jueves, 18 de agosto de 2016

El cardenal Enrique Reig y Casanova (IX)

El Real Patronato

Uno de los problemas que el primado hubo de afrontar fue el de la provisión de los cargos eclesiásticos en España. Eran muchos los que se quejaban de los abusos y perturbaciones que el sistema vigente acarreaba a la Iglesia española. La práctica hasta el siglo XVIII había consistido, en lo referente a las iglesias catedrales y colegiatas, en que las provisiones se iban haciendo en meses alternos por el papa y los obispos; el Concordato de 1753 alteró radicalmente este sistema, quedando reducida a cuatro meses la alternativa de los obispos y concediéndose los ochos restantes a la Corona. El derecho de los obispos se vio aún más reducido por el Concordato de 1851, en el que no sólo se reservó a la Corona el nombramiento para el deanato, sino que también la provisión de las vacantes producidas por resigna o promoción.
Pero a la altura de los años veinte, el viejo privilegio se consideraba ya como algo caduco, “una verdadera institución medieval” que al ejercerse en circunstancias tan distintas de las originarias, apenas justificaban siquiera el calificativo de Real. Se veía desligado de los motivos históricos que le dieron origen, de modo que los gobiernos anticlericales que habían regido el país durante el último siglo poco tenían que ver con los monarcas que se proclamaban defensores de la fe y que merecieron el privilegio. La misma prensa liberal denunciaba que los políticos que dirigían el ministerio de Gracia y Justicia estaban muy lejos de dominar con la debida competencia los asuntos eclesiásticos, siendo muy contados los que llegaban al cargo en condiciones de orientarse para los nombramientos del clero, lo que daba lugar a un régimen de favor y arbitrariedad. Además, tras la Gran Guerra, con la caída del Imperio austro-húngaro y otras monarquías, la Santa Sede había optado por ir haciendo desaparecer los viejos privilegios concedidos a los monarcas. Era, por tanto, deseo de la Iglesia, manifestado explícitamente por Benedicto XV y Pío XI, afirmar su independencia y libertad.
El 22 de diciembre de 1923 Reig envió al nuncio un escrito del obispo de Calahorra, en el que éste exponía los daños que sufría la Iglesia con el procedimiento de provisión de las prebendas en catedrales y colegiatas, así como los remedios posibles; de ello había dado cuenta en la reunión de metropolitanos, y estos convinieron que dado el estado de cosas en el que se encontraban, no se podría lograr una reforma que lesionaría en tal modo el Real Patronato que tendría que ser objeto de nuevo Concordato.
Lo que denunciaba el obispo calagurritano, Fidel García Martínez, era que, con el sistema existente, no solo el nombramiento de la mayor parte de los principales puestos de las diócesis había venido a caer en manos de una autoridad extraña a la Iglesia, como era el ministerio de Gracia y Justicia, sino que además gozaba en ello de una libertad que no tenía para los nombramientos de funcionarios civiles de su departamento, lo cual conducía a que no siempre se designaran los más dignos o capaces; el obispo denunciaba además las corruptelas existentes; los ascensos de personas medianas, mediocres e ineptas; los servicios políticos pagados con beneficios eclesiásticos; los nombramientos debidos a la influencia de caciques o de partidos políticos, todo ello concretado en cuatro daños producidos: primero, para el gobierno de las diócesis, pues los cabildos así formados no merecían la confianza de los prelados; para los cabildos, la admisión de personas incapaces y el cese de estímulos para los que verdaderamente lo merecían; para el clero diocesano, la desilusión y el escándalo; para el pueblo fiel, la esterilidad del ministerio sacerdotal. Como remedio radical proponía que la Iglesia pudiera recuperar su libertad, en conformidad con el propio derecho vigente, como aparecía en el canon 403 o, al menos, acercándose lo más posible; a su juicio, podría la Corona reservarse, como recuerdo histórico y honorífico, una dignidad o canonjía en cada cabildo, o al menos, no pudiendo conseguirse otra cosa, que nombrara siempre en terna propuesta por el obispo.
La solución que finalmente se impuso fue la de la creación de una Junta eclesiástica que, delegada por el rey, propusiera a éste, como patrono de las iglesias de España, las personas que debían ocupar las prebendas y beneficios vacantes; Alfonso XIII firmaba el real decreto el 10 de marzo de 1924. El nombre oficial era el de Junta Delegada del Real Patronato, y estaba compuesta por el arzobispo de Toledo, como presidente nato; un arzobispo y dos obispos titulares; un prebendado dignidad; un canónigo y un beneficiado, pertenecientes estos tres últimos al cabildo de cualquier catedral o colegiata del reino. La Junta designaría a uno de los vocales para la función de secretario. Los obispos españoles elegirían a los prelados que fueran vocales en la forma que ellos consideraran mejor, pero el resto se haría por voto corporativo de cada catedral o colegiata, computándose en cada una de ellas un voto por clase de aquellas a las que fueran a pertenecer los elegidos, remitiéndose las actas de elección al arzobispo de Toledo, quien procedería al escrutinio, ayudado por un capitular y un beneficiado de la catedral primada, comunicándose el resultado al ministerio de Gracia y Justicia, para que procediera al nombramiento; la Junta, excepto su presidente, se renovaría cada dos años. Para la elevación de presbíteros al episcopado, los obispos pertenecientes a la Junta debían hacer en el mes de enero de cada año una clasificación de un número aproximado al de posibles vacantes, señalando sus méritos y condiciones, y con carácter reservado, entregar la lista al ministerio de Gracia y Justicia, para que lo tuviera en cuenta para las propuestas al rey; la promoción a los arzobispados, así como los destinos de todos los prelados sería a propuesta del Gobierno. Cuando un beneficio o prebenda quedara vacante, se comunicaría al presidente de la Junta para que se anunciara la vacante en los boletines oficiales de todas las diócesis y pudieran los aspirantes acudir ante la Junta. Esta elevaría al rey, por medio del ministerio de Gracia y Justicia, la relación nominal, con la indicación de los méritos de quienes considerara con la virtud y capacidad necesarias para ocupar la vacante que se tratara de proveer, así como otros nombres que aunque no hubieran solicitado la vacante, constasen sus merecimientos; asimismo la Junta informaría al ministerio de las exclusiones acordadas.
Esta normativa fue vista como una gran novedad. Para algunos era una dejación, por parte del Gobierno, de una de sus funciones; para otros, como expresaba El Debate, se había quedado corto, pues era preciso aspirar a la plena libertad de la Iglesia a la hora de nombrar los diversos cargos. A juicio del nuncio, con el que coincidió el secretario de Estado, Gasparri, debería contar con un reglamento especial para la elección de los candidatos episcopales, en el que se impusiera el secreto pontificio.
La primera Junta quedó constituida por el cardenal Reig, como presidente y como vocales numerarios el arzobispo de Valladolid, Remigio Gandásegui; el obispo de Salamanca, Ángel Regueras; el de Pamplona, Mateo Múgica; el arcipreste de la catedral de Zaragoza, José Pellicer; Víctor Marín, canónigo de la iglesia primada de Toledo y Acisclo de Castro, beneficiado de Zamora. Para los años 1926 y 1927, los vocales fueron Remigio Gandásegui, arzobispo de Valladolid; Mateo Múgica, obispo de Pamplona; Ramón Pérez, obispo de Badajoz; José Pellicer, arcipreste de Zaragoza, Víctor Marín, canónigo de Toledo y Felipe Ibave, beneficiado de la misma catedral. El 25 de noviembre de 1924 enviaba el cardenal Reig al nuncio la lista con los nombres de aquellos que se consideraba pudieran ser promovidos al episcopado y que habían sido aceptados unánimemente por la Junta Delegada. El 30 de marzo de 1925 se volvía a reunir la Junta, proponiendo al Gobierno una nueva lista de nombres de sacerdotes que reunían las condiciones para ser promovidos al episcopado. El 17 de junio Tedeschini respondía al primado, indicando que, a su parecer, y salvo juicio superior de la Santa Sede, todos ellos, salvo uno, el penitenciario de Vich, podían ser presentados para el episcopado.
Ese año, el 14 de diciembre, se firmaba el real decreto sobre turnos para la provisión de cargos eclesiásticos, con el fin de que la misma pudiera hacerse lo más equitativamente posible, evitando que los distintos servicios de los aspirantes aparecieran confundidos, estableciendo para el orden de los concursos ocho categorías.
En la reunión que tuvo lugar el 12 de marzo de 1926 se acordó proponer al Gobierno los nombres de Miguel Moreno Blanco, maestrescuela de la catedral de Córdoba y secretario de cámara de dicha diócesis; el padre Juan Perelló, superior general de la congregación de los Sagrados Corazones y catedrático de Teología Moral en el seminario de Mallorca; don Justo Goñi, arcediano de Tarazona y vicario general de la diócesis; Teodolindo Gallego, arcediano de Lugo; además se repetía la propuesta que se hizo el 24 de noviembre de 1924 a favor del arcediano de Tarragona, Isidro Gomá. El 10 de abril el nuncio escribió al cardenal Reig que no había obstáculo para que fueran propuestos Isidro Gomá, Juan Perelló y Miguel Blanco Moreno, mientras que de los otros se reservaba el parecer hasta que recibiera algunos datos que había pedido sobre ellos. Esto parece demostrar el interés de la Santa Sede de realizar una selección de los candidatos, antes de que llegara la lista al Gobierno; es más, el propio Reig había solicitado de Tedeschini el nombre de los candidatos que merecían su beneplácito. Poco después, el nuncio volvía a escribir al primado, indicándole que los arcedianos de Lugo y Tarazona quedaban descartados, uno por la edad y delicado estado de saludo, y el otro por un conjunto de circunstancias que no le hacían idóneo. El 18 de noviembre de 1926 se reunió de nuevo la Junta, acordando presentar a Silvio Huix Miralpeix, del oratorio de San Felipe Neri; a Antonio Cardona, magistral de Ibiza y secretario de cámara; Germán González Oliveros, magistral de Valladolid; Justo Goñi, vicario capitular de Tarazona; Joaquín Ayala, doctoral de Cuenca y José Pellicer, arcipreste de la catedral de Zaragoza. De ellos Tedeschini indicaba el 7 de febrero de 1927 al primado que podía presentar al Gobierno los nombres de Silvio Huix, Antonio Cardona y Justo Goñi. Esta sería la última vez que actuara Reig como presidente de la Junta; la siguiente reunión, tras la muerte del prelado, sería el 28 de enero de 1928, presidida ya por el cardenal Pedro Segura. Tras la caída de Primo de Rivera, la Junta fue suprimida, por decreto del ministro de Gracia y Justicia, José Estrada, el 16 de junio de 1930, con la justificación de que era función del Gobierno volver a la normalidad, y por tanto era preciso restablecer el ejercicio de las disposiciones concordadas en su pleno vigor. Dicha supresión fue duramente criticada por el nuncio, quien en su informe al secretario de Estado, Eugenio Pacelli, alababa el funcionamiento de la misma, pues había servido al mejor ejercicio de las disposiciones concordatarias, sin que, a su juicio, y opuestamente a lo que opinaba el ministro, se hubiera salido de la normalidad en este asunto; Tedeschini creía que se había querido, ante todo, destruir también en esta materia todo vestigio de Primo de Rivera y que en España se volvía a instaurar el régimen de las influencias políticas, con las consiguientes clientelas, prestándose el campo de los beneficios eclesiásticos muy bien a estos fines. No es de extrañar, por tanto, que cuando un año más tarde se proclamara la república, fuera vista por la Santa Sede como una oportunidad inmejorable para la consecución de la ansiada libertad en los nombramientos eclesiásticos españoles.


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