Hasta estos días no he sentido
fuertemente la ruptura que en nuestra vida cotidiana está suponiendo el
encierro. Desde el primer momento me creé una rutina, con el tiempo ordenado,
las mañanas dedicadas a atender a los alumnos, las tardes empleadas en leer,
escribir, orar, y pronto me habitué, con los altibajos emocionales propios de
esta situación, al nuevo ritmo de vida “monacal”. Pero a partir del Viernes de
Dolores, la sensación ha cambiado. Estos días tan especiales de Semana Santa,
los más importantes para los cristianos, pero que también conllevan para toda
la población, especialmente en una ciudad histórica como Toledo, unos momentos
intensos desde el punto de vista cultural, artístico, folclórico, además el
espiritual, generan, con el encierro, una sensación de profundo vacío.
La Semana Santa, junto a la
celebración de la muerte y resurrección de Cristo, imprime, año tras año, en la
existencia de las personas unos ritmos particulares, unas costumbres que se han
convertido en parte de la vida. El viernes por la noche recordaba, como seguro
muchos de ustedes, la subida al casco histórico para apostarme en la plaza de
San Vicente o en la de Amador de los Ríos y ver pasar en silencio, precedida de
su cortejo de mujeres, la imagen de la Virgen de la Soledad. O el volver, en la
mañana del Domingo de Ramos, con las ramas de olivos en las manos para
colocarlas en las ventanas. O la salida de la borriquilla de Santa Justa. O el
canto del motete por parte de los seminaristas en la plaza de San Andrés, al
comienzo del Vía Crucis con el Cristo de la Esperanza. Y así, cada día. Todos
tenemos nuestra pequeña tradición, que este año vamos a echar de menos, aunque
tal vez, gracias al esfuerzo de los medios de comunicación, de hermandades y cofradías,
de particulares, podamos paliarlo contemplando imágenes de años pasados. Un
pequeño consuelo que nos ayuda en medio de esta dura situación.
Toledo, Cristo de los Ángeles, que procesiona el Martes Santo |
Pero más allá de todos estos
aspectos sentimentales y culturales, está la realidad profunda de la Semana Santa,
la celebración de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Jesús. Para el
creyente esto es lo verdaderamente importante. Lo otro es un ropaje hermoso,
pero no esencial. Por ello esta Semana Santa tan extraña, tan especial, no deja
de ser el momento central de todo el año. En medio de la oscuridad, del dolor y
sufrimiento que está produciendo la COVID-19, estos días nos recuerdan que la
muerte no tiene la última palabra, que es más fuerte la Vida, que las tinieblas
del Viernes Santo, tras la larga espera, silencio y soledad del Sábado Santo,
son disipadas por la luz resplandeciente de la mañana de Pascua.
Este es mi deseo en esta Semana
Santa tan peculiar, que la luz del Domingo de Resurrección nos ilumine en este
Vía Crucis colectivo. Por ello ¡Feliz Pascua de Resurrección!
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