miércoles, 14 de febrero de 2018

Miércoles de Ceniza

Con la celebración del Miércoles de Ceniza comenzamos el tiempo de Cuaresma, cuarenta días que nos conducen a la celebración de la Pascua de Jesús, cuarenta días en los que, siguiendo las huellas de Cristo, subimos con Él a Jerusalén. 

Nazareno (Chiesa di Nostra Signora del Sacro Cuore-Roma)
El número cuarenta, de origen bíblico, nos recuerda los cuarenta días que las aguas cubrieron la tierra tras el diluvio, los cuarenta años del pueblo de Israel peregrino por el desierto, los cuarenta días de camino del profeta Elías, y, sobre todo, los cuarenta días de oración y ayuno de Jesús en el desierto al comienzo de su vida pública. La Cuaresma se nos ofrece como un tiempo favorable para redescubrir el valor de la práctica del ayuno, de la limosna y de la oración; práctica que no es un fin en sí misma, sino un medio para renovar nuestra vida cristiana y volver a la raíz de la misma, el momento en el que fuimos hechos hijos de Dios por el Bautismo. Si el origen histórico de la Cuaresma está en la conjunción de la práctica penitencial de la Iglesia primitiva y del catecumenado que preparaba para la recepción de los sacramentos de la Iniciación cristiana la noche de Pascua, en nuestro hoy ha de significar un camino de renovación personal y comunitaria que culmine en la celebración de la Resurrección de Cristo en la Vigilia Pascual, fuente y culmen de todo el año litúrgico, y nuestra renovación en Él, dejando la levadura vieja del pecado.
El carácter penitencial de la Cuaresma se hace visible ya en su comienzo, marcado por el significativo rito de la imposición de la ceniza. Las lecturas de hoy nos ofrecen diversas perspectivas para esta vivencia. La primera, del libro de Joel (2,12-18) nos invita a una conversión de  corazón, que no se quede en lo externo. Esto es siempre un riesgo, el limitarnos a ciertas prácticas de penitencia, a guardar determinadas costumbres o mantener ciertos signos que, si bien son ayuda y apoyo, no tienen ningún valor en sí mismos si nos falta el deseo de transformar nuestro interior. Sin olvidar que la conversión tiene, además de la personal, una inseparable dimensión comunitaria.
En el salmo 50, salmo de penitencia, que hoy proclamamos como responsorial, y que aparecerá numerosas veces a lo largo de este tiempo, el salmista nos invita a reconocer nuestros pecados y a pedir a Dios una auténtica renovación interior. Esta será fuente de verdadera alegría.
En la segunda lectura, de la segunda carta de San Pablo a los Corintios (5,20-6.2), el apóstol nos invita a reconciliarnos con Dios, es decir, a no tener miedo del amor de Dios, a dejarnos tocar por él.
Por último, en el Evangelio de Mateo (6,1-6.16-18) Jesús nos propone las tres clásicas obras penitenciales: la limosna, la oración y el ayuno, pero que han de ser practicadas de cara a Dios, no buscando el aplauso ni la alabanza de los demás, alejándonos de la exterioridad; de este modo nos revela el sentido profundo de las mismas: una limosna escondida, un ayuno alegre y una plegaria humilde.
En el camino que comenzamos hoy no puede faltar, aunque su presencia en la liturgia sea discreta, la figura de María. Ella también sube a Jerusalén a acompañar a su hijo, a llevar a cumplimiento la profecía del anciano Simeón, experimentando el traspaso de su alma por la espada del dolor. Pero María, Virgen Dolorosa, por su fidelidad, por su estar junto al Hijo en la Cruz será, en la mañana gozosa de Pascua, meta de nuestro peregrinar cuaresmal, la Virgen de la Alegría.

Mater Dolorosa  (Chiesa di Nostra Signora del Sacro Cuore-Roma)

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