La mañana del Jueves Santo está marcada, en la liturgia, por la
celebración, por parte de los sacerdotes, de la misa crismal, aunque por
razones prácticas, se adelanta en las diócesis a uno de los días anteriores, como
el Martes Santo. Es, según el deseo del beato Pablo VI, una gran fiesta del
sacerdocio, en las que los sacerdotes renuevan ante su obispo los compromisos
adquiridos, el día de la ordenación sacerdotal, por amor a Cristo y servicio de
la Iglesia. En esta eucaristía se bendicen los óleos de los catecúmenos y de
los enfermos, y se consagra el santo crisma. La mañana del Jueves Santo era
también, en la disciplina antigua del rito romano, el momento en el que los
penitentes eran reconciliados por el obispo, para poder participar de la fiesta
de Pascua; aún hoy, es una mañana en la que podemos acercarnos a recibir el
perdón sacramental.
El lavatorio de los pies (Duccio di Buoninsegna)
Por la tarde, con la Misa vespertina de la Cena del Señor, comenzamos el
Santo Triduo Pascual, el sagrado triduo del crucificado, sepultado y resucitado
del que hablaba san Agustín. La misa in
cena Domini, de la que la peregrina Egeria nos cuenta que ya se celebraba
en su tiempo en Jerusalén, celebra el misterio del Cenáculo que mira hacia la
cruz y la resurrección. Cristo anticipa su oblación en perspectiva de victoria,
instituyendo el memorial de su pasión. Como Iglesia cumplimos todos los días
este mandato, pero en esta tarde lo hacemos de un modo especial,
particularmente sentido, preparando, de este modo, la gran eucaristía del año,
que será la de la noche santa de Pascua. Las lecturas, en pleno contexto
pascual, están íntimamente relacionadas. El libro del Éxodo nos presenta las
prescripciones sobre la cena pascual de Israel, el anuncio en el Antiguo
Testamento de lo que sólo adquiriría sentido pleno en el Nuevo, y nos recuerda
el ambiente pascual en el que se desarrolló la cena de Jesús y el carácter
pascual de su inmolación. El cordero, que con su sangre libró a Israel de la
muerte y le sirvió como alimento, es figura del Cordero de Dios que con su
sangre preciosa, derramada por nosotros, nos libra de la muerte, física y
eterna, y se nos da como alimento de vida eterna en la eucaristía. Jesús quiso
seguir las prescripciones que Moisés dio al pueblo, pero transformando el contenido
de las bendiciones sobre el pan y el vino, refiriéndolas a su Cuerpo y Sangre.
El cáliz de la bendición se convierte así en el medio, como canta el salmo, de
entrar en comunión con la Sangre de Cristo. La comunidad cristiana, desde el
principio, tal y como nos narra san Pablo en su primera carta a los Corintios,
guardó como precioso don, el mandato del Señor, celebrándolo en un clima de
fraternidad, proclamando con un profundo sentido pascual, la íntima unión entre
la pasión, la resurrección y la vuelta gloriosa final de Cristo, la Parusía. El
evangelio de san Juan, que después de la homilía ritualizaremos con el
lavatorio de los pies, nos da la clave para entender y para vivir estos días
santos: “habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el extremo”. Jesús lavando
los pies a sus discípulos, signo y anticipo de su mayor servicio al Padre y a
los hombres, que realizará en su Pasión, nos muestra cual es el camino del
cristiano, que ha de hacerse servidor de los hermanos, que ha de abajarse,
ponerse de rodillas, sobre todo ante los pobres y humildes, iconos
privilegiados de la presencia del Señor en el prójimo. La adoración del
Santísimo Sacramento, el acompañar a Cristo en la Hora Santa, ha de ser una
respuesta de amor, de entrega y de fe, un momento de adorar su presencia
continua, de escuchar y dejar que resuenen en nuestro corazón las demás
palabras dichas por el Señor en la Última Cena, hasta su oración sacerdotal por
toda la humanidad.
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