En estos días de encierro
colectivo paso muchos momentos mirando por la ventana. A veces, sin pensar en
nada, o tratando de ahuyentar tantos fantasmas como acechan mi mente. La
tristeza, el desánimo, llegan como olas negras ante tanto dolor como estamos
viviendo. Es, probablemente, el mayor drama que ha sufrido España desde el
final de la guerra civil. Como entonces, el luto por los difuntos, de los que
ni siquiera sabemos su número exacto, entra en las familias, rompiendo
historias concretas, que no son las frías cifras de la rueda de prensa oficial
diaria, sino personas de carne y hueso, sueños rotos por un enemigo invisible e
implacable. Y la incertidumbre por el futuro de los vivos, por ese puesto de
trabajo que se ha esfumado, por ese proyecto que ya no se podrá realizar. Un
duro porvenir para el que tal vez no nos encontremos preparados, sumidos como
estábamos en las seguridades de nuestra plácida existencia.
Pero en ese mirar, a veces
perdido, a través de la ventana, he ido asistiendo, día a día, casi
imperceptiblemente, a un pequeño milagro. En medio de la oscuridad de la
pandemia, una señal de vida se yergue como antorcha de esperanza con su verdor.
Son los almeces, el celtis australis que diría mi amigo Eduardo Sánchez
Butragueño, quien me los descubrió, como quizá a tantos de ustedes, como un
árbol típicamente toledano. Los almárcigos, como se les llama en Toledo y con
cuyo fruto los niños toledanos de antaño libraban batallas de almárcigas. Enfrente
de mi ventana hay varios. Cuando comenzó el encierro estaban desnudos, tristes,
invernales. Pero poco a poco, primero de un modo tímido, han ido echando
pequeños brotes, que despacio, cautelosamente, se han desplegado, desarrollando
un tenue vestido verde que, día tras día, los ha ido recubriendo, no sin sufrir
el desgarro de alguna rama por parte de las numerosas aves que, tranquilas por
la ausencia humana, construyen laboriosa y despreocupadamente sus nidos,
inundando el aire de trinos, sólo amortiguados por el romper del Tajo en las
presas cercanas al puente de San Martín. Es la vida, que fluye potente a pesar
de los diversos avatares, últimamente tristes y dolorosos. Es la primavera, que
se abre paso, invitándonos a mirar, más allá de las brumas que nos envuelven,
al futuro, un porvenir que sin duda será duro, pero no más que el que otras
generaciones anteriores a las nuestras tuvieron que afrontar, construyendo, en
esa cadena llena de eslabones, nuestro presente.
Hojas y frutos de almez (celtis australis) |
Los almeces con su flexibilidad y
resistencia, que impiden que los vientos los tronchen, devienen metáfora de
cómo hemos de encarar la catástrofe que nos ha sobrevenido. Son alegoría de la
resiliencia que nos permitirá salir adelante hasta que el huracán pase, cuando,
tras hacer piadosa memoria de los fallecidos, sin olvidar el pasado como los
lotófagos que se comían el fruto del almez, afrontemos la reconstrucción.
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