Comparto, en este día de la Natividad del Señor, el texto del Pregón de Navidad que dí el pasado sábado 18 de diciembre en Casasbuenas (Toledo)
“Rorate, caeli, desuper, et nubes pluant
justum” “Destilad, cielos, desde lo alto, y que las nubes
lluevan al justo”
Estas
palabras, tomadas del libro de Isaías, con su bellísima melodía gregoriana, han
venido resonando en nuestros oídos, y ojalá en nuestros corazones, a modo de
plegaria anhelante, deseo irrefrenable, suspiro del alma, en el camino del
Adviento, ruta segura y firme hacia las fiestas de Navidad. A punto de alcanzar
nuestra meta, cuando apenas divisamos ya en lontananza la humilde cueva, el
pesebre sencillo y pobre, sobre el que se posará una estrella, bordón y guía de
ilustres viajeros, hacemos un alto, reposamos entre los vetustos muros de esta iglesia
de Santa Leocadia, la joven toledana que no dobló su cabeza ante los ídolos
para permanecer fiel a su esposo divino, en este lugar de las Casas Bonas del
que ya nos hablan documentos mozárabes del siglo XIII. Y lo hacemos para dejar
que lleguen hasta el hondón del ser, los ecos que la belleza lírica de nuestros
clásicos, que, a modo de mojones, como en el cercano antiguo camino real a
Guadalupe, nos indican el itinerario. Este comenzaba mirando a Aquel cuya
llegada se desea por encima de toda cosa
“Jesucristo,
Palabra del Padre,/ luz eterna de todo creyente:/ ven y escucha la súplica
ardiente,/ ven Señor porque ya se hace tarde./ Cuando el mundo dormía en
tinieblas,/ en tu amor tú quisiste ayudarlo/ y trajiste, viniendo a la tierra,/
esa vida que puede salvarlo./ Ya madura la historia en promesas,/ sólo anhela
tu pronto regreso;/ si el silencio madura la espera,/ el amor no soporta el
silencio./ Con María, la Iglesia te aguarda/ con anhelos de esposa y de madre,/
y reúne a sus hijos en vela,/ para juntos poder esperarte./”
Una Luz
eterna, que brota del Amor desbordante del Dios que es Amor, quiere hacer de la
tierra su morada. El que es inabarcable se hace pequeño, tangible, frágil.
Pero, siendo omnipotente, ha querido contar con la limitación de la estirpe
humana para construirse una morada. Más no lo hará imponiéndose, sino llamando
humildemente a la puerta de una muchachita, una doncella que, en esos momentos,
en su casa de Nazaret, sueña con sus proyectos de amor, la joven desposada con
el carpintero de la aldea, José, en el que está oculta la gloriosa estirpe del
rey David. Pero, a pesar de la sencillez, la ocasión es importante. Nada menos
que el momento central de la historia humana. No va a ser en Roma, altivo
centro del mundo conocido, donde Augusto se enseñorea como el emperador que ha
establecido la paz. No, esa paz augusta es quebradiza, como todo lo humano.
Como los mármoles con los que el imperator cubrirá la Urbe, que acabarán, más
tarde o más temprano, rotos y yaciendo por tierra. El centro de la historia, el
momento axial de todo el devenir humano va a tener lugar entre unos sencillos
muros de adobe, en una perdida aldea del norte de Israel, Nazaret, en tierra
casi pagana. Allí va a llegar el mensajero divino, Gabriel. García Lorca nos
dirá “El Arcángel san Gabriel,/ entre azucena y sonrisa,/ bisnieto de la
Giralda,/ se acercaba de visita./ En su chaleco bordado/ grillos ocultos
palpitan.”
Nos le
podemos imaginar, desde la belleza desbordante de los pinceles del beato
Angélico, revestido de hermosa y rosada dalmática, inclinándose, él, uno de los
más importantes dentro de las jerarquías angélicas, ante una criatura humana,
una muchachita que, sin saberlo, ha sido preparada por Dios desde su concepción
para ese momento. Así se lo revelará el arcángel, cuando la salude como aquella
que desde el principio y para siempre es la Llena-Llenada-de-Gracia, esa Gracia
que es también la alegría con la que se hace presente ante ella. De nuevo la
poesía de Lorca reconstruirá el diálogo: “Dios te salve, Anunciación./ Morena
de maravilla./ Tendrás un niño más bello que los tallos de la brisa./ ¡Ay, san
Gabriel de mis ojos!/ ¡Gabrielillo de mi vida!,/ para sentarte yo sueño/ un
sillón de clavellinas.”
Como
María iba a ser el Arca de la Nueva Alianza, Dios la quiso perfecta, sin mancha
ni arruga, espléndida en su santidad y hermosura. “Tota pulchra es Maria, et
macula originalis non est in te. Tu gloria Jerusalem, tu honorificentia populi
nostri, tu advocata peccatorum”, proclamará una antigua oración. Y la Iglesia
le cantará:
“Reina
y Madre, Virgen pura,/ que sol y cielo pisáis,/ a vos sola no alcanzó/ la
triste herencia de Adán/ ¿Cómo en vos, Reina de todos,/ si llena de gracia
estáis/ pudo caber igual parte/ de la culpa original?/ De toda mancha estáis
libre:/ ¿y quién pudo imaginar/ que vino a faltar la gracia/ en donde la gracia
está?/ Si los hijos de sus padres/ toman el fuero en que están,/ ¿cómo pudo ser
cautiva/ quien dio a luz la libertad?”
Porque si “Eva nos vistió de luto, de Dios también
nos privó e hizo mortales”, de María “salió tal fruto que puso paz y quitó
tantos males”. Por ello dirá San Anselmo: “¡Oh mujer llena de gracia,
sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda la creación entera y la hace
reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo, por tu bendición
queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el creador, sino también
el Creador por la criatura!” Y San Bernardo, haciéndose voz de toda la
humanidad, suplica a María: “Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los
labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado
de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará
adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate,
corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el
consentimiento”. Y aquella que es la “rosa entre rosas, flor de las flores,
Virgen de vírgenes, y amor de amores”, como cantará el rey trovador de María,
Alfonso X de Castilla, el Sabio, más sabio por su amor a María que por sus
conocimientos excelsos, pronunció el “Sí”, el “Fiat”, el “Hágase en mí”. Y el
Verbo, la Palabra, el Logos de Dios, la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad, el Hijo eterno del Dios Padre eterno, se hizo carne, se hizo
verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios, tomó cuerpo del cuerpo
purísimo de María, recibió como linfa vital el aliento de la sangre de María,
se dejó modelar, como humilde barro por el alfarero, acampando entre nosotros
en la Tienda del Encuentro que es María. “De luz nueva se viste la tierra,/
porque el Sol que del cielo ha venido/ en el seno feliz de la Virgen/ de su
carne se ha revestido”. Comenzó así el primer Adviento, el modelo de todos los
Advientos, pleno de alegría, de esperanza, de cuidadosa, delicada y atenta
preparación. Un Adviento que se hizo procesión del Corpus en la custodia más
maravillosa que ha existido, aquella que ni siquiera el extraordinario arte de
Enrique de Arfe pudo imitar. Porque el Amor no conoce el descanso, y aquella
que, desde aquel instante, albergó en su seno al Amor de los Amores, no pudo
menos que salir en ayuda de su prima Isabel.
Recorriendo
los duros caminos que separan Nazaret de Ain Karem, presurosa, marchó sin
pensar en sí misma. Porque el Amor se olvida de sí y busca el bien de los otros.
Como expresó San Ambrosio: “María, no por falta de fe en profecía, no por
incertidumbre respecto al anuncio, no por duda acerca del ejemplo indicado por
el ángel, sino con el regocijo de su deseo, como quien cumple un piados deber,
presurosa por el gozo, se dirigió a las montanas”. Y en aquel pequeño pueblo de
la montaña de Judá, la doncella de Nazaret va recibir otra revelación sobre su
ser: “Dichosa, bendita”. Y María exultará de gozo, proclamará la grandeza de
Aquel que ha mirado su humillación, su pequeñez; proclamará que, por ello,
todas las generaciones la felicitarán, pues el Poderoso, cuyo nombre es Santo,
ha hecho obras grandes, por ella y en ella. San Beda el Venerable puso en
labios de María el porqué de su Magnificat: “El Señor –dice- me ha engrandecido
con un don tan inmenso y tan inaudito, que no hay posibilidad de explicarlo con
palabras, ni apenas el afecto más profundo del corazón es capaz de
comprenderlo; por ello ofrezco todas las fuerzas del alma en acción de gracias,
y me dedico con todo mi ser, mis sentidos y mi inteligencia a contemplar con
agradecimiento la grandeza de aquel que no tiene fin, ya que mi espíritu se
complace en el eterna divinidad de Jesús, mi salvador, con cuya temporal
concepción ha quedado fecundada mi carne”.
Pero mientras
María cumple con el deber gozoso de acompañar a Isabel, siendo testigo del
nacimiento del Precursor, de Juan, aquel que iba a ser la voz que en el
desierto prepararía el camino al Señor, en Nazaret otro protagonista de nuestra
historia se debatía en luchas interiores. José, el joven artesano que, elegido
por Dios como el gran colaborador de la obra maestra que estaba a punto de
ofrecerse ante la vista de los hombres, sufría ante la incertidumbre, la duda,
el dolor hondo de no comprender lo que estaba aconteciendo. Justo, no podía
creer que María pudiera ser culpable de nada deshonroso; pero la evidencia
estaba ante sus ojos. Sumido en su propia noche oscura, anhelaba la luz que
disipara las tinieblas que le aherrojaban. Como su antepasado Jacob, José
recibirá en sueños la respuesta a sus interrogantes; una respuesta que le
comprometía como colaborador en el plan de Dios, un colaborador humilde,
discreto, pero imprescindible.
Y
mientras estos acontecimientos se desarrollaban en un perdido rincón del Orbe
romano, una decisión de César, allá en la lejana Roma, iba a permitir, sin que
Augusto ni siquiera lo sospechase, el cumplimiento de lo anunciado por los
profetas. Para conocer el número de sus súbditos, manda realizar un censo. José
tomó a María y se encaminó a Belén, la tierra de sus antepasados, el lugar
donde vio la luz el hijo de Jesé, David, el rey de Israel. Quizá esperaba, al
llegar allí, poder alojarse en casa de algún pariente. Pero la población está
llena. Y, de repente, María siente que llega el momento. Es preciso improvisar
un lugar para que dé a luz. Sólo es posible en una pequeña cueva en la que se
guarecen los animales. Al calor de estos, María encontrará el abrigo para, en
el silencio de la noche, mientras la luna cubre con un plateado manto la
tierra, bajo la cúpula titilante del firmamento, dar a luz al Rey del Universo.
Deliciosamente, en una bellísima letrilla, allá por el 1621, lo cantará Luis de
Góngora:
“Caído se le ha un
clavel/ hoy a la Aurora del seno:/ ¡Qué glorioso
que está el heno,/ porque ha caído sobre él!/ Cuando el silencio
tenía/ todas las cosas del suelo,/ y coronada de yelo/ reinaba la noche fría,/ en
medio la monarquía/ de tiniebla tan crüel,/ caído se le ha un clavel/ hoy a
la Aurora del seno./ De un solo clavel ceñida/ la Virgen, aurora bella,/ al
mundo se le dio, y ella/ quedó cual antes florida;/ a la púrpura caída/ solo
fue el heno fiel./ Caído se le ha un clavel/ hoy a la Aurora del seno./ El
heno, pues, que fue dino,/ a pesar de tantas nieves,/ de ver en sus brazos
leves/ este rosicler divino,/ para su lecho fue lino,/ oro para su dosel./ Caído
se le ha un clavel/ hoy a la Aurora del seno.”
“Entonad
los aires/ con voz celestial:/ “Dios niño ha nacido/ pobre en un portal.”/
Anúnciale el ángel/ la nueva al pastor,/ que niño ha nacido/ nuestro Salvador./
Adoran pastores/ en sombras al Sol,/ que niño ha nacido,/ de una Virgen, Dios./
Haciéndose hombre, al hombre salvó. Un niño ha nacido, ha nacido Dios.”
Ha
nacido Dios, en medio de los hombres. En la pobreza, en la humildad, entre los
pecadores, los marginados, los desechados. Un nacimiento que llena de gozo el
corazón de los hombres y de los ángeles, de los justos y de los pecadores:
“Hoy
grande gozo en el cielo/ todos hacen,/ porque en un barrio del suelo/ nace
Dios./ ¡Qué gran gozo y alegría/ tengo yo”/ Mas no nace solamente/ en Belén,/
nace donde hay un caliente/ corazón./ ¡Qué gran gozo y alegría/ tengo yo!/ Nace
en mí, nace en cualquiera,/ si hay amor;/ nace donde hay verdadera/
comprensión./ ¡Qué gran gozo y alegría/ tiene Dios!”
La fría
noche se ilumina con el resplandor celestial que, en el Campo de los Pastores,
anuncia el nacimiento del Emmanuel, entre cánticos que glorifican a Dios y
anuncian la paz. Presurosos, aquellos pastores, como los que antaño recorrían
con sus rebaños estos Montes de Toledo, van a llevar al Niño lo mejor de su
pobreza. Hombres rústicos, duros, avezados a las adversidades, llenan sus ojos
de lágrimas al contemplar al Rey de Reyes en humilde trono, anuncio del que
será el verdadero, la Cruz, donde ceñirá la corona regia de sus lacerantes
espinas. María, contemplando a su hijo, llena de ternura, aún no sabe del
terrible anuncio que le hará el anciano Simeón; cuando éste se cumpla, sus
lágrimas serán de dolor, como bellísimamente reflejó Luis de Morales en la
hermosa Piedad que se custodia, tras un largo viaje, de Extremadura a México y
de aquí a Polán, en la iglesia parroquial de San Pedro y San Pablo.
La Adoración de los pastores (El Greco) |
Los
magos fueron guiados por una estrella; San Bernardo nos ofrecerá, para
encontrar a Jesús, la contemplación de la Estrella matutina, María. La estrella
de los magos queda eclipsada al llegar al portal, porque como proclama una
bella poesía
“Reyes
que venís por ellas,/ no busquéis estrellas ya,/ porque donde el sol está/ no
tienen luz las estrellas/
Navidad,
tiempo de alegría, porque Dios se ha hecho próximo, cercano, íntimo. Tiempo
también para acercarnos, alejados del ruido de zambombas y panderos, de
villancicos y cánticos, para hacernos un hueco en el silencio del portal; para,
entre los animales que caldean con su vaho la fría noche, asomarnos, tras la
marcha de los pastores, y depositar allí nuestro regalo. No le llevaremos,
quizá, requesón con miel, ni leche aún humeante; no pondremos un zurrón con
hogazas ni una flauta para que con su sonido el niño se duerma. Pondremos la
humilde realidad de nuestras vidas, la sencillez y pobreza de nuestras
existencias; tal vez, nos atreveremos a dejar, casi de soslayo, la pesada
zamarra de nuestros pecados, miserias y dolencias. Este será el regalo más
preciado para el niño. Y así, mirándole a los ojos, dejándonos mirar por Él, le
cantaremos:
“Te
diré mi amor, Rey mío,/ en la quietud de la tarde,/ cuando se cierran los ojos/
y los corazones se abren/ Te diré mi amor, Rey mío/ con una mirada suave/ te lo
diré contemplando/ tu cuerpo que en pajas yace/ Te diré mi amor, Rey mío,/
adorándote en la carne,/ te lo diré con mis besos/ quizá con gotas de sangre/
Te diré mi amor, Rey mío/ con los hombres y los ángeles,/ con el aliento del
cielo/ que espiran los animales.”
Digámosle,
en esta mañana fría de invierno, nuestro amor. ¡Feliz y Santa Navidad!