En el Martes Santo, la liturgia de la Iglesia nos invita a participar en
las celebraciones de la pasión del Señor tan vivamente que estas nos alcancen
el perdón de Dios todopoderoso. Es de nuevo Isaías, con otro de los cánticos
del Siervo, el que nos ayuda a contemplar el misterio de la entrega de Cristo.
Su misión, ya desde el seno materno, es de salvación universal. No es sólo un
pueblo, Israel, un grupo, una minoría. La salvación, obtenida mediante la
entrega total, el sufrimiento, el dolor y la muerte, es para toda la humanidad.
Nadie queda excluido de la misma. Todo hombre, toda mujer, de todos los
tiempos, razas, lenguas, culturas, han sido redimidos por Cristo, luz que
ilumina a todas las naciones, fulgor que disipa las tinieblas en las que anda sumida
la humanidad dolorida. Y el cristiano, que ha experimentado este amor
misericordioso que sana y salva, no puede guardarse para sí este don inmenso.
El salmo 70 nos llama a contar, a proclamar, esta salvación del Señor. La
celebración de la Semana Santa ha de avivar en nosotros el espíritu misionero,
el deseo que todos conozcan el amor de Cristo, comenzando por los que nos
rodean, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en cada uno de los ámbitos en
los que nos movemos. Vivir con intensidad estos días santos ha de conducirnos
al testimonio, a la proclamación gozosa de que el Señor ha vencido al pecado, a
la muerte, nos ha traído la vida en abundancia, en plenitud; nos ha logrado la
libertad, la alegría, la paz profunda. Ha inaugurado un modo de vida más pleno,
más humano. Nuestra boca, nuestros labios, como los del salmista, no pueden
dejar de proclamar sin cesar, el auxilio y la salvación de Dios, ni de relatar
sus maravillas.
El evangelio, tomado de san Juan, nos sitúa en los prolegómenos del drama
que vamos a contemplar. Jesús, profundamente conmovido, anuncia la doble
traición, la de Judas y la de Pedro. Judas, que lo entrega a sus enemigos;
Pedro, que antes que el gallo cante le negará tres veces. Uno se moverá por la
ambición material o por la desilusión de sus proyectos, el otro por la
cobardía. En el fondo es lo mismo; el mal, el pecado, que anida en el corazón
de la persona humana y que le lleva a traicionar, a entregar, a quitar la vida,
la honra, la fama, a los demás. Pero un mal y un pecado que tiene cura, que
puede ser sanado y superado. Ambos, Pedro y Judas, traicionan a Cristo, pero su
reacción posterior es bien diferente. Judas, desesperado de la fuerza de mal,
sin capacidad de ver más allá de ese mal, se quita la vida, pues no encuentra horizonte.
Pedro, a pesar de todo, es capaz de dejar que la mirada de Cristo, que su amor
misericordioso, le toque el corazón; sabe descubrir que por encima del pecado y
del mal, con una fuerza infinitamente mayor y superior, está la misericordia,
que cura las heridas del pecado, que restaña los zarpazos que el mal inflige en
nuestra existencia.
"Las lágrimas de San Pedro" El Greco
El amor de Dios, manifestado en Cristo entregado, muerto y
resucitado, es una invitación constante a no dejarnos vencer por el mal. A
pesar de las oscuridades que nos rodean, más allá de la impresión de la fuerza
avasalladora de la maldad, de la violencia, del odio, del sufrimiento o de la
muerte, está la certeza de que el mal no tiene la última palabra, sino el amor
que derrota al demonio, al pecado y a la misma muerte, y que lo hace no sólo
más allá de los límites del tiempo y el espacio humano, sino que esta victoria
es realidad ya aquí, en nuestra historia, en nuestra vida personal y colectiva.
Como nos recuerda la oración postcomunión de la misa de hoy, esta vida temporal,
sostenida por la fuerza de los sacramentos, nos conduce a la participación
plena en la vida eterna.
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