La verdad es que después de un día agotador, lo mejor que podría hacer es irme a dormir. Pero hoy ha sido un día tan intenso, de tan ricas experiencias, alguna de las cuales jamás hubiera imaginado vivir, que antes de que se me pasen las impresiones, prefiero consignarlo.
Iba a ser, en principio, un día tranquilo, de excursión a Semuc Champey, un parque natural, famoso por el río que se sumerge en el terreno calcareo, así como por sus resurgencias. Para comenzar la jornada, nada como un retraso, pues por supuesto a las 8, que era la hora fijada, el pequeño y viejo autobús no había llegado. Luego hubo que pasar por diversos hoteles, a recoger a más viajeros, y por último, a echar gasolina, momento aprovechado por el guía para desayunar sus frijolitos, que subió, como no, al autobús. A continuación el delicioso paseo por las no menos maravillosas carreteras guatemaltecas. Una de las cosas que más me llaman la atención es la diversidad de denominaciones de las diferentes iglesias evangélicas y pentecostales; la más curiosa, la iglesia del Evangelio completo (se ve que debe haber otro a trozos). En fin, que después de un viaje inolvidable se llega a la bifurcación de la carretera hacia la población de San Agustín Lanquín y el viajero experimenta la alegría de comprobar en el cartel indicador que sólo quedan 22 kilómetros, alegría que se sumerge rápido en el pozo de la decepción al encontrarse con una carretera de tierra, que supone más de media hora de viaje. Dicha carretera, en algunos tramos, se asoma al borde del abismo, y no hace falta decir quién iba en ese lado, procurando pensar en otra cosa a la de acabar como un fríjol prensado para el desayuno...
En esta carretera, por la que apenas cabe un autobús pequeño, nos hemos encontrado de frente con varios camiones; toda una peripecia la de cruzarnos. Estos camiones transportan madera, pues las laderas se están talando y quemando para sembrar maíz. La deforestación es uno de los principales problemas de Guatemala, en gran medida debido a la necesidad de encontrar nuevas tierras de cultivo.
En fin, una vez llegados al destino, comenzó la verdadera e inesperada aventura. Lo primero fue trasladarnos al río; dado que el autobús no podía llegar, nos llevaron en un Toyota, claro que al modo local, es decir, todos en la bañera. Nos acomodamos como pudimos, y hay que reconocer que al final se acostumbra uno a llevar clavada una pierna ajena en el homóplato. La travesía no hubiera estado mal del todo, a no ser por la chapa de la bañera, recalentada al máximo, de modo que me estaba entrando complejo de chuletón bien pasado.
Llegados a las pozas, uno se deja impresionar por la belleza del paisaje, realmente extraordinario. Allí nos distribuimos por grupos, y yo, para no dejar de ser original, fui asignado a uno de cinco israelitas, una pareja y tres chicos que estaban recorriendo Centroamérica. A pesar de mi ignorancia del inglés y la suya del castellano, más o menos nos hemos podido entender. Y aquí se inicia lo inesperado: tras ponernos el bañador, nos dirigimos a una cueva. Un chico local nos servía allí de guía y antes de entrar, nos repartió una vela a cada uno, lo cual me llamó la atención, pero pensé que se trataba de algún rito maya. Craso error. Nada más entrar en la cueva, de la que manaba uno de los afluentes del río, comprobamos que se trataba de nuestra iluminación. Y hete aquí que yo, que en el Parque Warner de Madrid por miedo no me subí a la mayoría de las atracciones, me encontré de improvisado espeleólogo, en unas condiciones dignas de nuestros antepasados de las cavernas. Es inenarrable la experiencia vivida, atravesando lóbregos pasillos, con tan sólo la luz de la vela, aunque lo mejor vino después, ya que había que cruzar a nado algunas pozas. En una de ellas, tratando de nadar con una mano, mientras en la otra procuraba tener la vela fuera del agua, perdí la chancleta izquierda; al intentar recuperarla me sumergí del todo y apagué la luz, siendo después una odisea volverla a encender; sentí la perdida de la "Havaiana", arrastrada por la corriente, y cuyo color marrón no ayudaba precisamente a encontrarla, aunque no tanto como lo lamentaría después por lo que narraré. Por si faltaba algo, hubo que trepar por una escalera, reptar por la piedra y procurar, entretanto, no partirme el cráneo, lo cual, a pesar de mi proverbial patosidad, logré realizar con éxito. Además tuve la gran suerte de que uno de los chicos del grupo resultó ser más patoso e inhábil que yo, de modo que logré pasar bastante desapercibido. Cuando llegados al final del trayecto y después de que nuestro guía, trepando por las paredes, se lanzó a la fosa, iniciamos el regreso, me llené de una alegría difícil de describir, alegría que hubiera sido total de no tener que haber atravesado un lugar que ni en mis peores pesadillas hubiera imaginado: el trayecto varió y era preciso deslizarse por un agujero, a través del cual bajaba el agua a otra poza. Meterme por el mismo ya fue una pequeña odisea; no las tenía todas conmigo al dejarme deslizar hacia la poza y procurar salir de la misma en total oscuridad, pero logré no ahogarme. Ver la luz en la boca de la gruta fue como revivir.
Si pensaba que la tranquilidad reinaría a partir de ese momento en mi día, pronto la realidad mostró lo contrario. La siguiente actividad, con la que yo no contaba, era subirse a unos neumáticos y dejarse arrastrar por la corriente del río. Esto resultó divertido, sólo había que tener cuidado en no chocar contra las rocas, pero lo problemático fue llegar al lugar desde el que nos metíamos en el río, con un pie descalzo, por un camino lleno de piedras y barro. Menos mal que a todo se hace uno.
Concluido el paseo en neumático por el río, se inició, una vez cambiado el calzado, la ascensión hacia el mirador desde el que se contemplan las pozas donde se remansa y aflora el río, sumergido un poco antes. Un kilómetro y medio subiendo monte, monte en el sentido local, es decir, selva pura y dura, por una escalera de piedra pensada para un tormento chino; antes cruzamos por un puente de madera al que faltaban varios travesaños. Creía que me moría, con el corazón a punto de salirse, de modo que, al llegar al mirador, con un paisaje fantástico, sólo quería sentarme y beber. Allí tuvimos el "lunch", la comida preparada por a organización, pero dado que tardamos más de la cuenta en subir (y no por culpa mía...bueno, no del todo) en lugar de degustar lo que hicimos fue deglutir el pollo, que supongo que, a pesar de los judíos, no sería "kosher"; de todas formas, no me cabía un pedazo. Enseguida comenzamos a descender, que siempre resulta más fácil (bueno, en un lugar normal, no en la selva) y acabé rebozado en el barro. Por fin llegamos a las pozas y de nuevo mis espectativas de un baño tranquilo quedaron defraudadas. El guía me aconsejó que no me quitara los calcetines, para no resbalar en la piedra calcárea. Había que recorrer todas las pozas, bañándose, claro está, pero complementándolo con otros "ejercicios", y así yo, que he sentido horror de delsizarme en una vulgar tirolina en España, me he visto lanzándome a las pozas, dejándome arrastrar por la corriente sobre las rocas en otras ocasiones y por último...en fin, no hay palabras para expresar lo que significa llegar a la última poza, justo la que desemboca en el río que resurge debajo, a través de una gruta, y tener que descender a la misma por una escala de cuerda y madera, con el abismo debajo. Si en algún momento de mi vida me hubieran dicho que haría lo que hice, me habría estado partiendo de risa un mes entero. Y sin embargo descendí por la escalera, tratando de no pensar en lo que podría ocurrir si me resbalaba (que es, por otro lado, lo mejor que se puede hacer en estos casos, porque si no, te caes). La verdad es que mereció la pena: encontrarte justo debajo de la poza, que filtraba el agua por medio de estalactitas y tener a los pies el río que resurgía imponente, rugiendo con fuerza y destapando toda su energía, es realmente espectacular. Aún quedaba bajar por una cuerda, arrastrándose por la pared, para observar más de cerca la potencia del agua. Subir resultó un poco más arduo, por la distancia que en la escala había entre un travesaño y el otro, además de que el agua que caía de la poza me empapaba el rostro. Logré salir, por fin, sin ser todavía consciente de lo que acababa de realizar, toda una proeza para mí, algo que jamás en frío se me habría ocurrido. Pero antes de que tan profundos pensamientos me subsumieran en el alejamiento de la realidad, un tábano se encargó de mantenerme en la misma, picándome en la mano. Perfecto. Con el descenso a las profundidades terminó, siendo ya media tarde, el tour, aunque la aventura no había finalizado. En efecto, para volver, lo hicimos de nuevo en el Toyota, por supuesto en la bañera, y dado que ya nos habíamos familiarizado con el riesgo, lo hicimos al modo guatemalteco, es decir, de pie. Otra nueva experiencia inenarrable: subir por una empinada cuesta de piedras, dando tumbos, agarrándose con fuerza a los barrotes para no ser arrojados al abismo, mientras se trata de evitar las ramas de los árboles, no tiene precio. Además unos críos saltaron en marcha y nos acompañaron hasta su pueblo; hay que señalar que los niños, al contrario de la mayoría de los que he visto, no eran del Barça, sino del Madrid.
Por fin, subidos al autobús, no tuvimos más percance que estar a punto de chocar contra una moto que venía de frente...
En fin, que después de hacer de Indiana Jones por un día, si por mi cabeza se había pasado, fruto del entusiasmo por este país y su cultura, hacer algún curso sobre los mayas y venirme a excavar a la selva, creo que tras esto me refugiaré en la cálida tranquilidad que proporciona la Biblioteca Nacional de España o cualquiera de los múltiples archivos del país. Y es que uno ya no está para ciertos excesos...
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