Comparto mi artículo del miércoles pasado, Miércoles de Ceniza, en La Tribuna de Toledo
Hic iacet pulvis, cinis
et nihil. Así reza
el epitafio del cardenal Portocarrero en su tumba de la catedral primada. “Aquí
descansa polvo, ceniza y nada”. Frente a la feria de las vanidades con la que
nos engañamos, la desoladora constatación de la fragilidad y vacuidad de lo humano.
Dust in the Wind. Polvo que arrebata
el viento y dispersa, disolviéndolo, en la corriente de la historia. Polvo, sin
embargo, capaz, en evocación quevedesca, de amar.
Es lo que recuerda este miércoles, Miércoles de Ceniza. Un
poco de ceniza impuesta sobre nuestra cabeza nos habla, con vigorosa verdad, de
la realidad radical de nuestro origen y nuestro destino. El austero y sencillo
rito se repite, un año más, en rítmico acontecer cíclico, al comienzo de la
Cuaresma, como invitación a tomar conciencia de lo que somos, más allá de lo
que pretendemos ser o aparentar. Una conciencia que no es la desesperada
constatación del nihilista, abandonado a la angustia de la nada o el no ser,
sino la de quien se deja iluminar por un resplandor divisado en lontananza.
Porque el recorrido cuaresmal que comienza en este día tiene como meta, no el
abismo desgarrador de una muerte inútil, sino la radiante y gloriosa belleza de
la mañana de Pascua.
El papa Francisco imponiendo la ceniza |
Acompasado con el memento de la finitud, las palabras esperanzadas que animan a retomar con fuerza un camino quizá muchas veces abandonado. Conversión, metanoia, cambio no sólo de lo aparente y superficial, sino de lo más radical, más profundo, que alberga el corazón humano. Un cambio que no puede quedarse en el solipsismo autorreferencial de quien, erróneamente, entiende la fe como una experiencia individual, sino que nos abre a la plena comunión con los otros, con lo otro, con el Otro, diluyendo, liberador, egoísmos estériles. Tres cimientos sólidos, la oración que se abre a lo trascendente sin olvidar lo fraterno; el ayuno de lo superficial, que es casi todo en nuestra opulenta sociedad del despilfarro, y que se transforma en elemosyne, misericordia, hacia los hermanos.
Quizá el resonar de viejos cánticos, cuya belleza musical
resulta tantas veces indescriptible, nos haya hecho entender erróneamente el
tiempo cuaresmal como un periodo oscuro, triste, en el que temblar ante la ira
divina por la magnitud del mal que somos capaces de engendrar los seres humanos.
Una concepción totalmente equivocada, que no tiene nada que ver con la realidad
que se nos irá desgranando desde ese Evangelio, Buena Noticia, que se nos
invita a hacer vida. Un padre misericordioso que sale al encuentro, abrazándole,
del hijo hundido en aniquiladora degradación; un “yo no te condeno”, mientras
los acusadores se alejan avergonzados de su profunda hipocresía; una mujer que
se alegra por la moneda encontrada. Eso, y mucho más, es para el creyente la
experiencia transformadora de unos días que, como deportista que entrena duro
para alcanzar la medalla, nos transfiguran desde y para la Luz Pascual.
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