La muerte de Cristo, que nos disponemos a celebrar, es el medio que Dios ha
dispuesto para librarnos del poder del enemigo; en este Miércoles Santo, al
celebrar la eucaristía, pedimos que esa muerte nos alcance, también a nosotros,
la gracia de la resurrección. Es preciso vivir estos días santos desde la
adoración, la contemplación. La antífona de entrada nos lo recuerda: ante el nombre
de Jesús, que se ha humillado por nosotros, no cabe sino ponernos de rodillas,
postrarnos, como haremos el Viernes Santo. Isaías nos muestra el rostro del
Siervo, y por ende el de Cristo, cubierto de salivazos, sin ocultarse ante los
insultos. Su espalda se ofrece para cargar, con los golpes que le infligen, el
mal, el dolor, el sufrimiento, las penas de toda la humanidad. En sus mejillas
se estrellan la opresión, el exilio, las torturas, la vejación, la marginación
de todos los hombres y mujeres de la historia. La asunción que sobre sí hace
Cristo se basa en la confianza total en el Padre. De este modo Jesús asume y
reproduce la actitud que el salmista nos presenta en el salmo 68; el
sufrimiento es la antesala de la gloria, la afrenta da paso a la alabanza con
cantos del nombre de Dios, a la acción de gracias que proclama la grandeza de
Dios. Cristo, nuestro rey, el único que se ha compadecido de nuestros errores,
ha sido llevado, en obediencia al Padre, a la cruz, como manso cordero a la
matanza.
Cristo de la Humildad (San Juan de los Reyes, Toledo)
Si en el evangelio del Martes Santo se anunciaba la traición de Judas, hoy,
el relato de san Mateo, nos muestra su realización, junto a los preparativos
del banquete pascual. Es el cumplimiento, como bien recalca Mateo, de las
Escrituras, pero, al mismo tiempo, es la advertencia de la gravedad de lo que
va a ocurrir. Era preciso que el Mesías padeciera, que entregara su vida como
ofrenda en favor de la humanidad caída, que se hiciera, como aceituna prensada
y triturada, aceite que curase las heridas de los hombres. La traición de Judas
es la causa próxima de la pasión, pero la última, la más profunda, es el amor
desbordado de Dios, que no se resigna a que su criatura, seducida por la
envidia del demonio y la soberbia del querer ser como dioses, viviera en
oscuridad y sombra de muerte. La culpa de Adán sólo podía lavarse con la
aspersión de la sangre preciosa de Cristo, con la corriente impetuosa de agua
viva nacida del costado abierto del Redentor. El fruto pecaminoso del árbol
prohibido es sustituido por el fruto de vida que brota del árbol de la cruz,
fruto que se nos da como alimento mediante la celebración sacramental. Los
misterios santos que vivimos estos días nos tienen que llevar a creer y sentir
en profundidad, que por la muerte temporal de Cristo el Padre nos ha dado la
vida eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario