Comparto mi artículo del pasado miércoles en La Tribuna de Toledo
Entre los últimos coletazos de un invierno que se resiste a
abandonarnos y las primeras caricias de la primavera, tras haber recuperado la
espléndida normalidad de la Semana Santa toledana, regresan a nuestras vidas,
como olas que se superponen al alcanzar la playa, nuevas ocasiones de celebrar,
festejar, compartir. Nuevas oportunidades de ir echando el cerrojo a esa
prisión de profunda oscuridad en la que nos encerró la pandemia. Un 23 de abril
ha llegado, cargado de libros y flores en espléndido mestizaje, pues la cultura
es eso, encuentro, apropiación, don y entrega; mestizaje fecundo que nos ha
regalado la hermosa costumbre de intercambiar rosas y libros, en abrazo
fraterno que empareja a Cervantes con Sant Jordi, al soldado escritor con el
santo caballero vencedor de dragones. Las calles se han llenado de la fragancia
exquisita de las flores, mezclada con ese otro aroma, inconfundible y delicioso,
de los libros nuevos, recién abiertos como la roja corola de los rosales en
primavera. De nuevo hemos podido repetir ese rito maravilloso de ojear y
hojear, de peregrinar de una librería a otra, de charlar sobre esta o aquella
obra, clásica o novedosa, poética o histórica, realista o fantasiosa.
Soy un amante de los libros. Muy pequeño, quizá con cuatro
años, aprendí a leer –me parece monstruosa esa aberración de las novísimas
corrientes pedagógicas que retrasan el momento de comenzar a disfrutar de la
literatura, basándose en especiosos y absurdos argumentos-, en aquella humilde escuela
de Solanilla donde don Mariano, el maestro, trataba de atender a una mezcolanza
de alumnos de todas las edades, y que hoy ya no existe, ocupado su solar por la
escultura que en homenaje a Florinda la Cava realizó Gabriel Cruz Marcos,
acompañada por los versos que mi entrañable profesora de francés, Marina Riaño,
compuso evocando a la legendaria hija del conde don Julián.
Los libros son vida, son libertad, son belleza. Rompen las
limitaciones con que el tiempo y el espacio someten a los humanos; nos impelen
a buscar nuevas fronteras que atravesar, nuevos paisajes que contemplar. Con
ellos nos sumergimos en el hondón de nuestro ser o trascendemos lo material
para palpar, tomases incrédulos, lo más divino. Decía la poetisa estadounidense
Emily Dickinson que si se quiere viajar lejos, no hay mejor nave que un libro.
Nave que surca mares, ríos, espacios siderales o ese océano inabarcable que es
el alma humana. Todo está en los libros, repetía una canción escuchada en mi
niñez, tal vez en aquél genial programa que fue “La bola de cristal”. Sí, toda
la inconmensurable riqueza humana se custodia en ellos.
Opinión que suscribo. Y disfruto.
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