El Viernes de Dolores es, a nivel de la devoción popular, la entrada en la
Semana Santa. La devoción a los Dolores de María data de la Edad Media, del
siglo XII, naciendo en ambientes monásticos por influjo de san Anselmo y san
Bernardo, siendo propagada de un modo especial por los servitas. El concilio
provincial de Maguncia, en Alemania, estableció en 1423 una fiesta de los
Dolores de María. El papa Benedicto XIII la introdujo en el calendario romano
en 1727, fijándola en el viernes anterior al domingo de Ramos. Si bien la
reforma litúrgica suprimió esta fiesta, reservando la celebración de la Virgen
de los Dolores para el 15 de septiembre, uniéndola a la de los Siete Dolores
que los servitas venían celebrando desde 1668, hoy son numerosos los pueblos y
ciudades que contemplan a María, la Madre Dolorosa que está al pie de la cruz,
y acompañan su imagen por las calles.
Virgen de la Soledad, Toledo
María es siempre el camino privilegiado
para encontrarnos con Jesús, y ella, que recorrió en silencio, discreta, su
particular subida a Jerusalén, es la que mejor nos puede introducir en el
misterio de la Semana Santa. Ella, por especial disposición divina, ha sido
llamada a compartir los dolores del Hijo; la Iglesia, asociada con ella a la
pasión de Cristo, desea, y así lo pide en la oración colecta de la misa propia
de la Virgen de los Dolores, participar, por esta asociación, de la
resurrección del Señor. El canto del Stabat Mater nos invita a mirar a la madre
piadosa, llorando junto a la cruz, de la que el Hijo pende, realizando el
cumplimiento de la profecía de Simeón, con su alma traspasada por el filo del
dolor, de sus Siete Dolores. Los que pasamos junto a ella somos interrogados,
con las palabras del profeta, si acaso hemos visto dolor como su dolor. Pero no
es el sentimiento de compasión, de pena, de llanto estéril el que María quiere
suscitar en nosotros. Mirar a la Madre, firme, resuelta a compartir con el Hijo
los sufrimientos y el dolor por la humanidad pecadora, ha de llevarnos a querer
unirnos a ellos, a ofrecer también nuestras vidas por la salvación de nuestros
hermanos. Y a dejar que la sangre redentora del Salvador nos limpie, purifique,
renueve y transforme. Lo que pide María no es un llanto superficial que a nada
compromete, sino el deseo profundo de que nuestras vidas sean distintas, que
completemos en nosotros, al recordar sus dolores, en favor de la Iglesia, lo
que falta a la pasión de Jesucristo. Y Jesús, que nos la dio como Madre amorosa
desde la cruz, espera que, como Juan, nosotros la acojamos en nuestra casa, es
decir, en lo más íntimo y profundo de nuestra existencia, nos dejemos guiar por
ella, que sea la estrella que, en medio de nuestras oscuridades y tinieblas,
marque el rumbo, la ruta que hemos de recorrer. A punto de celebrar la Pascua
del Cordero inmaculado que ofrece su vida por la salvación del mundo, el
Viernes de Dolores nos ha de llevar, de la mano de María, la “hermosa cordera”
(el bello título que aparece en la homilía de Melitón de Sardes que leemos en
el oficio de lecturas del Jueves Santo), a llegar a las puertas de Jerusalén
para vivir en plenitud los días más santos del año.
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