Comparto mi último artículo en La Tribuna de Toledo
Quienes tienen la paciencia de seguir leyendo este Torreón,
saben que uno de mis lugares favoritos es el Real Sitio de San Ildefonso, al
que no falta una visita en esta estación tan hermosa que es el otoño.
Recientemente he podido volver a pasear por sus jardines, en plena explosión de
colores otoñal, una de las experiencias estéticas más intensas que creo puede
vivirse en estas fechas.
Los jardines de San Ildefonso cumplen a la perfección la
finalidad para la que fueron creados. No se trata, como a veces se repite, de
recrear el fastuoso Versalles de Luis XIV, centro de una intensa vida cortesana
y ceremonial, sino otro pequeño palacio, Marly, destruido durante la
Revolución, y donde el Rey Sol se retiraba a descansar y alejarse del mundanal
ruido. El espíritu atormentado, melancólico de Felipe V le llevó a proyectar
este lugar de reposo y sosiego del alma, donde vivir su retiro tras abdicar en
su hijo Luis I. El fallecimiento prematuro de éste obligó al primer Borbón
español a retornar al trono, y el Real Sitio cambió su función, siendo a partir
de entonces uno de los diferentes lugares donde la corte, en su cíclico vagar
anual, tenía la “jornada” de verano, entre las estancias primaverales de
Aranjuez y de otoño en El Escorial.
Al contrario que los reyes de España, yo prefiero San
Ildefonso en otoño, cuando la rica policromía de sus variadas especies componen
un hermoso mosaico de colores de toda índole, desde el rojo intenso que apunta
en las hojas más altas de los liquidámbares hasta el marrón oscuro de los
castaños o el verde amarillento de los abedules. Una sinfonía que se despliega
ante los ojos, llenando de belleza las pupilas, bien abiertas para no dejar
escapar el mínimo detalle. Deambulo por los cuidados jardines, me adentro en el
bosque, bajo un cielo gris, encapotado, que después de descargar abundante
lluvia la tarde anterior, cubre las alturas de la Sierra, deshilachándose las
blanquinegras nubes en jirones que se entremezclan con las coníferas, creando
una atmósfera propicia al ensimismamiento y la meditación. Los arroyos, plenos
de agua, estallan en mil sonidos que acallan el elocuente silencio que envuelve
al caminante. La armonía entre la obra creadora del hombre, plasmada en los
trazados de los jardines, las esculturas y fuentes, y la dinámica de la
naturaleza, alcanzan, en el Real Sitio, una de sus mayores y más fecundas
manifestaciones.
Frente a la vorágine que nos arrastra, las prisas, la necesidad de optimizar y rentabilizar al máximo el tiempo, “perderlo” en un paseo sin rumbo por el Real Sitio es, en el fondo, ganarlo. Es llenar el espíritu, elevar el alma, fecundar el corazón.
Concluyo la visita con un alto en otro lugar con encanto, la
librería y cafetería Farinelli, donde se puede tomar un café o un buen vino entre
libros, música y consejos literarios.
¿Qué más pedir?