Comparto mi artículo del jueves 5 de enero en La Tribuna de Toledo
El doblar de las campanas de la Catedral Primada, seguido,
poco a poco, por el de los demás campanarios de la ciudad, anunciaba, en la
mañana del 31 de diciembre, el fallecimiento del papa emérito Benedicto XVI.
Las redes sociales, los medios de comunicación comenzaron a dar, frenéticos,
más detalles de lo sucedido. Con el final del 2022 desaparecía también una
figura central en la reciente historia del mundo. Lo hacía cuando la Iglesia
Católica celebra a San Silvestre, el papa durante cuyo mandato Constantino dio
la paz a la misma, tras las persecuciones de los primeros siglos, comenzando
así a nacer lo que sería el modelo socio religioso de la Cristiandad, sobre
cuyo ocaso contemporáneo escribiría y reflexionaría el papa Ratzinger.
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Benedicto XVI |
Me encuentro en estos días, como suelo a comienzos de enero,
en Roma. Pero antes de mi ineludible cita con archivos y bibliotecas romanas,
he podido vivir la historia en primera persona. En el suave y hermoso atardecer
romano me he dirigido hacia la basílica de San Pedro. En el centro de la plaza luce
espléndido un abeto que se yergue junto al belén de madera que este año ha
instalado la región italiana de Friuli-Venezia Giulia. Sus luces, en alegre
baile, atraen, como a mariposas, a decenas de turistas que posan para llenar
con sus selfies las redes sociales o
que “guasapean” a familiares y amigos contándoles lo bien que se está de
vacaciones en Roma. Tras pasar varios controles de seguridad, me uno a la masa
de gente que aguarda a ingresar en la basílica. Peregrinos, turistas, curiosos,
en peculiar amalgama. Las cifras han desbordado las previsiones. La noche, que
en invierno cae muy pronto en la Urbe, nos cubre con su oscuro manto, mientras
el frío comienza a hacer su aparición. Poco a poco podemos entrar en San Pedro,
que, con toda su iluminación, ha devenido un gigantesco y áureo mausoleo para
la pequeña figura del pontífice alemán. Avanzamos por el centro de la basílica
hacia el altar de la Confesión, erigido sobre la tumba paleocristiana del apóstol
Pedro. El órgano, a lo lejos, sostiene el canto de la hermosa melodía
gregoriana, Requiem aeternam dona eis
Domine…Por fin, tras un lento caminar, nos podemos detener, breves
instantes, ante el cadáver de quien guió la nave de la Iglesia durante ocho
años. Zapatos negros, en lugar de los rojos, al no ser papa reinante. Sin
palio, sin la férula –el bastón pastoral papal acabado en cruz-, con una
casulla roja que evoca la púrpura de los emperadores romanos y que ha devenido
símbolo de los mártires, el dar la vida por Cristo, particular cometido en su
actitud de servicio a la Iglesia del sucesor de Pedro. Pequeños detalles del
ceremonial vaticano, que no deja nada al azar. La visión es majestuosa,
enmarcado por el baldaquino de Bernini, mientras al fondo refulge el dorado del
altar de la cátedra. Pero, como recordaba la vieja fórmula de la quema de la
estopa cuando los pontífices eran coronados con el triregno, la tiara con
triple corona –que Benedicto hizo sustituir en el escudo papal por la mitra
episcopal-, quien yace es sólo un hombre. Sic
transit gloria mundi…Yace el que se presentó como un humilde trabajador de
la viña del Señor el día de su elección. Yace una de las figuras
intelectualmente más potentes del siglo XX, probablemente el mejor teólogo de
los tiempos presentes, uno de los mayores pensadores europeos de nuestra época.
Alguien que supo recoger lo mejor del pensamiento cristiano, particularmente el
de los Santos Padres, y reivindicando el uso de la razón, trató de dialogar con
la cultura moderna, con la ciencia, desde su convicción profunda, basada en
Santo Tomás de Aquino, pero que tiene su última raíz en el pensamiento griego,
que fe y razón no son incompatibles, sino dos caminos, diversos, pero
complementarios, de alcanzar la Verdad. Benedicto será recordado por ser el
papa que, con una humildad exquisita, supo apartarse cuando vio que no era
capaz de reformar esa Iglesia que veía invadida por lobos rapaces que devastaban
la viña. Sólo el tiempo nos permitirá hacer una valoración ponderada de su
pontificado, en el que luces y sombras se entremezclan como ocurre con todo lo
humano. Pero, entretanto, nos deja un legado de pensamiento verdaderamente impresionante,
condensado en más de seiscientos títulos. No sólo las obras de honda teología,
destinadas a la alta reflexión, sino también escritos populares, como los tres
tomos de la vida de Jesús. Un pensador sabio y humilde. Todo esto pasa por mi
mente, por mis pensamientos, por mi corazón.
Salgo de la basílica. Me sumerjo, de nuevo, en la fría noche
romana, en su tráfico de locos, en la heterogénea turbamulta que recorre las
calles de la Urbe. Aún queda, para despedir a Joseph Ratzinger, a Benedicto
XVI, la solemne misa de funeral del jueves 5. Espero estar presente. En medio
de la luz de la Navidad, mientras aún resuenan villancicos, una palabra,
pronunciada en el silencio previo al Encuentro anhelado, queda como última
lección del viejo profesor de Tubinga y teólogo del Concilio Vaticano II: Jesus, ich liebe dich…
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