Comparto mi columna de hoy, 17 de febrero, Miércoles de Ceniza, publicada en La Tribuna de Toledo
Un año más, la sobria liturgia del Miércoles de Ceniza viene a abrir el tiempo de Cuaresma, privado este año de su batalla previa con don Carnal. Un tiempo que para el creyente es preparación intensa a la celebración anual más importante, la Pascua, pero que a todos brinda la oportunidad de confrontarnos con nuestro verdadero ser, tantas veces alienado en esta superficial y materialista sociedad.
El acto de la imposición de la
ceniza venía acompañado, antes de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II,
por las palabras latinas Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris, que ahora son habitualmente sustituidas por la fórmula “Convertíos y
creed el Evangelio”, que condensa lo que debe ser el itinerario cuaresmal.
Memento, homo…recuerda,
humano…mira lo que eres en verdad, adéntrate en lo más hondo de ti mismo. La pandemia
ha dejado al descubierto tu desnudez original, te ha despojado de tus endebles
certezas, de tus fútiles seguridades…quia
pulvis es…que eres polvo, nada…et in
pulverem reverteris…y volverás al polvo…a tu realidad primigenia por la
muerte que, danza macabra, a todos iguala, ricos y pobres, poderosos y
humildes, banqueros y mendigos.
Pero la evocación
de estas palabras el Miércoles de Ceniza no es la triste constatación
heideggeriana de que somos Das Sein zum
Todes, un ser para la muerte. Al contrario, frente a la oscura
incertidumbre y pavoroso pánico de hundirnos en la nada, la ceniza sobre
nuestras cabezas nos recuerda que ese polvo ha sido transformado en barro
amasado amorosamente por las manos del Creador, insuflado de su Espíritu
vivificante, y que el adentrarnos en el desierto de la Cuaresma no es sino para,
desde la experiencia radical del encuentro con nosotros mismos en la soledad, abrirnos
a la Trascendencia y vivir el paso redentor de la esclavitud a la verdadera
libertad, la que, desde una Cruz se nos anuncia, no en las tinieblas
aterradoras del Viernes Santo, sino en la aurora luminosa del Domingo de
Pascua, cuando el Resucitado rompa con ella la piedra, no sólo de su sepulcro,
sino de los de la Humanidad entera.
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