lunes, 21 de febrero de 2022

EL INFANTE DON LUIS

 Comparto mi artículo del pasado miércoles 16 de febrero en La Tribuna de Toledo

Hace pocos días, en una cálida y primaveral tarde de invierno, me acerqué a Boadilla del Monte a pasear, aprovechando la cercanía a la Facultad, buscando descansar tras las clases. Nada más llegar a la población, que conserva un par de espléndidas iglesias –bellísima la pequeña mudéjar de San Cristóbal- impacta la rosada mole del palacio que el conde de Chinchón mandó construir a Ventura Rodríguez. Deambular por sus escalonados jardines, en plena fase de recuperación, fue sumergirse en un remanso de paz y serenidad, mientras el sol caía y el aire se llenaba del crotoreo de las cigüeñas.

Pero ¿quién fue el promotor de ese pequeño oasis, que albergó una corte principesca? Probablemente, decir que fue el decimotercer conde de Chinchón, les puede dejar igual. Y sin embargo, dicho titular del condado estuvo muy vinculado a Toledo, pues se trata del infante don Luis Antonio Jaime de Borbón y Farnesio, hijo menor de Felipe V y de Isabel de Farnesio, quien, antes de renunciar al estado eclesiástico al que había sido destinado desde niño – así lo representa un delicioso  retrato de Louis-Michel van Loo-, ocupó la sede arzobispal de Toledo, al mismo tiempo que era cardenal de la Santa Iglesia Romana, con el título de Santa María della Scala. Una figura que ha pasado desapercibida en muchas ocasiones pero que se vio inmersa en un huracán de intrigas políticas tras su secularización, derivada del hecho de que los hijos de su hermano Carlos III, nacidos en Nápoles, según la ley Sálica introducida por el primer Borbón, no habrían podido reinar. Envuelto en un oscuro y novelesco episodio, quedó excluido de la sucesión a la corona al contraer matrimonio desigual, celebrado en Olías, siendo alejado de la Corte, de modo que pasó sus últimos años entre los palacios de Velada y Arenas de San Pedro. Su hijo Luis, educado por el cardenal Lorenzana, sucedería a éste en el arzobispado toledano y ocuparía la misma sede cardenalicia que su padre.

El cardenal infante Luis de Borbón (van Loo)
Más allá de su rocambolesca vida, el infante don Luis destacó por ser un gran mecenas de las artes a lo largo de la misma. En su desterrada pequeña corte de Arenas acogió a Francisco de Goya, quien realizó un magnífico retrato de su familia, como antes protegió a Luigi Boccherini y a Luis Paret. También le preocuparon las nuevas formas de agricultura y ganadería, que promovió.

De su entrada como arzobispo en Toledo, se conservan, en el Archivo Capitular, unos interesantes restos de arquitectura efímera. En la fachada de la iglesia parroquial de Orgaz, campean sus armas, pues bajo su pontificado se comenzó a reedificar. En el Instituto El Greco se custodia parte del magnífico gabinete de ciencias naturales que fue creando.

Culto y refinado, bibliófilo empedernido, bondadoso y vanguardista. Quizá la historia de España hubiera sido muy distinta si en lugar de un Carlos IV hubiera reinado un Luis II.

domingo, 13 de febrero de 2022

DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO

El Antiguo Testamento nos habla de la existencia de dos caminos para el hombre, el del bien y el del mal, el de la vida y el de la muerte. Desde la libertad, don de Dios, que Él respeta de modo exquisito, podemos escoger uno u otro. Jeremías, en la primera lectura, proclama la bendición de quien confía en el Señor y recorre su camino, comparando la robustez, la vitalidad y fecundidad de su existencia con la del árbol plantado al borde del agua, metáfora de gran potencia en un país seco y desértico en la mayor parte de su territorio como Israel. Dicha imagen es retomada y comentada bellamente por el salmo 1.

Esta bendición es la que proclama hoy Jesús en el evangelio de Lucas, quien sitúa la escena en una llanura, a la que han acudido gentes de muy diversos lugares, incluso paganos, anuncio de la futura universalidad de la Iglesia. Las bienaventuranzas se convierten en el anuncio de un modo nuevo de vivir la relación con Dios, ya que éste rompe los esquemas vigentes en la sociedad, al proclamar dichosos, bienaventurados, predilectos de Dios a aquellos que habitualmente son despreciados, marginados, preteridos. Es el camino que ha de seguir la Iglesia, que no se debe limitar a enunciar de modo teórico esta opción preferencial por los pobres, sino que ha de realizar de modo concreto, real, este compromiso con los más necesitados, promoviendo su desarrollo humano, como nos recuerda hoy la campaña de Manos Unidas.

El Sermón de la Montaña (Fra Angelico)
Pero esta promoción no es un fin en sí mismo, sino la construcción paulatina del Reino de Dios, que sólo alcanzará plenitud en la vida eterna, en el encuentro definitivo con Cristo resucitado, primicia de los muertos, llamados también a la resurrección y la vida, como nos advertía Pablo en la segunda lectura.

Este equilibrio entre el compromiso con el mundo y la esperanza escatológica es el que se realiza plenamente en María, imagen y modelo de la Iglesia.

sábado, 5 de febrero de 2022

LA LUZ DE MOISÉS

 Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo

En una luminosa y suave tarde romana, cuando los rayos del sol comienzan a decaer, besando con destellos anaranjados los viejos monumentos, penetro en la basílica de San Pietro in Vincoli. Sumida en la oscuridad, en su transepto derecho, no obstante, refulge, material y simbólicamente, una de las expresiones máximas de la creatividad humana, el Moisés de Miguel Ángel, ubicado, y desplazando el protagonismo de su ocupante, en la tumba de Julio II. Un capolavoro, una escultura tan extraordinaria, casi viva, que hace palidecer la perfección de las otras con las que el artista adornó el sepulcro de un papa, Giuliano della Rovere, pontífice mecenas y guerrero, émulo de su homónimo, César.

Me siento en un rincón para contemplar, sin prisas, la hermosura que emana del rostro, de los gestos, de las texturas que Miguel Ángel extrajo de la prisión marmórea que encerraba, como antaño a David, al legislador de Israel. Observo el sepulcro, verdadero arco triunfal para Moisés. Sobre él, protegido por una Madonna con el Niño, yace recostado el papa della Rovere, flanqueado por un profeta y una sibila, evocadores de los bellísimos que Buonarroti plasmó en la bóveda de la Sixtina. A un lado de Moisés, la escultura de Raquel, orante y mirando al cielo, representa la vida contemplativa, mientras que al otro, Lía, personifica la vida activa, resumiendo los dos modos de alcanzar la salvación y la vida eterna.

A realzar, si cabe, el conjunto, viene a ayudar la espléndida iluminación recientemente instalada tras la restauración de 2019, que reconstruye la original y natural proyectada por el genio miguelangelesco. En efecto, al final de su vida, influido por una intensa espiritualidad nacida del contacto con el círculo de Vittoria Colonna y los spirituali, Buonarroti jugó en sus obras con el simbolismo de la luz, estudiando su reflejo en la tumba. Perdidas las ventanas originales, que permitían este diálogo entre el mármol y la luz del sol, la actual iluminación va reconstruyendo estas variaciones, recorriendo las diferentes etapas del día, que culminan al atardecer, cuando los rayos solares se posaban sobre el rostro de Moisés, y que hoy, de nuevo, evocan la gloria de Dios impresa en el profeta tras la teofanía del Sinaí. El artista, para conseguir dichos efectos, empleó diferentes técnicas de trabajo en el mármol, con grados y terminaciones distintas, con el fin de exaltar la relación de la luz con la materia.

Moisés (Miguel Ángel Buonarroti) 

Es difícil expresar con palabras lo que evoca tanta belleza. Se cumple lo que el propio Miguel Ángel, también poeta, escribió: “Mis ojos, que codician cosas bellas/ como mi alma anhela su salud,/ no ostentan más virtud/ que al cielo aspire, que mirar aquellas.”

Envuelto en la música del órgano, que comienza a sonar; acariciado por los últimos rayos del sol que bañan la nave de la basílica, silencioso, contemplo, lleno de serenidad, la sublime perfección de lo Bello encarnado en mármol.