuelta gloriosa final de Cristo, la Parusía. El evangelio de san Juan, que después de la homilía ritualizaremos con el lavatorio de los pies, nos da la clave para entender y para vivir estos días santos: “habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el extremo”. Jesús lavando los pies a sus discípulos, signo y anticipo de su mayor servicio al Padre y a los hombres, que realizará en su Pasión, nos muestra cual es el camino del cristiano, que ha de hacerse servidor de los hermanos, que ha de abajarse, ponerse de rodillas, sobre todo ante los pobres y humildes, iconos privilegiados de la presencia del Señor en el prójimo. La adoración del Santísimo Sacramento, el acompañar a Cristo en la Hora Santa, ha de ser una respuesta de amor, de entrega y de fe, un momento de adorar su presencia continua, de escuchar y dejar que resuenen en nuestro corazón las demás palabras dichas por el Señor en la Última Cena, hasta su oración sacerdotal por toda la humanidad.


miércoles, 23 de marzo de 2016

Miércoles Santo

La muerte de Cristo, que nos disponemos a celebrar, es el medio que Dios ha dispuesto para librarnos del poder del enemigo; en este Miércoles Santo, al celebrar la eucaristía, pedimos que esa muerte nos alcance, también a nosotros, la gracia de la resurrección. Es preciso vivir estos días santos desde la adoración, la contemplación. La antífona de entrada nos lo recuerda: ante el nombre de Jesús, que se ha humillado por nosotros, no cabe sino ponernos de rodillas, postrarnos, como haremos el Viernes Santo. Isaías nos muestra el rostro del Siervo, y por ende el de Cristo, cubierto de salivazos, sin ocultarse ante los insultos. Su espalda se ofrece para cargar, con los golpes que le infligen, el mal, el dolor, el sufrimiento, las penas de toda la humanidad. En sus mejillas se estrellan la opresión, el exilio, las torturas, la vejación, la marginación de todos los hombres y mujeres de la historia. La asunción que sobre sí hace Cristo se basa en la confianza total en el Padre. De este modo Jesús asume y reproduce la actitud que el salmista nos presenta en el salmo 68; el sufrimiento es la antesala de la gloria, la afrenta da paso a la alabanza con cantos del nombre de Dios, a la acción de gracias que proclama la grandeza de Dios. Cristo, nuestro rey, el único que se ha compadecido de nuestros errores, ha sido llevado, en obediencia al Padre, a la cruz, como manso cordero a la matanza.

Cristo de la Humildad (San Juan de los Reyes, Toledo)

Si en el evangelio del Martes Santo se anunciaba la traición de Judas, hoy, el relato de san Mateo, nos muestra su realización, junto a los preparativos del banquete pascual. Es el cumplimiento, como bien recalca Mateo, de las Escrituras, pero, al mismo tiempo, es la advertencia de la gravedad de lo que va a ocurrir. Era preciso que el Mesías padeciera, que entregara su vida como ofrenda en favor de la humanidad caída, que se hiciera, como aceituna prensada y triturada, aceite que curase las heridas de los hombres. La traición de Judas es la causa próxima de la pasión, pero la última, la más profunda, es el amor desbordado de Dios, que no se resigna a que su criatura, seducida por la envidia del demonio y la soberbia del querer ser como dioses, viviera en oscuridad y sombra de muerte. La culpa de Adán sólo podía lavarse con la aspersión de la sangre preciosa de Cristo, con la corriente impetuosa de agua viva nacida del costado abierto del Redentor. El fruto pecaminoso del árbol prohibido es sustituido por el fruto de vida que brota del árbol de la cruz, fruto que se nos da como alimento mediante la celebración sacramental. Los misterios santos que vivimos estos días nos tienen que llevar a creer y sentir en profundidad, que por la muerte temporal de Cristo el Padre nos ha dado la vida eterna.


martes, 22 de marzo de 2016

Martes Santo

En el Martes Santo, la liturgia de la Iglesia nos invita a participar en las celebraciones de la pasión del Señor tan vivamente que estas nos alcancen el perdón de Dios todopoderoso. Es de nuevo Isaías, con otro de los cánticos del Siervo, el que nos ayuda a contemplar el misterio de la entrega de Cristo. Su misión, ya desde el seno materno, es de salvación universal. No es sólo un pueblo, Israel, un grupo, una minoría. La salvación, obtenida mediante la entrega total, el sufrimiento, el dolor y la muerte, es para toda la humanidad. Nadie queda excluido de la misma. Todo hombre, toda mujer, de todos los tiempos, razas, lenguas, culturas, han sido redimidos por Cristo, luz que ilumina a todas las naciones, fulgor que disipa las tinieblas en las que anda sumida la humanidad dolorida. Y el cristiano, que ha experimentado este amor misericordioso que sana y salva, no puede guardarse para sí este don inmenso. El salmo 70 nos llama a contar, a proclamar, esta salvación del Señor. La celebración de la Semana Santa ha de avivar en nosotros el espíritu misionero, el deseo que todos conozcan el amor de Cristo, comenzando por los que nos rodean, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en cada uno de los ámbitos en los que nos movemos. Vivir con intensidad estos días santos ha de conducirnos al testimonio, a la proclamación gozosa de que el Señor ha vencido al pecado, a la muerte, nos ha traído la vida en abundancia, en plenitud; nos ha logrado la libertad, la alegría, la paz profunda. Ha inaugurado un modo de vida más pleno, más humano. Nuestra boca, nuestros labios, como los del salmista, no pueden dejar de proclamar sin cesar, el auxilio y la salvación de Dios, ni de relatar sus maravillas.

El evangelio, tomado de san Juan, nos sitúa en los prolegómenos del drama que vamos a contemplar. Jesús, profundamente conmovido, anuncia la doble traición, la de Judas y la de Pedro. Judas, que lo entrega a sus enemigos; Pedro, que antes que el gallo cante le negará tres veces. Uno se moverá por la ambición material o por la desilusión de sus proyectos, el otro por la cobardía. En el fondo es lo mismo; el mal, el pecado, que anida en el corazón de la persona humana y que le lleva a traicionar, a entregar, a quitar la vida, la honra, la fama, a los demás. Pero un mal y un pecado que tiene cura, que puede ser sanado y superado. Ambos, Pedro y Judas, traicionan a Cristo, pero su reacción posterior es bien diferente. Judas, desesperado de la fuerza de mal, sin capacidad de ver más allá de ese mal, se quita la vida, pues no encuentra horizonte. Pedro, a pesar de todo, es capaz de dejar que la mirada de Cristo, que su amor misericordioso, le toque el corazón; sabe descubrir que por encima del pecado y del mal, con una fuerza infinitamente mayor y superior, está la misericordia, que cura las heridas del pecado, que restaña los zarpazos que el mal inflige en nuestra existencia.

"Las lágrimas de San Pedro" El Greco

El amor de Dios, manifestado en Cristo entregado, muerto y resucitado, es una invitación constante a no dejarnos vencer por el mal. A pesar de las oscuridades que nos rodean, más allá de la impresión de la fuerza avasalladora de la maldad, de la violencia, del odio, del sufrimiento o de la muerte, está la certeza de que el mal no tiene la última palabra, sino el amor que derrota al demonio, al pecado y a la misma muerte, y que lo hace no sólo más allá de los límites del tiempo y el espacio humano, sino que esta victoria es realidad ya aquí, en nuestra historia, en nuestra vida personal y colectiva. Como nos recuerda la oración postcomunión de la misa de hoy, esta vida temporal, sostenida por la fuerza de los sacramentos, nos conduce a la participación plena en la vida eterna.

sábado, 19 de marzo de 2016

Domingo de Ramos

Con el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor entramos de lleno en la Semana Santa. Su nombre proviene de los dos aspectos que conmemoramos en la celebración eucarística, por un lado, la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en la que es aclamado como Rey y Mesías, y por otro, el anuncio de su Pasión que realizamos mediante las lecturas de la misa. Era celebrado ya en Jerusalén a finales del siglo IV, rehaciendo el recorrido seguido por el Señor y sus discípulos. Desde allí se propagó por todo Oriente, convirtiéndose así el domingo que inauguraba la semana mayor en Domingo de Ramos. En Roma, en tiempos de san León Magno, este domingo era el domingo de Pasión, leyéndose el relato de la pasión según san Mateo, mientras que la Iglesia en Hispania celebraba la entrega del símbolo a los bautizados y se leía el evangelio de la unción en Betania y la entrada en Jerusalén. A partir del siglo IX encontramos ya testimonios de la procesión de Ramos en Occidente, con el himno Gloria, laus, que aún cantamos. Desde entonces tuvo siempre un carácter triunfal, una verdadera fiesta de Cristo Rey.
"Cristo Rey en su entrada triunfal en Jerusalén"
Semana Santa de Toledo
Nosotros, en este día, queremos, por una parte, alegrarnos con el triunfo de Cristo sobre el mal, el pecado, la muerte. Es el Rey victorioso que nos ha logrado la liberación. Haciéndonos como niños cantamos el Hosanna, y depositamos a sus pies las palmas y ramos de nuestro reconocimiento como único soberano y salvador. Inauguramos la Pascua del Señor con himnos de alegría, proclamando la vida que renace del fondo de la muerte. Abrimos de par en par las antiguas compuertas que bloqueaban nuestro corazón y dejamos que penetre, acabando con el mal que reina en nuestras vidas.

Pero para lograr la victoria, Cristo hubo de someterse a la muerte, y muerte de cruz. Es el misterio que celebramos apenas cruzamos, al concluir la procesión, las puertas de la iglesia. Comenzamos la misa de la Pasión. Recordamos en ella que Dios quiso que su Hijo, nuestro Salvador, se anonadase, haciéndose hombre, y muriendo, para que nosotros sigamos su ejemplo. Por ello pedimos que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio, y que también podamos participar de su resurrección gloriosa. A esta meditación nos ayudan las lecturas de la misa. Si al comenzar la procesión proclamamos el evangelio de la entrada en la ciudad santa, en la eucaristía escuchamos, en primer lugar, al profeta Isaías, con el tercer cántico del Siervo de Yahveh, que nos lo muestra como Siervo sufriente; el salmo 21, es el salmo de confianza del crucificado al Padre, mientras que san Pablo, en el himno cristológico de Filipenses, proclama la humillación y abajamiento de Cristo, seguido de su glorificación. El evangelio nos invita a contemplar, en actitud orante, agradecida, el relato de la pasión, siendo conscientes, como nos dice el prefacio de hoy, que Él, siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales, para destruir nuestra culpa y justificarnos.

viernes, 18 de marzo de 2016

Viernes de Dolores

El Viernes de Dolores es, a nivel de la devoción popular, la entrada en la Semana Santa. La devoción a los Dolores de María data de la Edad Media, del siglo XII, naciendo en ambientes monásticos por influjo de san Anselmo y san Bernardo, siendo propagada de un modo especial por los servitas. El concilio provincial de Maguncia, en Alemania, estableció en 1423 una fiesta de los Dolores de María. El papa Benedicto XIII la introdujo en el calendario romano en 1727, fijándola en el viernes anterior al domingo de Ramos. Si bien la reforma litúrgica suprimió esta fiesta, reservando la celebración de la Virgen de los Dolores para el 15 de septiembre, uniéndola a la de los Siete Dolores que los servitas venían celebrando desde 1668, hoy son numerosos los pueblos y ciudades que contemplan a María, la Madre Dolorosa que está al pie de la cruz, y acompañan su imagen por las calles.

Virgen de la Soledad, Toledo

María es siempre el camino privilegiado para encontrarnos con Jesús, y ella, que recorrió en silencio, discreta, su particular subida a Jerusalén, es la que mejor nos puede introducir en el misterio de la Semana Santa. Ella, por especial disposición divina, ha sido llamada a compartir los dolores del Hijo; la Iglesia, asociada con ella a la pasión de Cristo, desea, y así lo pide en la oración colecta de la misa propia de la Virgen de los Dolores, participar, por esta asociación, de la resurrección del Señor. El canto del Stabat Mater nos invita a mirar a la madre piadosa, llorando junto a la cruz, de la que el Hijo pende, realizando el cumplimiento de la profecía de Simeón, con su alma traspasada por el filo del dolor, de sus Siete Dolores. Los que pasamos junto a ella somos interrogados, con las palabras del profeta, si acaso hemos visto dolor como su dolor. Pero no es el sentimiento de compasión, de pena, de llanto estéril el que María quiere suscitar en nosotros. Mirar a la Madre, firme, resuelta a compartir con el Hijo los sufrimientos y el dolor por la humanidad pecadora, ha de llevarnos a querer unirnos a ellos, a ofrecer también nuestras vidas por la salvación de nuestros hermanos. Y a dejar que la sangre redentora del Salvador nos limpie, purifique, renueve y transforme. Lo que pide María no es un llanto superficial que a nada compromete, sino el deseo profundo de que nuestras vidas sean distintas, que completemos en nosotros, al recordar sus dolores, en favor de la Iglesia, lo que falta a la pasión de Jesucristo. Y Jesús, que nos la dio como Madre amorosa desde la cruz, espera que, como Juan, nosotros la acojamos en nuestra casa, es decir, en lo más íntimo y profundo de nuestra existencia, nos dejemos guiar por ella, que sea la estrella que, en medio de nuestras oscuridades y tinieblas, marque el rumbo, la ruta que hemos de recorrer. A punto de celebrar la Pascua del Cordero inmaculado que ofrece su vida por la salvación del mundo, el Viernes de Dolores nos ha de llevar, de la mano de María, la “hermosa cordera” (el bello título que aparece en la homilía de Melitón de Sardes que leemos en el oficio de lecturas del Jueves Santo), a llegar a las puertas de Jerusalén para vivir en plenitud los días más santos del año.


miércoles, 2 de marzo de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (VI)

Los fastos de 1926

El 27 de febrero de 1926 el primado firmaba la carta pastoral sobre el III Congreso Eucarístico Nacional que se iba a celebrar ese año en Toledo, dentro de los actos conmemorativos del séptimo centenario de la colocación de la primera piedra de la catedral. El arzobispo deseaba que todos los diocesanos conocieran su contenido, de modo que, a pesar de ser larga, ordenó que se leyera en todas las parroquias de la archidiócesis, en la misa más concurrida. El primado quería destacar la importancia de la Eucaristía como centro de la liturgia, del culto y de la vida cristiana, además de reiniciar, con alguna periodicidad, la celebración de los Congresos Eucarísticos Nacionales, que en España se habían celebrado en fechas tan remotas como noviembre de 1893, el de Valencia, y agosto de 1896 el de Lugo, cuyo éxito había sido grande; asimismo se celebraron diferentes Asambleas con carácter nacional, en Madrid en 1897; en Lugo, 1902, en Sevilla, 1904; Granada, 1913 y de nuevo en Madrid, en 1921; en la capital del reino se había celebrado, asimismo, un Congreso Eucarístico Internacional, en 1911. El cardenal llevaba recibiendo los dos últimos años diversas instancias que le insistían en la convocatoria, de un modo muy especial por parte de las Marías de los Sagrarios, y por ello consultó a los demás metropolitanos, que acordaron que se celebrase en Santiago de Compostela, pero debido a la muerte del arzobispo compostelano, Manuel Lago, en la reunión de los metropolitanos de abril de 1925 se resolvió celebrarlo en Toledo, coincidiendo con el centenario de la catedral. Antes de publicar la pastoral, Reig había informado de ello al papa, mediante una carta autógrafa, firmada el 14 de enero, en la que solicitaba su bendición. El 26 de enero, el cardenal Gasparri, en nombre de Pío XI, respondía, señalando cómo el papa esperaba que la celebración diese un nuevo y vigoroso impulso al resurgimiento de la piedad y de la virtud cristiana, y animaba tanto al primado como a los demás organizadores a continuar con ánimo la preparación del Congreso. Reig deseaba recibir, sin embargo, alguna palabra directa del papa, y por ello insistió al nuncio en este sentido; realizadas por Tedeschini las gestiones oportunas, el secretario de estado, Gasparri, le respondió el 13 de marzo que el mensaje enviado al cardenal no excluía una carta pontificia, que se enviaría a su tiempo, dado que tanto el Congreso como el centenario no se celebrarían hasta el otoño, y que el papa había querido que antes se enviara una palabra de ánimo, junto a su bendición paternal, tanto al arzobispo como a los que le asistían en la obra de organización. Finalmente, el 8 de octubre, Gasparri envió al primado el autógrafo que el papa le dirigía con motivo del Congreso y del centenario de la catedral de Toledo.
Como preparación al Congreso, se continuó en la diócesis con las Asambleas Eucarísticas comarcales. El 4 de marzo tuvo lugar en el convento de los dominicos de Ocaña una reunión de los arciprestazgos de Ocaña, Yepes, Villacañas y Esquivias para preparar la de la zona, constituyéndose la Junta organizadora y formándose las comisiones. El 15 de abril era Torrijos la localidad que reunía, en torno al cardenal primado, a un numeroso grupo de sacerdotes de los arciprestazgos de Bargas, Escalona, Fuensalida, Gálvez, Illescas, Navahermosa, Polán, Torrijos, Val de Santo Domingo y Villaluenga de la Sagra, para preparar la Asamblea Eucarística de esa comarca. El 11 de mayo comenzaba en Ocaña la Asamblea Eucarística, que se prolongó durante los días 12 y 13. La Asamblea fue precedida de una misión a cargo de Juan Carrillo, capellán de Reyes. El viernes 11 por la tarde tenía lugar en la parroquia de Santa María la inauguración, en el que tras el discurso de saludo del párroco, Vidal Santamera, intervino el cardenal. En mañana del sábado hubo celebración en el convento de los dominicos, predicando el canónigo Emiliano Segura y por la tarde procesión. En la mañana del domingo celebró de pontifical el arzobispo, con sermón a cargo del dominico padre Urbano, y por la tarde tuvo lugar la procesión eucarística, finalizando con la bendición y reserva del Santísimo Sacramento. A las nueve de la noche se clausuraba la Asamblea, con la lectura y aprobación de las conclusiones.
El 14 de abril de 1926 se creaba en la archidiócesis la comisión diocesana de arte sagrado, con el fin de proteger y custodiar el rico patrimonio existente en la archidiócesis primada, siguiendo así las disposiciones que el papa había dado a los obispos italianos sobre la protección del arte religioso y la formación cultural de los fieles en relación con el arte. Formaban la comisión, como presidente, José Polo Benito, deán de la catedral; vicepresidente, Ildefonso Montero, dignidad de tesorero de la misma; Rafael Martínez Vega, comisario de alhajas; Eduardo Estella, canónigo archivero; José Campoy, presidente de la Junta Provincial de conservación de monumentos; Juan García Ramírez, arquitecto diocesano; Francisco San Román, delegado regio de Bellas Artes. Las atribuciones de la comisión eran inventariar los objetos de arte; dictaminar en los asuntos de arte y en todos los expedientes de enajenación de objetos artísticos; examen de los planos de nuevos edificios, de los presupuestos de ampliaciones, decoraciones, reparaciones, etc.; proponer, a quien lo mereciese, el título de conservador diocesano de arte religioso; establecer delegaciones comarcales en las distintas provincias y distritos de la archidiócesis; la formación de la cultura artística en la diócesis, bien por medio de libros, bien a través de conferencias o lecciones; elegir cuatro miembros que formasen parte de la misma comisión durante tres años y designar al que desempeñase el cargo de secretario; presentar al arzobispo, a principios de enero de cada año una memoria de lo actuado durante el anterior y, por último, ejecutar los encargos y gestiones que el prelado les confiase.
Poco después, el 19 de mayo, el Gobierno proponía al rey Alfonso XIII que el cardenal arzobispo de Toledo fuera el delegado oficial de España en el XXVIII Congreso Eucarístico Internacional que se celebraría en Chicago entre los días 20 y 24 de junio de ese año; el primado iría acompañado del obispo de Calahorra y de su capellán, Ricardo Pla Espí.
Pero antes de partir, el cardenal, dentro de los actos del centenario de la catedral, procedió a la coronación pontificia de la patrona de Toledo, la Virgen del Sagrario. Tuvo lugar el domingo 30 de mayo y comenzó con dos días de preparación, en los que pontificaron el patriarca de las Indias y el obispo prior de las Órdenes Militares, Narciso Esténaga, predicando por las mañanas el obispo de Coria, Pedro Segura, y por las tardes el magistral de la catedral, José Rodríguez y los obispos prior y de Salamanca. Por la mañana del día de la coronación llegó a Toledo el príncipe de Asturias, al que recibió, en la puerta del Perdón de la catedral, el cardenal acompañado por los obispos de Coria, Plasencia, el auxiliar de Toledo, el prior de las Órdenes, así como del cabildo catedral, y las capillas de Reyes, mozárabes y beneficiados. A las nueve y media de la mañana comenzaba el pontifical, celebrado por el nuncio Tedeschini; la imagen de la Virgen, revestida con el manto de las 70.000 perlas, regalo del cardenal Sandoval y rehecho en el pontificado del cardenal Fernández de Córdoba, se ubicó en el crucero, ante la reja de Céspedes. Al acabar el pontifical se efectuó la ceremonia de bendición de la nueva corona de la Virgen y a continuación se organizó la procesión hasta la plaza de Zocodover, donde, tras la entrega de la corona por parte del príncipe de Asturias, tuvo lugar el acto de coronación, celebrado también por Tedeschini, dirigiendo a continuación el cardenal Reig la palabra a la multitud que llenaba la plaza.

Coronación de la Virgen del Sagrario, por el nuncio Federico Tedeschini

A su regreso de Estados Unidos el cardenal dirigió una circular a los diocesanos narrándoles lo que había supuesto el Congreso Eucarístico Internacional de Chicago. El primado agradecía a Dios la experiencia vivida, el haber podido tomar parte en dicho Congreso, que había contado con la presencia de doce cardenales, sesenta arzobispos, ciento noventa obispos, muchos centenares de sacerdotes seculares y regulares y más de un millón de católicos; agradecía, asimismo, al Gobierno las facilidades dadas para la realización del viaje, así como a los cardenales, autoridades y personas católicas de Nueva York y de Chicago. A su juicio, había resultado interesante la sección de habla española y destacó la presencia de la delegación mexicana, al estar el país en plena efervescencia de la política anticlerical; en relación con esto, y siguiendo las indicaciones del papa, que había ordenado rogativas por la Iglesia de México, el cardenal mandaba que estas se hicieran en todas las iglesias de la archidiócesis el 1 de agosto; en la parroquia santuario de Nuestra Señora de Guadalupe se harían durante ocho días más. Reig había enviado el 3 de julio, en nombre de todo el episcopado español, una carta a los obispos mexicanos, para consolarles en la difícil situación que estaban viviendo, carta que fue respondida con agradecimiento por el arzobispo de México. Pero no se limitó a esto el cardenal, sino que el 15 de septiembre dirigió una carta circular a los metropolitanos de España y América, en la que, ante la situación persecutoria en México, comunicaba a sus hermanos en el episcopado que había mandado que en la archidiócesis toledana, el día 12 de octubre, fiesta de la Raza, se celebrasen misas de comunión general de niños, por los católicos de México, por si los demás obispos juzgaban conveniente realizar actos similares en sus diócesis.
El 20 de octubre, miércoles, daba comienzo el III Congreso Eucarístico Nacional, junto con los actos del VII Centenario de la catedral primada. Como actos preparatorios inmediatos se celebraron triduos en todas las parroquias de la ciudad, además de otro que el obispo de Coria y electo de Burgos, Pedro Segura, impartió a la Adoración nocturna. El programa preparado era muy intenso y variado. Toledo se vio inundada de congresistas, de modo que la comisión de hospedaje tuvo que preparar 2.500 habitaciones en hoteles, fondas y pensiones, además de las habitaciones cedidas por particulares, mientras en el seminario se alojaban más de quinientos sacerdotes; al congreso concurrían sesenta y dos delegados diocesanos, entre ellos uno de México, dos de Alemania y uno de Bolonia; éste último, Dante Dallacasa, capellán del Colegio Español de San Clemente, ostentaba la representación del cardenal Rocca di Corneliano, arzobispo de Bolonia, a quien Reig invitó por los especiales vínculos que unían a esta ciudad con Toledo.
Tras el canto del Veni Creator y las palabras de bienvenida del deán de la catedral, el obispo de Ciudad Real pronunció un discurso sobre La Catedral de Toledo y la Sagrada Eucaristía; después se constituyeron las mesas. A continuación el cardenal Reig realizó la apertura del Congreso, culminando el acto con la inauguración de la ampliación del museo catedralicio. Por la tarde hubo diversas reuniones y hora santa. El jueves 21, tras la misa de comunión y el pontifical a cargo del arzobispo de Granada, se inauguró la Exposición Eucarística Diocesana, en el palacio arzobispal; por la tarde, reuniones y hora santa. Al día siguiente, tras la misa de comunión celebrada por el arzobispo de Valladolid y la misa en rito mozárabe, tuvieron lugar la reunión de las diversas secciones y por la tarde, hora santa. El sábado 21 comenzaba con misa de comunión general de niños, presidida por el arzobispo de Valencia, para, a continuación, presentar a la Virgen del Sagrario los niños de España; por la tarde tuvo lugar la solemne sesión de clausura. Por la noche tuvo lugar la solemne vigilia nacional de la Adoración Nocturna Española, con sermón del arzobispo electo de Burgos, Pedro Segura.
Para aquellos diocesanos que no pudieran asistir, el cardenal había dispuesto que el domingo 24 se celebraran cultos eucarísticos especiales, que consistirían en comunión general, misa solemne con exposición y cultos con exposición, bendición y reserva por la tarde. Ese día era, en efecto, el momento culminante del Congreso, con la procesión eucarística que recorrió las calles toledanas cruzando las murallas de la ciudad hasta el hospital de Tavera, donde, tras la lectura de la consagración a Cristo Rey por parte del primado, el nuncio Tedeschini impartió la bendición con el Santísimo a unas cincuenta mil personas que se hallaban presentes; tomaron parte en la procesión unas diez mil personas, presididas por cuarenta obispos y cuatro cardenales.
Como complemento del Congreso, el lunes 25 se realizó una excursión eucarística a Torrijos, para visitar los restos de Teresa Enríquez, la “Loca del Sacramento”, con procesión y bendición con el Santísimo por la tarde, impartida por el cardenal primado, quien por la mañana celebró en la catedral la misa de pontifical en el día del centenario de la catedral.