domingo, 20 de marzo de 2022

Domingo III de Cuaresma

Con frecuencia, ante cualquier desgracia, propia o ajena -y no son pocas en nuestros tiempos-, tendemos a interpretarlas como castigo divino, como el pago por algún pecado o maldad. Esto era ya así en tiempos de Jesús, quien nos advierte hoy en el evangelio de Lucas que este modo de interpretar los acontecimientos es erróneo. Las situaciones adversas o desgraciadas que nos toca vivir no son punición por nuestros pecados, sino llamadas a la conversión de un Dios, que como aparece en la parábola de la higuera, no se cansa de darnos oportunidades para cambiar el corazón, porque como proclamamos en el salmo 102, es compasivo y misericordioso.

En la primera lectura se nos presenta la vocación de Moisés, llamado por Dios, quien se le revela, a liberar al pueblo de Israel, esclavo en Egipto. Cristo, nuevo Moisés, nos arranca de la esclavitud, no del faraón, sino del demonio, y sacándonos del pecado, lavándonos a través del paso del mar Rojo que es el Bautismo, nos conduce hasta la tierra prometida, el cielo, recorriendo el desierto de la vida, en el que nos alimenta con el verdadero maná, su Cuerpo, pan de vida. San Pablo, en la segunda lectura, nos ofrece esta interpretación de la historia de Israel como anuncio, tipo, de la historia de la Iglesia, a la vez que nos invita a responder a Dios no como los israelitas, rebeldes una y otra vez, sino desde la obediencia a Dios.

María, el mejor fruto de Israel, higuera llena de frutos de fe y caridad, se nos sigue ofreciendo como modelo en la peregrinación cuaresmal.

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