domingo, 20 de noviembre de 2016

Jesucristo, Rey del Universo

La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, culmina y cierra el año litúrgico con el recuerdo de la última manifestación del Señor, que ha de venir a consumar toda la historia de la salvación, al mismo tiempo que abre y prepara la nueva etapa del Adviento, que iniciaremos el próximo domingo. Se compendia así, en el año litúrgico, el recuerdo, la celebración, la vivencia, de todo el misterio de la acción salvadora de Cristo en favor de la humanidad. El centro de todo el año litúrgico, como el de la vida cristiana que se alimenta del mismo es Cristo, el Señor que vino, que viene y que vendrá; que inició la historia, que la guía y que la llevará a plenitud.
Partiendo del sentido de esta solemnidad, os invito a una serie de reflexiones, que puedan ayudar a una mayor vivencia del misterio cristiano, a una mejor celebración del mismo y a un renovado y gozoso anuncio de lo que vivimos y celebramos, a una proclamación, desde la fe, la esperanza y el amor, de Cristo, nuestro rey, nuestro señor, nuestra vida.


Origen y evolución de la fiesta

La fiesta fue instituida para el último domingo de octubre por el papa Pío XI, en la encíclica Quas primas, del 11 de diciembre de 1925. El papa quería demostrar cómo Cristo es rey, no sólo de los fieles, sino de todas las criaturas y pretendía, frente a la apostasía pública de la sociedad de su época, no sólo destacar el hecho en sí, sino reparar la misma, señalando los desastres que para la propia sociedad había producido y recordaba que la vida de la tierra no puede vivirse sin su relación con Dios, que el orden terreno no podría ser sano ni lograr sus fines, incluso los fines que le son propios, si se desarrolla como si Dios no existiera.
En la actualidad, tras la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, la fiesta tiene un enfoque más cósmico y escatológico, al final del año litúrgico, apuntando también a los contenidos del tiempo de Adviento. Las tres series de lecturas presenta a Cristo como Pastor de la humanidad (ciclo A); Rey eterno (ciclo B) y Rey desde la cruz (ciclo C, con la lectura de Lc 23,35-43). El prefacio completa la visión del reinado de Cristo aludiendo a sus cualidades: “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz”. El oficio de lectura del día invita a contemplar la visión del Hijo del hombre en el Apocalipsis, junto a un comentario de Orígenes sobre la petición venga a nosotros tu reino, del Padrenuestro. Las demás horas litúrgicas se refieren al señorío de Cristo, a partir del misterio pascual.
La solemnidad hace de enlace entre un año que termina y otro que empieza, ambos presididos por el signo de Cristo, rey universal, Señor de la historia, alfa y omega, el mismo ayer, hoy y siempre por los siglos. Nos invita, por tanto, a celebrar y a redescubrir, una vez más, la centralidad absoluta de Cristo en la historia de la humanidad y de cada ser humano en concreto.

Cristo, Señor de la historia

A partir de lo que nos propone la solemnidad del día, podemos contemplar cual es el significado de Cristo, como Señor, como Rey, de la historia humana. Hay que partir del hecho de que el cristianismo es una religión de la historia. La salvación de Dios, que comienza con la creación del cosmos, cuyo punto culminante es la creación del ser humano, que tras la caída original implica una intervención redentora que se realiza en plenitud con la Encarnación del Verbo, es una salvación dentro de la historia, en los mismos acontecimientos humanos. No es una intervención mítica, fuera y anterior a la historia de los hombres, como proponían las cosmogonías paganas, sino que, desde el comienzo, actúa en lugares concretos, con hombres y mujeres de carne y hueso, en sus propias limitaciones e incluso a través de sus propios pecados. La promesa que se hace a Abraham se actúa cuando el pueblo, oprimido en Egipto, clama al Señor y éste le envía a Moisés. La entrada y posesión de la Tierra Prometida es un primer cumplimiento, aún imperfecto de la promesa. A pesar de los pecados e infidelidades del pueblo, Dios sigue siendo fiel, y envía a los jueces, unge a los reyes, confiere su misión a los profetas. El mismo exilio en Babilonia se convierte en una oportunidad de purificación, de renovación, que preparando el judaísmo postexílico, creará el marco en el que se realiza el momento culmen de la historia humana, cuando el propio Dios, por medio de su Hijo, el Verbo, la Palabra, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, se hace hombre, toma su carne y su sangre de las entrañas santísimas de María, y mediante su misterio pascual de pasión, muerte, sepultura y resurrección, vence al mal y al pecado, e inaugura, mediante el envío del Espíritu Santo, la etapa de la Iglesia, cuya misión es anunciar, celebrar, hacer presente la salvación de Cristo a toda la humanidad, preparando su venida final, gloriosa, en la Parusía, para culminar y llevar a plenitud esa misma historia humana.
Por tanto no cabe, desde el punto de vista teológico, una separación entre la historia de la humanidad y la historia de la salvación. Ni siquiera para aquella porción de la humanidad que a priori, al quedar fuera de la actuación concreta de Dios en la historia del pueblo de Israel, podría parecer excluida hasta el mandato de Cristo de anunciar el Evangelio a todos los pueblos. En el resto de la humanidad, y así lo señalaban ya los Santos Padres, se daban semina Verbi, semillas del Verbo, también su propia historia era, de un modo que se nos escapa, preparación evangélica.
Pero cabe dar un paso más; la historia de la salvación no es sólo algo que se produce a nivel global, sino que, al mismo tiempo, es algo personal. La historia de cada ser humano concreto, individual, es historia de salvación. Todos los acontecimientos que vivimos, los buenos, los malos, incluso nuestros propios pecados y defectos morales, pueden, y de hecho lo hacen, convertirse en oportunidad de salvación; Jesucristo el Señor se hace presente en cada una de nuestras vidas, se hace compañero de camino, cercano, recorriendo nuestro propio itinerario existencial, curando, como buen samaritano, las heridas de nuestro corazón y ofreciéndonos siempre su amor salvador y misericordioso. En la vida del cristiano se reproducen las grandes etapas de la historia de la salvación: como el pueblo de Israel fue rescatado de la esclavitud del faraón, liberado definitivamente del mismo tras cruzar el mar Rojo, así cada uno de nosotros ha sido rescatado de la esclavitud del pecado, arrancado del poder, no del faraón, sino del demonio; ha cruzado el mar que lo salva, el bautismo, donde se sumerge el mal; recorremos el desierto de la historia, sometidos a pruebas, caídas, tentaciones; donde experimentamos, como Israel, una y otra vez, el perdón misericordioso de Dios, que nos alimenta con el pan bajado del cielo de la Eucaristía, para, por fin, llegados a la Tierra Prometida, la vida eterna, somos introducidos en la misma tras cruzar las aguas del Jordán de nuestra propia muerte, destruido su poder aniquilador por el paso previo del Señor por las mismas.

La celebración de la redención

Toda esta actuación histórica de Dios, por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo, se celebra y actualiza en el año litúrgico. Éste no es sólo un recuerdo de la historia de la salvación, sino que es, ante todo y sobre todo, actualización, memorial del mismo. La palabra memorial, en griego anamnesis, es el equivalente del término hebreo zikkarôn, implica un hacer presente, aquí y ahora, el misterio que se celebra. En la Biblia aparece siempre como un signo que reúne en sí el pasado y presente (función rememorativa y actualizante) y garantiza la esperanza en el futuro (función profética).Esto se realiza de un modo especial en la Eucaristía, memorial de la pascua del Señor, memorial objetivo, no sólo (aunque también lo sea) un recuerdo objetivo de lo que el Señor hizo por nosotros; hace presente, aquí y ahora, el único sacrificio de Cristo en la cruz. Recordar y conmemorar no significan un volver puramente al pasado, sino traer el pasado al presente como fuerza salvífica, la evocación de un acontecimiento pasado se vuelve proclamación de un misterio salvífico realizado: “Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1Cor 11,26). La liturgia cristiana tiene en el memorial el gran signo de la presencia del Señor y de la actualización de los misterios de Cristo por obra del Espíritu Santo. El sacrificio de Cristo en el Calvario no se repite, sin embargo, en el memorial, está él presente, se nos da hic et nunc, para nuestra salvación y para gloria de Dios Padre. En el memorial real de la Eucaristía se lleva a cabo, de forma concentrada aquella obra de la redención humana y de la glorificación de Dios que en la constitución litúrgica del Vaticano II, la Sacrosanctum Concilium, describe así: “Esta obra… Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión” (SC 5). En el memorial eucarístico se recuerda ante todo la muerte del Señor, el acto redentor del que se benefician todos los participantes del banquete eucarístico; pero es significativo que desde el principio y de un modo consciente, la Iglesia ha querido celebrar esta muerte no el día en que tuvo lugar, el viernes, sino el domingo, porque no es posible conmemorar la muerte de Jesús sin conmemorar su resurrección. Mediante la actualización del misterio pascual se entra en contacto salvífico con la persona de Cristo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él” (Jn 6,56)
Por tanto es imprescindible, si queremos vivir una auténtica vida cristiana, tener como centro (tal y como pedía el Concilio) la celebración de la liturgia, de un modo especial la Eucaristía, culmen de dicha vida. La espiritualidad litúrgica no es, por tanto, una espiritualidad más, optativa, al lado de otras legítimas y diversas espiritualidades en el seno de la Iglesia. La espiritualidad litúrgica es básica y general, común a todos los discípulos de Jesús. Es el sustrato común de toda forma de vida carismática o apostólica. La espiritualidad litúrgica es, de hecho, la espiritualidad de la Iglesia. Se supera así una visión subjetiva de la vida espiritual, pues el misterio de Cristo que se celebra en las acciones litúrgicas es presentado y vivido en toda su integridad y eficacia objetiva. Los misterios de la salvación se ponen al alcance de los fieles no sólo para que estos los contemplen y traten de imitarlos en si vida, sino, ante todo, para que se beneficien de su fuerza redentora. ¿Cuáles serían, brevemente, las características de una espiritualidad litúrgica?
En primer lugar es bíblica, está basada en la Biblia como Palabra de Dios celebrada y actualizada en los signos litúrgicos. A lo largo del año litúrgico se nos van presentando los principales pasajes del texto sagrado; se nos ofrecen los contenidos salvíficos concretos para la santificación de los hombres y el culto a Dios. En este sentido es también una espiritualidad histórica  y profética, pues lleva a penetrar en el significado salvífico y escatológico de los acontecimientos de la historia de la salvación, cumplida en Cristo y prolongada en la existencia de los bautizados.
Asimismo, la espiritualidad litúrgica es cristocéntrica y pascual, ya que la liturgia tiene como centro a Cristo y anuncia, celebra y hace presente la obra de Cristo bajo la acción del Espíritu Santo. Es, asimismo, mistagógica, es decir, introduce, inicia, gradualmente en el misterio de Cristo en su representación y actualización litúrgica.
Esto no implica, como a veces se ha hecho, que en la vida del cristiano no exista, junto a lo que podemos llamar piedad litúrgica, otras prácticas que secularmente la piedad popular ha ido introduciendo. Ambas se deben armonizar, pues la liturgia no solo no excluye la oración personal, sino que, al contrario, invita a los fieles cristianos a dedicarse al coloquio personal, cercano, íntimo, con el Señor, así como es imprescindible la veneración y el amor filiar a la Madre del Señor y la devoción a los santos. El mismo Concilio, con realismo y equilibrio, quiso estimular la espiritualidad más allá de la misma vida litúrgica (SC 12)
Y aquí entra de lleno la adoración eucarística, el culto eucarístico. Éste, expresión de la fe en la presencia real, substancial, permanente de Cristo en las especies eucarísticas, es prolongación de la celebración de la Eucaristía, de la misa. El culto eucarístico debe conducir, por tanto, a una más plena y profunda participación en el misterio pascual de Cristo, es decir, a recibir con más intensidad y frecuencia la eucaristía y a poner en práctica la unidad en la caridad que está significada en el sacramento. La adoración eucarística se encuentra entre la identificación con Cristo en el sacrificio, del que es prolongación y la participación sacramental, que conduce también a la comunión con los hermanos, pues el culto eucarístico no puede ser ajeno a la vida.

Anuncio y testimonio

Pero todo esto no es algo que pueda quedar relegado al ámbito de la propia intimidad y vivencia personal. El cristiano, injertado en Cristo por el bautismo, fortalecido con el sello del Espíritu Santo, alimentado con el mismo Cuerpo del Señor resucitado, llamado a reproducir en su vida la misma vida de Cristo, es urgido, en virtud de esa unión con el Señor, a ser su testigo; ante todo con el testimonio de una vida coherente, marcada por el doble eje del amor a Dios y a los hermanos, por el compromiso de servicio a los demás, especialmente a los pobres y marginados, siendo él mismo, como lo fue Cristo, buen samaritano que cura la herida del prójimo, sacramento de la presencia de Cristo.
Pero junto a esto está el mandato explícito del Señor de anunciar el evangelio a todos los pueblos. El cristiano, todo cristiano, tiene el derecho y la obligación de ser evangelizador. No se trata de imponer, no se trata de obligar a nadie a creer, pues la fe es un don gratuito. Se trata de anunciar a Cristo, de proclamar a Cristo, de comunicar a Cristo a los demás, respetando la libertad de acoger o rechazar dicho mensaje. Sin olvidar que si la vida del cristiano no es coherente con lo que dice creer y vivir, el propio anuncio de Cristo quedará devaluado o ridiculizado.

Por ello, si queremos, en el cambiante mundo que nos toca vivir al comienzo del siglo XXI, uno de esos momentos de auténtica transformación histórica, manifestar al Señor Resucitado, comunicarle eficazmente a la humanidad que nos rodea, no hay modo más perfecto que el del testimonio de la santidad. Una de las grandes aportaciones del Concilio, fue recordarnos que todos los bautizados estamos llamados a la santidad, que la santidad no es patrimonio de unos privilegiados del espíritu, sino el estado normal y habitual en el que debería vivir todo cristiano. Cuando seamos bienaventuranzas andantes, cuando de nosotros puedan decir, como de la primera Iglesia, “mirad cómo se aman”, cuando dejemos tantas rencillas, y grupúsculos, tantas divisiones y prevenciones, cuando realmente nos sintamos todos hermanos y hagamos de la Iglesia una verdadera familia, cuando no seamos ni unos cristianos tristes ni unos tristes cristianos, sino que gocemos con lo que somos, sintamos que la fe plenifica, llena, colma de felicidad auténtica y de sentidos a la existencia, entonces nuestro testimonio será luminoso, nuestras vidas, sumadas unas a otras, serán esa luz que encendida, como en la noche pascual, en la Luz gloriosa de Cristo, unida a la luz de los hermanos, disiparán las tinieblas del mundo. Así la historia humana, que tiene su origen en Cristo, el alfa, el principio, se dirigirá, a su plenitud en el mismo Señor, omega, fin y culmen de la historia, su plenificador, que vendrá para establecer los cielos nuevos y la tierra nueva en los que reine la justicia.

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