En estos días de cuarentena me
asomo con frecuencia a la ventana. Por la habitualmente saturada carretera
apenas pasa algún coche de vez en cuando. El estrépito de los motores, el
bullicio de la gente que va y viene, que entra al bar a tomarse un café y que
comenta cualquier asunto de mayor o menor interés, han dado paso a un silencio
clamoroso. A veces, a lo lejos, se oye el tañer de las campanas de algún
convento, al que la reclusión forzosa del resto de la ciudadanía no ha venido a
alterar su ritmo secular. Se puede escuchar el rumor del padre Tajo, que corre
manso, apacible, acaso más limpio que de costumbre, y el trinar de los pájaros
que sienten cómo va llegando la primavera. El ruido ha dado paso a un silencio
quizá para muchos ensordecedor.
Son días extraños. Estábamos
acostumbrados a lo inmediato, al “aquí y ahora”, y de repente, nos encontramos
con el lento fluir de los días, sin una meta temporal clara, atemorizados por
la angustia del acecho imprevisible de ese virus que se nos esconde, un enemigo
oculto del que no sabemos cuándo puede asestarnos el zarpazo fatal.
Y sin embargo, son días que nos
ofrecen una oportunidad única para dedicarnos a algo que no solemos hacer, el
adentrarnos en nuestro interior, el pensar en nosotros mismos, no en el sentido
de búsqueda egoísta de nuestro interés, sino en el de plantearnos nuestra
realidad, nuestra vida. Es tiempo para, sobre todo si tenemos que estar
aislados totalmente, vivir una “soledad sonora”, como la denominaba San Juan de
la Cruz. La soledad puede ser asfixiante, angustiosa, cuando es vivida por
necesidad, como una imposición, pero desde nuestra capacidad como seres
racionales, espirituales en el sentido más amplio, podemos transformarla en
algo fecundo, en una posibilidad de crecimiento y maduración personal, con
espacios para leer, pensar, reflexionar, meditar, orar. Son momentos para
cultivar nuestro yo más profundo, esa “atención a lo interior” a la que también
se refería el santo carmelita, y a la que también otro santo, teólogo y
filósofo, Agustín de Hipona, aludía al invitarnos a no dispersarnos con lo que
ocurre a nuestro alrededor, metiéndonos dentro de nosotros mismos, buscando la
verdad que anida en lo más hondo del corazón humano, en el interior del hombre,
en el hombre interior. Ese buceo en nuestras profundidades tal vez pueda
confrontarnos con nuestro verdadero yo, ese que se ve arrastrado, en tiempos
“normales”, por la vorágine de nuestras agitadas existencias.
Es probable que no tengamos que
volver a enfrentarnos a una situación como la que estamos viviendo. Superaremos
el coronavirus, y con el tiempo restañaremos las heridas que va a dejar en
tantas personas y en la sociedad. Pero mientras pasa la tormenta, aprovechemos,
en este “carpe diem” que nos viene impuesto, para crecer como personas, para
humanizarnos, para reubicar los valores que guían nuestra vida.
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