De regreso a tierras castellanas, y mientras sigo aún despistado con el jet lag, retomo la tecla para concluir la narración de mi periplo guatemalteco. Es cierto que, tras las aventuras en Semuc Champey, lo que ha venido después es más prosaico, pero quiero ser fiel a mi propósito inicial de rendir este modesto homenaje a la literatura de viajes, aunque no sea ni Marco Polo ni Malaspina. Hablando de éste último, recomendaría a cualquiera que leyera algo sobre las exploraciones españolas del siglo XVIII, que no tienen nada que envidiar a las del capitán Cook, salvo que los ingleses saben vender mejor sus productos que nosotros, y además se sienten orgullosos de su historia.
En fin, tras estar un día entero lleno de dolores por todo el cuerpo, consecuencia de mis saltos, subidas, arrastres y demás, iniciamos la etapa final del viaje dirigiéndonos a Tikal. Después de abandonar la zona montañosa en la que se asienta Cobán, entramos en el departamento más grande de Guatemala, el Petén, zona llana que permite la existencia de una carretera rectilínea, en el sentido literal del término, que permite cierta velocidad y no está mal en exceso. El único obstáculo es el río La Pasión, que no tendría más importancia de no ser porque para cruzarlo, a su
paso por Sayaxché, es preciso utilizar un ferry, digno de cualquier película de aventuras en África. En efecto, dicho ferry es apenas una plataforma con unos motores en las esquinas traseras, sobre el que se amontonan toda clase de vehículos.
Una vez cruzado el río, continuamos hasta la ciudad de Flores, situada en una isla dentro del lago Petén Itzá, último baluarte de resistencia maya ante los españoles. La población es muy acogedora, y la puesta del sol sobre el lago, uno de los espectáculos más bellos que haya visto nunca.
Al día siguiente tocaba la visita a las ruinas mayas de Tikal. Realmente espectacular. Para alguien acostumbrado al arte y la historia europea significa todo un descubrimiento. Me ha fascinado la cultura maya, sus grandes logros artísticos, matemáticos, astronómicos. Y Tikal, sumergida en un océano verde de vegetación asfixiante, fascina y roba el corazón y todos los sentidos.
El templo del Gran Jaguar preside, imponente, la Acrópolis Norte
Las cresterías de los templos emergen en medio de la selva
Cinco horas de agotador paseo entre las ruinas, apenas sacian al viajero que queda impactado, arrobado, transportado a un mundo distinto, distante, pero apasionante. No es sólo el espectáculo de las ruinas, con su elocuente lenguaje. Es el marco en el que estas se encuentran, ahogadas, protegidas, guardadas por la vegetación asfixiante, como precioso tesoro que aún espera a revelarse del todo. La selva, con sus sonidos, sus olores, sus colores, la multitud de habitantes que se dejan apenas entrever, es el complemento que hace de la visita a Tikal algo único. Inenarrable, como todo lo bello.
Tras el encuentro con la civilización maya nos dirigimos a las costas del Caribe. Allí otro hermoso espectáculo de la naturaleza, el Río Dulce, con su espectacular desembocadura en el mar, atravesando un angosto pasaje. Es la región poblada por los garífunas, negros descendientes de esclavos escapados de barcos negreros. El recuerdo de la etapa colonial se concreta en el castillo de San Felipe.
Por último, y ya antes de regresar a España, nueva estancia en Ciudad de Guatemala. El centro conserva aún algunas hermosas iglesias coloniales, y se mantienen en pie algunas casas de estilo tradicional, que merecería la pena fueran restauradas. Aunque no pueda compararse con Antigua, el centro de la ciudad, si estuviera bien conservado y se aplicaran algunas normas arquitectónicas más severas y respetuosas, no dejaría de tener su encanto. La catedral metropolitana es una hermosa construcción, aunque lo más impactante y emotivo, al menos para mí, puede pasar desapercibido a un viajero apresurado: en las pilastras que, unidas por verja, cierran el atrio de la catedral están inscritos los nombres de todos los asesinados en el genocidio indígena durante la represión militar, y en el interior, en la capilla de San Sebastián, desde hace poco, están los restos del obispo Gerardi, asesinado al día siguiente de presentar el informe en el que se acusaba al Ejército de perpetrar la matanza. Una bella muestra del compromiso de la Iglesia guatemalteca, como en El Salvador monseñor Romero, en favor de los pobres, oprimidos y desheredados.
Fachada de la catedral metropolitana de Guatemala
De este modo concluía mi viaje. Vuelvo de Guatemala con sensaciones contradictorias. Un bello país, con grandes posibilidades de desarrollo, con un gran potencial turístico, pero que vive lastrado por una violencia latente y sobre todo por unas desigualdades sociales y económicas difíciles de comprender desde nuestro, a pesar de todo, estado del bienestar. Gentes encantadoras, acogedoras, que merecen un destino mejor, pero que, en mi opinión, viven lastradas por un pesimismo existencial que les impide reaccionar. Tal vez sea la lógica consecuencia de una historia milenaria marcada por la guerra y la violencia.
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