Comparto mi crónica de ayer, publicada en la edición digital de La Tribuna de Toledo
“Benedicto, como el Cid, ha ganado la batalla después de
muerto”. Estas palabras de un amigo historiador, dichas mientras aguardábamos,
en la fría y húmeda mañana romana del 5 de enero, el comienzo de los funerales
del papa emérito, eran el reflejo de la impresión ante una plaza de San Pedro
abarrotada de fieles. Una abigarrada mezcla de gentes de diferentes naciones,
razas y lenguas. Numerosos los alemanes, entre ellos un grupo con los típicos
trajes bávaros. Banderas de Alemania y de Baviera, alguna española también. La niebla
que cubría la ciudad como leve sudario, ocultaba a ratos la impresionante mole
de la cúpula de Miguel Ángel. El rezo del rosario, en latín, ha acallado el
rumor de la polifonía de idiomas, preparando el silencio previo a la llegada del
sencillo féretro en el que reposan los restos de Benedicto XVI. Un silencio
roto por los aplausos de los fieles. Poco después, el papa Francisco comenzaba
la celebración. Hacía más de dos siglos, desde que en 1802 Pío VII acogiera los
restos de su predecesor, Pío VI, muerto en el exilio francés impuesto por
Napoleón, que un papa asistía a los funerales del papa anterior. Lecturas en
español, inglés e italiano, ritmadas por la belleza del canto gregoriano. Al
final de su homilía, Francisco se dirigía a su predecesor: “Benedicto, fiel
amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para
siempre su voz.”
Tras el final de la misa, los últimos ritos de
despedida, con la aspersión del agua bendita y la incensación del féretro,
mientras la Schola entonaba el viejo canto exequial, In paradisum deducant te Angeli, “al paraíso te lleven los
ángeles”. Después, entre aplausos y lágrimas, la multitud se despedía del papa
emérito, que era llevado a hombros hacia el interior de la basílica. Una breve parada
previa, para que Francisco orara ante el féretro. Una última visión de éste,
que desaparecía al introducirse por la puerta central, sobre la que un tapiz
realizado sobre cartón de Rafael, representaba la resurrección de Cristo. Los
restos de Benedicto XVI se dirigían a su última morada, en las Grutas
Vaticanas. Peregrinos bávaros entonaban en la plaza el Gott mit dir, du Land der Bayern, ¡Dios esté
contigo, tierra de Baviera!, el himno del Estado. Poco a poco, mientras en
privado tenía lugar la deposición del féretro, abandonamos la plaza, con la
sensación de haber vivido un momento histórico. El tiempo irá ubicando en su
lugar un pontificado que no ha sido indiferente para nadie, marcado por la
explosión de los escándalos de la pedofilia y del Vatileaks, pero también por
un rico magisterio, expresión de su profundo conocimiento de la Teología, de
momentos duros como la desgarradora pregunta dirigida a Dios en Auschwitz. Un
papa que, frente a los que temían la dureza de la imagen del panzerkardinal, ha recordado
continuamente la alegría de ser cristiano y ha escrito una bellísima encíclica
sobre el Amor de Dios. Su renuncia al papado, hecho insólito en un mundo en el
que los gobernantes se aferran al poder, más allá del estupor inicial, le ha
creado una simpatía general que se ha desbordado en las largas colas de miles
de personas que han querido, desde el lunes hasta ayer, darle un último adiós.
Estos días en Roma se comenta si será declarado Doctor de la Iglesia. Sabiendo
que para ello es preciso estar canonizado, no queda duda de cuál es, entre
muchos fieles, la última imagen de quien se presentó, al ser elegido papa, como
un humilde trabajador de la viña del Señor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario