lunes, 31 de agosto de 2015

Lisboa

Acostumbrado a cruzar desde niño sobre el Tajo en Toledo, me impresionó, casi dejándome sin palabras, divisar el majestuoso estuario del río desde el avión, a medida que me aproximaba a Lisboa. Es la misma experiencia, pero teñida de melancolía, cuando al retorno, las últimas luces de la tarde bruñían las aguas y volviendo a Madrid, nos adentrábamos en la oscuridad de la noche.
Lisboa...una de las ciudades más bellas que conozco. Cuatro días en ella saben a poco. Lisboa son sus monumentos, desde la reciedumbre de la Sé hasta las filigranas manuelinas de los Jerónimos. Pero son también sus calles, llenas de vida; el tipismo de Alfama, la degradación de la Moureria, el esplendor de la Praça do Comercio. Y son sus gentes, amables, hospitalarias. Lisboa es la aparente tristeza del fado y la fuerza de los conciertos en los locales de la Baixa o del Chiado. Los olores penetrantes de los restaurantes típicos, ebrios de pescados y vinos generosos, y el sabor delicioso de una rica gastronomía.
                    La Sé
Es hermoso redescubrir Lisboa después de tanto tiempo. En esta ocasión me ha impresionado cómo no esperaba. Sus calles me recuerdan las de Roma, de ahí la íntima familiaridad que he sentido paseando, sin prisas, por ellas. Sus iglesias, de un barroco diferente, majestuoso, invitan al recogimiento, a la oración. Los palacios recuerdan un pasado glorioso, aventurero, el de una pequeña nación que se lanzó a los caminos de la mar; un pueblo de exploradores, de soñadores, que quiso ir más allá de lo conocido, que sometió a las fuerzas hostiles de la naturaleza y se adentró en paraísos que superaban todo lo imaginable. En los Jerónimos encuentra uno el esplendor de Oriente, mezclado con los delirios del último gótico, la locura del desventurado don Sebastián y la firme voluntad de doblegar fronteras del afortunado don Manuel.
Lisboa...Me ha sorprendido la riqueza del Museu Nacional de Arte Antiga, en cantidad y calidad, desde el políptico de San Vicente, de un realismo desconcertante, hasta los delirios surrealistas de El Bosco, cuya visión justifica por sí sola un viaje a Lisboa. La riqueza de la orfebrería religiosa, la delicadeza del arte japonés y chino, las exuberancias de las piezas indias. Un conjunto magnífico, que puede ser contemplado tranquilamente, dada la poca cantidad de visitantes, que contrasta con las masas que invaden otros espacios. Y el complemento del Museu es la colección Calouste Gulbenkian, expresión magnífica de un mecenazgo casi desusado en nuestros tiempos.
Retorno de Lisboa con un sabor agridulce. El del saber lo cerca que estamos de Portugal, y sin embargo, parece que nos separan miles de kilómetros. Una historia de desconfianzas, de recelos mutuos, que nos ha hecho ignorarnos, cuando estamos tan próximos, cuando compartimos tantas cosas. Tal vez este viaje, esta tercera, pero que semeja una primera, estancia en la ciudad signifique, por mi parte, el tratar de subsanar, desde mis posibilidades como investigador, este desconocimiento. Creo, y espero, que tantos españoles como deambulaban estos días por las calles lisboetas, serán capaces de superar prejuicios seculares y contribuirán a enlazar a estos dos viejos países, hijos de la Hispania romana y visigoda

Claustro de los Jerónimos