Con el Domingo de Ramos en la Pasión del Señor entramos de lleno en la
Semana Santa. Su nombre proviene de los dos aspectos que conmemoramos en la
celebración eucarística, por un lado, la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén, en la que es aclamado como Rey y Mesías, y por otro, el anuncio de
su Pasión que realizamos mediante las lecturas de la misa. Era celebrado ya en
Jerusalén a finales del siglo IV, rehaciendo el recorrido seguido por el Señor
y sus discípulos. Desde allí se propagó por todo Oriente, convirtiéndose así el
domingo que inauguraba la semana mayor en Domingo de Ramos. En Roma, en tiempos
de san León Magno, este domingo era el domingo de Pasión, leyéndose el relato
de la pasión según san Mateo, mientras que la Iglesia en Hispania celebraba la
entrega del símbolo a los bautizados y se leía el evangelio de la unción en
Betania y la entrada en Jerusalén. A partir del siglo IX encontramos ya
testimonios de la procesión de Ramos en Occidente, con el himno Gloria, laus, que aún cantamos. Desde
entonces tuvo siempre un carácter triunfal, una verdadera fiesta de Cristo Rey.
"Cristo Rey en su entrada triunfal en Jerusalén"
Semana Santa de Toledo
Nosotros, en este día, queremos, por una parte, alegrarnos con el triunfo
de Cristo sobre el mal, el pecado, la muerte. Es el Rey victorioso que nos ha
logrado la liberación. Haciéndonos como niños cantamos el Hosanna, y
depositamos a sus pies las palmas y ramos de nuestro reconocimiento como único
soberano y salvador. Inauguramos la Pascua del Señor con himnos de alegría,
proclamando la vida que renace del fondo de la muerte. Abrimos de par en par
las antiguas compuertas que bloqueaban nuestro corazón y dejamos que penetre,
acabando con el mal que reina en nuestras vidas.
Pero para lograr la victoria, Cristo hubo de someterse a la muerte, y
muerte de cruz. Es el misterio que celebramos apenas cruzamos, al concluir la
procesión, las puertas de la iglesia. Comenzamos la misa de la Pasión.
Recordamos en ella que Dios quiso que su Hijo, nuestro Salvador, se anonadase,
haciéndose hombre, y muriendo, para que nosotros sigamos su ejemplo. Por ello
pedimos que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio, y que también
podamos participar de su resurrección gloriosa. A esta meditación nos ayudan
las lecturas de la misa. Si al comenzar la procesión proclamamos el evangelio
de la entrada en la ciudad santa, en la eucaristía escuchamos, en primer lugar,
al profeta Isaías, con el tercer cántico del Siervo de Yahveh, que nos lo
muestra como Siervo sufriente; el salmo 21, es el salmo de confianza del
crucificado al Padre, mientras que san Pablo, en el himno cristológico de
Filipenses, proclama la humillación y abajamiento de Cristo, seguido de su
glorificación. El evangelio nos invita a contemplar, en actitud orante,
agradecida, el relato de la pasión, siendo conscientes, como nos dice el
prefacio de hoy, que Él, siendo inocente, se entregó a la muerte por los
pecadores y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales, para
destruir nuestra culpa y justificarnos.
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