Al comienzo de la Cuaresma, el relato de la Transfiguración nos marca el destino hacia el que nos encaminamos, la Pascua de Jesús, su muerte -señalada en el diálogo entre Moisés y Elías-, que cumple todo lo anunciado en la Ley y los Profetas, y su resurrección, en la que se mostrará definitivamente su gloria, oculta bajo los velos de su humanidad, que en el marco de revelación de la escena sobre el Tabor (monte y oración son, en el evangelio de Lucas, ámbitos en los que se desarrollan escenas de revelación), se deja entrever a los discípulos, Pedro, Santiago y Juan, los mismos que serán testigos de la agonía de Jesús en Getsemaní.
Esta gloria de la divinidad de Cristo es la que se nos promete a todos los cristianos. La Teofanía del Tabor es a la vez una Antropofanía, que revela el destino último de la humanidad. Dios, como antaño con Abraham (1ª lectura), ha hecho alianza con nosotros, prometiéndonos una tierra de promisión, el Cielo, del que nos recuerda san Pablo (2ª lectura) que somos ciudadanos. Esta patria a la que nos encaminamos en el peregrinar de nuestras vidas exige de nosotros un estilo diferente al de la vida según la carne. Una vida que se nos regaló en el Bautismo.
El esfuerzo cuaresmal, sostenido por la fuerza del Espíritu Santo, es signo de la lucha contra el mal y el pecado que hemos de realizar toda la vida. Como guía segura tenemos la Palabra de Dios, hecha carne en Cristo el Señor, al que el Padre nos invita a escuchar. Escucha como la de María, que acogió en su corazón la Palabra y la hizo vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario