domingo, 4 de febrero de 2018

Domingo V del Tiempo Ordinario

Este domingo, el sufrimiento hace de hilo conductor en la Liturgia de la Palabra: Job, en su dolor, se dirige al Señor; Jesús actúa como médico de las almas y de los cuerpos; el apóstol Pablo expresa su compasión con las fragilidades de los más débiles.
En la primera lectura del libro de Job (7,1-4.6-7) éste, el hombre probado por el dolor, manifiesta su desazón y vuelve su mirada hacia su Señor. El sufrimiento de Job es la mejor expresión de todos lo dolores, muchas veces incomprensibles, a primera vista irracionales o absurdos, e incluso escandalosos, de la humanidad. Pero en medio de la oscuridad, la confianza en Dios es el asidero que termina por iluminar y dar sentido, sobre todo desde el sufrimiento del verdadero Inocente, Cristo, en la Cruz, a ese abismo en el que nos vemos sumergidos.
San Pablo, en su primera carta a los Corintios (9,16-19.22-23), se siente solidario con todos, con la fuerza del anuncio del Evangelio, al cual ha entregado toda su vida, sin esperar ninguna recompensa, salvo la que se deriva del propio hecho de evangelizar.
En el evangelio de Marcos (1,29-39), Jesús libera a los enfermos que encuentra, mientras anuncia en las sinagogas de Galilea la llegada del Reino, aunque sabe reservarse tiempo para la oración, donde se encuentra con su Padre.

La curación de la suegra de Pedro (John Bridges, 1839)
Hoy el evangelio nos presenta un episodio que manifiesta la gran humanidad de Jesús: la suegra de Simón Pedro yace enferma en el lecho y el Señor, con un gesto afectuoso, la coge de la mano, la levanta y cura su fiebre. Lo que a primera vista podría parecer como un prodigio, expresión del poder del Señor, sin embargo nos permite comprender la auténtica finalidad de los signos y milagros de Cristo: suscitar la fe e invitar al seguimiento. La suegra de Pedro, curada, se pone al servicio de Jesús. El Señor viene a nuestra vida para sanar nuestros corazones afligidos, y curando las heridas más profundas de nuestro ser, nos invita a seguirle, a anunciarle, con nuestra palabra y actuación evangelizadora como Pablo, o con el testimonio silencioso de nuestro sufrimiento, de cuerpo o de alma, o quizá de ambos, como Job. Para ello es también necesario saber retirarse y buscar el encuentro personal, silencioso, con el Padre, donde hallaremos, como Jesús, como Pablo y como Job, la fuerza y la gracia necesaria.
(Reflexión personal sobre el comentario dominical de Tiberio Cantaboni) 

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