Supongo que nadie se habría imaginado una situación como la que estamos viviendo estos días. Lo habíamos leído en novelas distópicas o visto en alguna película de terror. Y sin embargo, ha llegado. El coronavirus ha transformado nuestras vidas. Vivíamos sostenidos por nuestras certezas y seguridades, en medio de de nuestras rutinas y con la seguridad de nuestros proyectos. Y, hete aquí, que de repente todo se ha vuelto incierto, inseguro, nuestra vida se ha transformado como ni en la peor de nuestras pesadillas hubiéramos podido imaginar.
Son días duros. Llevo encerrado, guardando cuarentena preventiva, ya que estuve en contacto con una persona infectada, semana y media. Trato de guardar unas rutinas establecidas, mañana de trabajo, tarde de lectura, escritura cuando corresponde, oración. Comidas y cenas a la misma hora. Un nuevo ritmo vital. Y descubro muchas cosas. Como que nuestra agitada vida, arrastrada por la vorágine del activismo, nos hace olvidar las cosas esenciales. Quizá todo sea mucho más simple, pero nos empeñamos en complicarnos la existencia. Ahora tengo tiempo para leer con tranquilidad, para escribir sin agobios, para meditar y orar con calma. Puedo entrar en mi interior, ese yo profundo que descuido en los ajetreos cotidianos. Obligado a parar, veo que muchas de las cosas que considero importantes en mi día a día no lo son tanto. Mientras otras, que no solemos apreciar, por su sencillez, por su cotidianidad, ahora son evocadas con nostalgia: el estar con los seres queridos, un paseo por el parque disfrutando de la belleza de la primavera, esa cerveza con un amigo animada con una charla, el coger el coche y salir al campo...gestos, acciones, a las que no prestamos la importancia que merecen.
Pero no todo es tan maravilloso en estos días de encierro. Las noches, sobre todo las primeras, se convierten en fuente de angustia. La duda terrible, ¿estará ahí agazapado? ¿A qué espera para salir? La incertidumbre de qué ocurrirá mañana. El deseo irracional de que, si tiene que aparecer, que lo haga ya, que disipe las dudas. La agobiante sensación de que un enemigo invisible te acecha y no sabes cuándo te atacará. Los miedos a que todo lo construido hasta ahora se derrumbe como un castillo de naipes y el viento arrastre todo. Y lo más aterrador, ¿habrá un mañana?
No sé si como persona ni como sociedad saldremos mejores. Ni siquiera estoy seguro de que salgamos distintos. Pero valdría la pena que así fuera, que el torrente de generosidad, de entrega, de altruismo, de amor que estamos viendo en estos días, no se disipara, y que, cuando todo esto pase, seamos una comunidad humana más unida, más fraterna y solidaria, mejor.
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